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PANORAMA POLITICO
Por J. M. Pasquini Durán

FUEGOS

¿Qué estará haciendo aquel veterano político con cara de manso que hace apenas veinte meses decía que llegaba para terminar con el festín de unos pocos? De vez en cuando, Fernando de la Rúa aparece en la foto de algún acto protocolar, pero lo evidente es que Domingo Cavallo, después de ocupar el cargo de Ricardo López M., acaparó el primer plano del Poder Ejecutivo, en parte por impulso de su temperamento avasallador y, también, porque los demás, incluido el Presidente, se postraron ante este Mesías pagano. Después de cincuenta días de gestión, de la explosión de expectativas con que recibieron las clases medias al nuevo ministro de Economía sólo queda el olor a pólvora de cohete quemado. Hoy en día, Cavallo aparece en las encuestas de opinión con la misma cantidad de simpatías que tenía antes de asumir y el gobierno en su conjunto sigue caído como un barrilete roto, que no levanta por más que corran de un lado para otro.
Ni su pasado de buen técnico, ni sus ambiciones políticas de futuro, ni los superpoderes que en menos de una semana le cedieron los diputados y senadores nacionales, ni siquiera su doble pasaporte argentino-italiano, alisaron las obsesiones de “los mercados”. Quieren siempre lo mismo: que le garanticen el pago de la deuda pública, aunque para eso tengan que extraer sangre de las piedras. Acaba de publicarlo The Wall Street Journalen un artículo firmado por María O’Grady: “La tendencia del Gobierno a seguir confiando en la recaudación y no concretar los recortes del gasto y la desregulación laboral pendientes es lo que preocupa realmente a los inversores [...] (Cavallo) decidió demorar las batallas presupuestarias hasta después de las elecciones de octubre próximo y aún no hay ningún cambio importante en las leyes del trabajo. Pero para poder revivir la Argentina tendrá que correr el riesgo político de enfrentar el legado filosófico de Mussolini y Perón”. Traducido: el que no paga, es un fascista, y merece castigo, sin que les importe quién sea de verdad fascista o demócrata siempre que paguen. Son insaciables.
Sin los costos sociales que fabrica, esa mojiganga presumida sería motivo de burla, pero los sacrificios humanos que impone son indignantes. Luego de generalizar el IVA, ¿de qué sirve al bien común que tres sectores industriales bajen de cinco a diez por ciento sus costos de producción, si el mercado interno está cada vez más deprimido, con la capacidad de consumo en caída libre? En lugar de seguir golpeándose la cabeza contra el muro, hasta el sentido común indica que sería mejor buscar otra vía de escape. El problema es quién le pone el cascabel al gato. La política ha sido vaciada de sentido transformador por el efecto paralizante –”esto no se puede y aquello otro tampoco”– del discurso tecnocrático de los economistas del mercado. Las oligarquías partidarias en las mayores agrupaciones, divorciadas de sus bases, están ganadas por la burocratización, la impotencia, el canibalismo interno y, para peor, por anchas franjas de corrupción mafiosa. Los flecos de la deserción voluntaria de Chacho Alvarez sigue ondeando como un banderín simbólico de esas decadencias hegemónicas.
Por otra parte, las minorías que se desprenden de esos aparatos, sea por ambición propia o por el mismo hartazgo de la mayoría ciudadana, son una apuesta de futuro con resultado incierto, ya que en el presente las fuerzas apenas le alcanzan para nadar contracorriente dando testimonio de la disidencia. Otros buscan nichos especializados para realizar tareas nobles contra la impunidad de los que tienen coronita, a la espera de que sus aportes aceleren la descomposición de las representaciones sin legitimidad ni honor. Algunos todavía creen que desde adentro del gobierno tendrán mejores chances que afuera para cambiar el rumbo, aunque las pruebas de lealtad que deben rendir para conservarse “adentro” terminanpor confundirlos en la misma vorágine del descrédito y de la justa impaciencia populares. Por ahora, todos ellos, grandes y chicos, son los más ocupados en las próximas elecciones, mientras que la inquietud máxima de la mayor parte de los votantes está dedicada a los efectos implacables de la recesión sin fin.
En vísperas electorales, algunos gobernantes han decidido rebajar los gastos administrativos y los sueldos de los funcionarios, en una mezcla que busca satisfacer al mismo tiempo a los mercados que exigen el ajuste fiscal y a los futuros votantes que repudian los privilegios de las burocracias partidarias.Aun si el gesto fuese el resultado de la ética de la responsabilidad, no alcanza. Hay que rebajar el volumen injustificado de lo que llaman “gastos políticos”, es cierto, pero esos actos serán neutralizados si no se producen en el contexto general de una transferencia de ingresos, o redistribución de las riquezas, de los que tienen más hacia los que tienen menos. Hasta ahora no se conocen planes concretos ni mucho menos políticas activas apuntados en esa dirección, tampoco entre estos ahorristas vocacionales. Forzar la opción entre las burocracias institucionales y el hambre popular es una trampa de la retórica, porque la verdadera encrucijada de la democracia no es sólo cuánto cuesta sino, ante todo, para qué o para quiénes sirve.
El país, una manera de nombrar al bien común, siempre es más grande que sus economistas y sus políticos. Esta conclusión flotaba esta semana en la sede de la asamblea plenaria de los obispos argentinos, después de escucharse los unos y los otros con la descripción de las angustias y las imposibilidades de marejadas de fieles que acuden a los templos en busca de consuelo espiritual y de ayuda material para sobrevivir otro día. Después del recuento, modificaron su intención original de pasar la oportunidad sin poner en palabras escritas su permanente aflicción por la tragedia nacional. ¿Qué más podían decir que no hubieran dicho el sábado 11 de noviembre del año pasado? Fue entonces que cuestionaron la “tiranía” del modelo vigente en el país y convocaron a la sociedad toda, pero a la clase dirigente en particular, a saldar la enorme “deuda social”. También advirtieron que no sería “viable un camino de solución en el cual, desde concepciones economicistas salvajes, se fabriquen a los pobres para que luego la Iglesia los atienda”. Aunque la profecía resultó cierta para la mala fortuna del país, ahí está en pie la causa central de las desdichas. Ya que no pudieron convencer a los poderosos por la razón, tal vez hoy los obispos apelen a la magnanimidad de los que más pueden y depositen su apelación esperanzada en tantos anónimos argentinos, los voluntarios de la solidaridad, que siguen inspirándose en el espíritu de servicio de hombres como el obispo Angelelli y tantos otros de diversas inspiraciones.
Los que mandan, quizá, reciban estas plegarias y estos compromisos con la respuesta ritual de siempre: “Ojalá pudiéramos, pero no se puede”. O peor, tal vez crean que la represión alcanzará para apagar los incendios, como sucedió ayer con la detención policial de más de doscientos trabajadores de la empresa eléctrica de Córdoba que se oponen a su privatización. Falsos predicadores de un supuesto igualitarismo tributario, los oficialistas y “los mercados” tampoco parecen medir los alcances de los artistas populares que se oponen al IVA salvaje contra la cultura, desde el pan y la leche hasta el cine y el fútbol. Si fueran más perspicaces sabrían que estos mensajes penetran profundo en el corazón del pueblo. Desoírlos es lo mismo que jugar con fuego.


 

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