Por
Luis Bruschtein
¿Cómo
fue su llegada a este país?
Llegué a la Argentina en 1959 contratado por el Buenos Aires
Herald, me casé con Maud en el 61 y me quedé aquí
trabajando. El Herald era increíble. No publicaba noticias sobre
Argentina a pesar de que se escribía y publicaba aquí. Sólo
había una columna, La voz de la Argentina, que era
una selección de editoriales de otros diarios. El editor no quería
problemas, se hablaba de la familia real británica y cosas así.
Yo llegué a los 26 años, nos habían contratado con
un amigo, Barry James, como redactores. Se trataba de un diario muy chiquito
y teníamos que hacer un poco de todo. A la segunda semana, un domingo
faltó el editor y tuve que sacar el diario. Era magnífico,
porque de repente estaba haciendo sociales, deportes, diagramación.
Pero aquí pasaban cosas interesantes. Así que decidimos
dar información local. Investigamos el caso Penjerek y descubrimos
que era todo inventado por un periodista de La Razón. Hablé
con el juez, que estaba loco por la presión de la prensa, y nos
lo reconoció. Escribimos eso. Para los chinos es una maldición
tener una vida interesante. Yo tuve una vida interesante. Cubrimos los
32 golpes militares contra Frondizi y todo lo que pasó en el país,
hasta que llegó el Proceso y las cosas se pudieron muy duras.
En ese momento ya era director del diario...
Llegué a director en 1968. Casi inmediatamente el diario
cambió de dueño. Pensé que perdía mi trabajo,
pero quisieron que me quedara. Eran los dueños de un diario en
Charleston, Carolina del Sur, donde vivo. No querían el Herald
para hacer plata, invertían las ganancias, que no eran muchas,
para mejorar el diario. Siempre tuvimos lectores muy leales y creo que
cuando cambiamos, aumentó la circulación, tenía una
tirada de más o menos veinte mil ejemplares. Yo llegué con
Barry James, que ahora está en el Herald Tribune en París,
y antes fue director de United Press. El Herald formó periodistas
que están en todas partes del mundo y han tenido mucho éxito.
¿Cuál es su actividad actual como periodista?
Estoy trabajando en el Daily News and Courier, de Charleston, soy
subdirector, hago editoriales internacionales, fui a cubrir la guerra
en El Salvador y en Nicaragua. Es el diario más viejo del sur.
Los dueños tienen una cadena de televisión y otros diarios.
El Herald es el único que tienen en el extranjero.
¿Cuando llegó la dictadura usted pensó que
iban a cerrar el diario?
No necesariamente, pero era un riesgo y antes también, durante
el gobierno de Isabel. En esa época entraron al diario con ametralladoras
y pistolas. Habíamos hecho un edificio nuevo cerca de la Aduana.
El primer piso estaba abierto, en construcción. Cuando llegaron,
todo el mundo siguió trabajando. Teníamos un crítico
de música que se llamaba Fred Murray que había escapado
de la Alemania nazi. Siguió escribiendo con los tipos armados dando
vueltas. Lo increparon: ¡Qué hace usted! y con
su acento alemán les contestó: Escribo de música.
No podían controlar absolutamente nada. El que comandaba el operativo,
vestido como detective de Scotland Yard, estaba sorprendido: Nos
dijeron que acá había un nido de terroristas, decía.
Buscaban a nuestro redactor Andrew Graham Yooll y les dije que no había
ningún problema, que lo iba a llamar. No haga eso -me dijo,
lo pondrá sobre aviso. Llamé a Andrew y vino con su
esposa. Yo insistí en acompañarlo, nos metieron en esos
famosos Falcon verdes sin patentes y nos llevaron a Coordinación
Federal, que después se llamó Superintendencia de Seguridad
Federal. Yo estaba esperando mientras interrogaban a Andrew y escuché
los gritos que venían de abajo, que obviamente eran de gente bajo
tortura, con la radio a todo volumen. Era 1975, con López Rega.
Fueron muchos episodios de ese tipo.
¿Ustedes cambiaron el estilo de trabajo a partir de eso?
No. Lo más gracioso fue un famoso columnista de humor que
firmaba con sus iniciales, B.T. Escribió una columna al día
siguiente diciendo ¿Por qué la próxima vez
no mandan los tanques?. Tuvimos que hacer eso durante el Proceso,
usar un tipo de humor, quizás macabro, pero humor al fin.
¿El día del golpe también tuvieron visitas
como ésa?
