Ficciones
Por Juan Gelman
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Pareciera que Sherlock
Holmes está condenado a larga vida. Han transcurrido más
de 100 años desde su invención y actores diversos siguen
encarnando el personaje, sobre todo en miniseries de TV y no siempre con
la misma fortuna que acompañó a Basil Rathbone en el film
El sabueso de los Baskerville. El único que lo mató una
vez fue su inventor, Arthur Conan Doyle, que llegó a odiar, por
repetida, a esa criatura de su imaginación. En 1893, luego de 11
años de exhibirlo en cuentos y novelas cortas practicando sus sorprendentes
dotes deductivas, Doyle puso a Holmes en manos de su archienemigo, el
profesor Moriarty, quien lo arroja a un profundo abismo. Esa desaparición
no duró mucho: asediado por los editores y por el público
que reclamaba el relato de otras hazañas del flemático detective
inglés, Doyle aprovecha que no hubo testigos de su muerte y lo
resucita ingeniosamente en La aventura de la casa deshabitada para pasmo
y desmayo del infaltable Dr. Watson. No se conoce muerte literaria más
corta.
Es el Napoleón del crimen, Watson, el organizador de la mitad
de lo malo y de casi todo lo que ocultamente bulle en esta gran ciudad.
Es un genio, un filósofo y un pensador abstracto. Así
describe Holmes a Moriarty. No hay indicios de que Adam Worth, que tuvo
existencia real y fue modelo del Moriarty de ficción, se inclinara
por la filosofía, pero en el campo de la delincuencia se manejó
con una habilidad cercana al genio. Nacido en 1844 en una familia de inmigrantes
alemanes establecida en Massachusetts, pelea en las filas del ejército
del norte durante la Guerra Civil estadounidense. Gracias a un parte erróneo
que lo da por herido y muerto en combate, se pasa al ejército confederado
del sur. Reaparece después del conflicto en Nueva York y se dedica
a ejercer de carterista en Manhattan, en un mundo que comparte con seres
como Malloy el Ostras Hervidas, Eddie la Plaga,
Medio Pulmón Curran y la Cabra Sadie. Pero
él se pensaba distinto.
Worth consideraba que su modo de hacer la vida era una justa insurgencia
contra el orden establecido y se creía miembro de una rama de artistas
subvaluada y aun aristocrática. Su inspiradora durante los años
de aprendizaje de una carrera que finalmente le trajo fama
internacional fue Frederica Mandelbaum, reina de los reducidores de Manhattan:
regenteaba varios depósitos en que llegaron a apilarse mercancías
robadas por valor de 10 millones de dólares. Dirigía además
una academia para jóvenes carteristas y un despacho de abogados
que, entre una maniobra ilegal y otra, aún encontraban tiempo para
compilar una suerte de manual destinado a perfeccionar la tarea de ladrones
de cajas fuertes, chantajistas y fulleros. Entrenado y apoyado por Frederica,
Worth concretó la fuga espectacular del asaltante de bancos Piano
Charles Bullard y se fue a París, donde en 1871, pasada la Comuna,
abrió uno de los primeros nightclubs modernos, el American Bar
de la calle Scribe. La planta baja y el primer piso ofrecían inocente
esparcimiento a los yanquis residentes en la capital francesa. El segundo
era un casino ostentoso desde el cual Worth coordinaba una red internacional
de falsificadores y monederos falsos.
El Moriarty real despreciaba la llamada decencia burguesa, pero lo obsedía
un claro afán de respetabilidad. Tal vez ese anhelo subyaciera
en su hazaña más notable: el robo en 1876 del
retrato de la duquesa de Devonshire, pintado por Gainsborough, y su posterior
remate a precio record en
Christies. La duquesa Georgiana, con sus bucles empolvados y su
casquete guarnecido de plumas, fascinaba a su apropiador, que cruzó
el Atlántico con el retrato en el doble fondo de un baúl
y lo ocultaba en la glorieta de la residencia inglesa que alquiló
antes del remate o debajo de la cama convenientemente asegurado. La duquesa,
aun en efigie, debería halagar su vanidad de genio del delito.
El latrocinio también selló el inicio de su declive: Worth
fue arrestado en Bélgica en 1892 por asalto a un furgón
postal y el retrato, vendido al millonario estadounidense John Pierpont
Morgan, paradigma de todo lo que Worth decía combatir.
En sus años crepusculares Worth fue protegido nada menos que por
Allan Pinkerton, el famoso detective que tanto lo había acosado
antes y que elogiaba ahora abiertamente, sin negar que era un maleante,
su buen gusto y distinción. Worth falleció en 1902 en la
localidad inglesa de Camdem Town y los periódicos de la época
estimaron que esa muerte entrañaba el cierre de una novela
moderna singular. Moriarty desapareció de la escritura de
Arthur Conan Doyle: pese a su indudable oficio literario, mal podía
reflejar la compleja personalidad de este antihéroe victoriano,
cuyos deseos y manejos estaban, sin embargo, marcados por los valores
de su tiempo. Frente al Moriarty real, el de ficción es apenas
una sombra.
REP
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