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Del silencio al no te metás
Por Osvaldo Bayer

Es incomprensible cómo la humanidad perdió grandes oportunidades de ir marcando pasos hacia el progreso y prefirió destruirlas con los peores métodos. Es el caso de los mártires de Chicago, cuya posición fue uno de los avances más firmes en pos de una civilización humana, racional, abierta. El pedido de esos mártires fue las ocho horas de trabajo en vez de las catorce a las que se obligaba en esa época. El motivo, como ellos dijeron, no era trabajar menos, sino tener más tiempo para otras bellas cosas humanas: dividir el día en ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso y ocho horas para la cultura, el amor con sus familias, la educación y el placer con sus hijos. En vez de aceptar este pedido racional en un mundo que se decía cristiano, se los ahorcó públicamente. Una reacción tan salvaje que llevó a la lucha unánime de los obreros de todo el mundo para lograr el sueño de los mártires de Chicago.
En la Argentina, sistemáticamente, los gobiernos reprimieron con una ferocidad inusitada las manifestaciones que pedían ese reordenamiento racional de la vida humana. El crimen más horrible, sin ninguna duda, fue llevado a cabo por un personaje tétrico, de mente asesina, que hoy es venerado aun como modelo de policía: el coronel Ramón Falcón, que cuenta hoy con monumentos, con una de las calles principales de Buenos Aires y, como símbolo de nuestras policías de todos los tiempos, la escuela de cadetes de policía lleva su nombre. Toda una premonición y una vergüenza viva que castiga la conciencia argentina.
Ese coronel que había sido el primer cadete del Colegio Militar –también aquí una premonición–, fue el asesino a mansalva de doce obreros durante la manifestación del 1º de mayo de 1909. El citado militar observaba con asco a los miles de obreros, quienes con sus cánticos y banderas se habían reunido en la Plaza Lorea. Sin que nada lo hiciera sospechar, el coronel, en un momento preciso, ordenó a la caballería atacar a los indefensos obreros. Se oyó el clarín y allá fue la caballada con su horda asesina a pegar sablazos mientras desde tierra se descargaban las armas de fuego. Además de los muertos, quedaron los cuerpos de ciento diez trabajadores heridos graves con sus banderas y su sangre rojas.
La ciudad fue cubierta por la tristeza y la impotencia. Hasta los diarios burgueses mostraron su indignación por el cobarde crimen de esa bestia uniformada. El coronel Falcón tardó dieciocho días en dar a publicidad el informe del porqué de su actitud. Quien lea ese informe se dará cuenta de la mentalidad sórdida, racista, y enemiga de todo proceso del coronel-policía. Los culpables, por supuesto, eran los extranjeros y sus ideas antiargentinas. Los trabajadores, para él, conforman “la masa de los bajos fondos”, integrada “por elementos espurios que concurren de todas partes del mundo”. Fíjese el lector el lenguaje del jefe de policía, la absoluta falta de respeto a los trabajadores de todas partes del mundo que habían llegado para construir la nueva Argentina. Califica a los obreros como “todo es incoherencia y desarticulación en la masa obrera, no notándose en el fondo sino la propaganda y la incitación a la violencia, para llegar al estado de cosas anárquico que era deseado”. Y más adelante: “Surge el vandalaje en íntimo consorcio con los agitadores de profesión de todos los gremios y su acción criminal anónima que no reconoce vallas, ni va en pos de mejoras económicas”.
Un deleznable idioma, por encima de todo análisis objetivo, salido de una mentalidad absolutamente retrógrada, medieval. Primero esconde el crimen y para encubrir este hecho dice que “se ocultaron los hechos por su extrema gravedad para no aumentar la impresión penosa que habrían de producir en la sociedad”. Toda una confesión. Fue una actitud cobarde del coronel Falcón para no dejar en descubierto su abominable crimen.
