Por Pablo Plotkin
Desde
Montevideo
En los camarines del Palacio
Peñarol en el límite de los barrios Cordón
y Reducto, Zhang Gong Li se pasea con su discman último modelo
cargado con un compilado de música electrónica negra. Zhang
Gong Li tiene 19 años y es, según el presidente de la troupe,
uno de los mejores acróbatas del mundo. Zhang le muestra su abdomen
cuadriculado a todo aquel que se lo pida, sonríe cuando le hablan
de las medallas de oro que ganó en París y se encoge de
hombros (ensaya un gesto de qué le voy a hacer) cada vez que se
le menciona su reputación de Casanova. Zhang, que lleva puesta
una pulserita azul con el nombre de Maradona bordado en amarillo (la compró
en Buenos Aires la semana pasada, cuando viajó por un día
para grabar en Sábado Bus), se asoma a la superficie
del gimnasio de Peñarol y contempla a los cien uruguayos que esperan
la presentación de los acróbatas. No audience,
se lamenta, fumando un cigarro minutos antes de salir a escena y arriesgar
el pescuezo desde la cima de una frágil torre de sillas, como buena
parte de las noches de su adolescencia.
El espectáculo actual de la Shen Yang Acrobatic Troupe of China
(que en Latinoamérica se presenta como el Circo de Pekín
y debutará en Buenos Aires este miércoles en el Luna Park
y se extenderá, por los menos, hasta el próximo domingo)
empieza con la danza de una pareja de equilibristas que apenas abandonaron
la pubertad. Se hamacan en un trapecio que pende de una bola de espejos,
hacen piruetas asombrosas en sincronía con una música épica
oriental y se entrelazan dócilmente en las alturas en una especie
de escena de involuntario erotismo zen. Después de ese momento
casi onírico, entran unas chicas que bailan su versión Shanghai
de Fiebre de sábado por la noche, al tiempo que juegan con unas
cazuelas con agua que inexplicablemente no se desbordan.
La función tiene atmósfera de kermese pueblerina. El Palacio
Peñarol es un lugar gélido y las pocas familias que ocupan
las butacas compran golosinas y festejan sobriamente cada proeza. Entre
el público se encuentra An Ning, el presidente de la compañía.
An Ning es un gordo de sonrisa afable, corbata cara y modales de mafioso.
Es un agente del gobierno chino puesto al frente de la troupe, que se
encarga del discurso oficial del circo y de regular la conducta de los
performers. Es cordial y amistoso, pero parece ser lo suficientemente
severo como para no desear estar en los zapatos de uno de esos chicos,
al menos en el momento en que se equivocan sobre el escenario.
La gira que trajo al Circo de Pekín a Sudamérica dura alrededor
de un año y medio. La rutina de los acróbatas es bastante
dura, pero los chicos no se quejan nunca. Se levantan temprano, desayunan,
ensayan, almuerzan, duermen la siesta, responden a la prensa (incluyendo
alguna función privada y gratuita para algún programa de
televisión) y de noche hacen el show. Son disciplinados, pero no
reprimen sus impulsos hormonales, cometen algún que otro pequeño
desmán (el personal del hotel en Montevideo se quejó de
alguna exhibición nudista por los pasillos y del incendio intencional
de una silla) y fuman tabaco, lo que resulta extraño en atletas
con semejante rutina aeróbica. El promedio de edad de los 48 artistas
ronda los 20 años y casi todos ellos empezaron en el circo a los
seis. Alejados de los padres y la escuela, aprovechan los ratos libres
para practicar caligrafía, leer, jugar al ajedrez chino. El cocinero
de la delegación prepara ollas industriales de arroz con papa,
cebolla y carne o cualquier otra receta de la gastronomía
china y los performers devoran los platos acompañándolos
con agua caliente y juegos de mesa. A mis padres les gusta que haga
esto. Y me acostumbré a esta vida de viajes. Sólo a veces
los extraño, cuenta traductor mediante Yu Gong
Sen, un chico de 15.
La hora del show no parece alterarles los nervios. En camarines austeros,
los artistas se maquillan y se visten para la función. Los pibes
juegan a las trompadas; las chicas se cuentan secretos y nadie huele el
exceso de adrenalina que supondría la proximidad de un espectáculo
en el que casi todos los involucrados van a poner en juego sus huesos.
Más allá de la exhibición olímpica, el show
del Circo de Pekín se sostiene en un concepto estético y
filosófico que combina sabiduría shaolín, la superposición
humana sobre las fuerzas naturales, el humor, el arte de las máscaras
chinas y la explotación musical como recurso de primera mano a
la hora de generar golpes de efecto. Europop, música new age, Broadway
y melodías orientales: al igual que la iluminación, el sonido
propicia el clima por el que se mueven los acróbatas y renueva
tecnológicamente el relato de una tradición con más
de dos milenios de antigüedad. Frente a todo eso, no queda tiempo
para preguntar qué fue de la vida del hombre bala, la mujer barbuda
y el domador de leones.
En la tradición
shaolín
Los primeros movimientos circenses de la China se dieron hace
más de dos mil años, durante el período de
los estados guerreros, en las dinastías de Qin y Han. Entonces
nacieron las primeras troupes, que generaron espectáculos
de magia y acrobacia bajo el nombre de Pai Hsi (o Los Cien Actos).
En un principio, los artistas eran la diversión favorita
de los cortesanos, pero enseguida se convirtieron en agentes de
entretenimiento popular, a la vez que se incorporaban cuentistas,
titiriteros y bailarines. A través de los siglos, los gobiernos
se encargaron de regular la actividad, pero en 1949 el panorama
volvió a atomizarse y se crearon varias compañías
independientes. El Circo de Pekín que, sí, responde
al gobierno chino es tal vez el propietario de la troupe más
talentosa, que recluta a los performers cuando tienen cinco años
y los entrena con rigor de monjes. El espectáculo que llega
a la Argentina tiene mucho que ver con la tradición shaolín
(uno de los actos representa la relación de los monjes con
la naturaleza). Tiene que ver con la técnica acrobática
y la vida, explica An Ning, el presidente. Y es una
combinación de la tecnología de Occidente y la técnica
y la tradición chinas. Creo que estamos haciendo algo importante
por el encuentro entre dos culturas diferentes.
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