Para explicar que la prensa había descrito en toda su crudeza el cobarde ataque de la policía a caballo, dice el coronel Falcón: “Es comprensible el ataque en los diarios La Protesta y La Vanguardia, anarquista y socialista, pero causa asombro, en cambio, que otras publicaciones hayan igualado cuando no pasado a aquellas dos en la incitación a la revuelta y a las represalias sangrientas. Basta recorrer los números aparecidos en los días de mayor conmoción e intranquilidad de los diarios El Nacional, La Argentina, El Diario, Ultima Hora y El País, leyendo en ellos las entrelíneas y el sentido de una prédica a todas luces subversivas”. Claro, también los diarios de las clases medias, al describir el crimen, eran “subversivos” para el sableador.
Por supuesto el coronel exige más leyes represivas contra los obreros: la reforma a las leyes de “residencia y ciudadanía”, la sanción de otras sobre delitos de imprenta y la creación de tribunales llamados a entender en estas causas y la reglamentación del derecho de reunión.
No se condenó al asesino. Pero un joven llamado Simón, ante la falta de justicia de arriba, aplicó a aquello de los estoicos griegos: el derecho de matar al tirano y mató al coronel asesino. Fue entonces cuando toda la grey saludablemente argentina se lanzó en lágrimas a endiosar al coronel homicida y le levantaron monumentos y se bautizaron calles. Había sido bien argentino en eso de liquidar a obreros, más si eran extranjeros.
Otro documento, publicado hace ochenta años, nos hace pensar y reaccionar. En 1921 ocurrieron los fusilamientos de gauchos peones de campo que habían osado levantarse en huelga porque los patrones no cumplieron con el convenio. Yrigoyen mandó “pacificar” y el ejército fusiló sin juicio previo y a mansalva. Ahí están las tumbas masivas en todo el territorio santacruceño. Nunca se les hizo justicia a esas peonadas. Ni siquiera los salesianos hicieron algo para ponerles una cruz. Total, apenas eran peones de campo. Tenemos de la Sociedad de Oficios Varios que conformaban ellos, un comunicado que nos habla del alto lenguaje que usaban, que demuestran la mentira de los uniformados que los calificaron de “subversivos”. Dicen así los obreros: “Trabajadores: hoy más que nunca debemos demostrar nuestra inquebrantable voluntad de dignificarnos y ser en la moderna sociedad considerados como los más eficientes factores del progreso y de la civilización, uniendo para ello todas nuestras fuerzas, no dando un paso atrás y defendiendo con tesón nuestros derechos desconocidos y vulnerados; la debilidad de uno solo puede ser la ruina de todos; cuando veamos un compañero tímido o vacilante, no lo precipitemos con amenazas, antes al contrario, procuremos robustecerlo, ayudarlo, levantarle el espíritu y ofrecerle los brazos fraternales de sus compañeros en desgracia. Hoy más que nunca debemos demostrar nuestra cultura y educación, dejando de un lado las violencias, no ejercitando coacciones, no usando ni abusando de la fuerza: quede ésta como último síntoma de falta de conciencia y de derechos para los patrones, los que, como es público y notorio y en la actualidad sucede, en cuando son objeto de alguna justa petición por parte de los obreros, creen divisar un alucinante espectro y recurren de inmediato a las bayonetas, fusiles y uniformes; no han de estar muy seguros de la justicia de su causa cuando a tales procedimientos apelan. Opongámosle a la fuerza de sus armas la fuerza de nuestros razonamientos, la limpieza de nuestros procederes, la honradez de las acciones, y el triunfo será nuestro”.
Como respuesta, la matanza más abyecta y cobarde. Allá en el sur quedaron tirados por el desierto los cuerpos de esos peones. Nunca se los reivindicó. Nunca se calificó al horrible crimen como crimen de lesa humanidad.
¿Por qué no hubo nunca un legislador peronista –que dicen defender a la clase trabajadora– que interviniera para bajar de su estatua al asesino Ramón Falcón, y pusiera en su lugar un monumento a las ocho horas de trabajo, que sería un monumento al trabajo, a la cultura, al descanso y al amor? ¿Por qué no hubo un político peronista que solicitara se califique de crimen de lesa humanidad a la matanza patagónica? ¿Por el no te metás? Los radicales, ya sabemos, siempre guardaron silencio.

 

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