No, porque yo creo que antes del golpe, el diario era bien visto
por los militares. En la primera página publicábamos las
víctimas de la violencia de cada día. Escribimos no sé
cuántos artículos sobre la Triple A, los famosos Falcon
sin patentes. Una vez publicamos un chiste que decía Pasé
por la Casa de Gobierno y solamente vi seis Falcon verde sin patentes,
están progresando porque anteayer había diez. El día
del golpe nos llamaron para decirnos que estaba prohibido publicar sobre
asaltos, acciones guerrilleras o cuerpos hallados en la calle. Descubrimos
que la violencia seguía igual y peor. Y la gente empezó
a llegar al diario para denunciar cosas. Teníamos también
nuestras fuentes y las agencias extranjeras. Cuando fue la matanza de
los sacerdotes palotinos, en el exterior se publicó correctamente
que había sido un grupo de la extrema derecha, pero acá
todos los diarios decían que había sido el terrorismo, los
Montoneros. Cuando la gente llegaba a la redacción para hacer una
denuncia, yo les pedía que presentaran un hábeas corpus.
Los militares prohibían que se publicaran noticias sobre secuestros
o cadáveres, sin confirmación oficial. Nosotros tomábamos
los hábeas corpus como la confirmación.
¿Usted, como director, estaba siempre en la redacción?
Trabajaba también para el Washington Post, el New York Times
y la BBC de Londres. O sea que además era cronista. Mucha gente
llegaba al diario, hasta quince personas por día. Un día
llegó un anuncio fúnebre, pedido por una pareja de ancianos
ingleses. Eran amigos de los padres de Andrew. Ellos le dijeron que no
sabían qué poner porque no entendían qué había
pasado. Fuimos a verlos a General Pacheco. Nos contaron que su yerno era
jefe de laboratorio en Squibb, en Zárate, un hombre de 35, 36 años.
Estudiaba en la universidad por la noche, su casa siempre estaba llena
de estudiantes y los militares pensaron que estaba en Montoneros. Llegaron
a la noche, preguntaron algunas cosas y el yerno se fue con ellos. Un
día después unas monjas lo encontraron medio muerto no muy
lejos de Zárate y lo llevaron a una clínica donde murió
a raíz de las torturas. Al funeral, en Zárate, fueron muchas
personas. Pasó un automóvil desde donde arrojaron volantes
que decían que los Montoneros lo habían matado por traidor.
¿El Herald publicó lo que había pasado?
Los familiares no quisieron que lo publicáramos porque tenían
miedo por otra hija. Hice dos notas para el Post poco después del
golpe. En una decía que no era verdad que había libertad
de expresión en la Argentina porque los diarios habían llegado
a un acuerdo con los militares para no publicar determinada información.
Algunos medios hablaban de una revolución aterciopelada
y yo decía que no era así. La otra nota fue sobre el caso
de Zárate, sin usar nombres. Walter Klein colaboraba en el Herald
desde el tiempo de Illia. Me llamó para decirme cómo había
escrito esas notas en el Washington Post con mi nombre, que era peligroso.
Hubo muchas cosas como ésas, pero decidimos seguir esa línea
de trabajo dentro de nuestras posibilidades.
¿Ustedes tenían reuniones en la redacción para
discutir estas cuestiones?
Sí, pero desafortunadamente Andrew tuvo que salir del país.
Yo ni pensaba que su vida ni la mía estuvieran en peligro. Maud
se dio cuenta tres meses después del golpe, con la masacre de los
palotinos. Fui a la iglesia, vi el desastre que habían hecho. El
Día de la Independencia de Estados Unidos fui a la embajada norteamericana
y estaba Videla, me acerqué y le dije que tenía que parar
eso, pensando que era un hombre religioso. Me sonrió nada más.
Después fuimos a la misa por los palotinos. Maud se quedó
fuera y un policía de uniforme se acercó a ella, que lepreguntó
qué había pasado. Y, señora, fueron ellos,
le dijo el policía. Estábamos acá y nos hicieron
ir y cuando pasa eso, es porque vienen ellos. La gente lloraba en
la iglesia y pensaban que habían sido los Montoneros. Era muy difícil
escribir la nota. Un lector enojadísimo escribió diciendo
que dábamos la impresión de que habían sido las fuerzas
de seguridad, que son las que cuidan de nosotros. Poco después
que se fue Andrew, supimos por contactos, que habían sindicado
a su esposa como guerrillera, lo cual no tenía sentido, era una
ridiculez. Me reunía a veces con Timerman. Un día me di
cuenta de que estaba preocupado, a su estilo me dijo: ¿Bob,
donde te parece que van a tirar mi cuerpo?. Teníamos amenazas
y seguimientos. La SIDE nos mandaba cartas con membretes de Montoneros,
diciendo algo así como los Montoneros queremos agradecerle
su gran lucha por los derechos humanos y nos acordaremos de usted cuando
triunfemos. Hubo tantas, tantas amenazas que al final uno se acostumbraba.
Cuando se llevaron a Timerman hicimos una gran campaña en su favor.
Estuvo desaparecido bastantes días, pero por la fuerte campaña
que hubo afuera y en la que nosotros participamos aquí, fue legalizado.
Faltaba poco para que se lo llevaran a usted...
Cuando vinieron, yo preparaba un número sobre el cumpleaños
de la reina de Holanda. Los hice esperar mientras terminaba, llamé
a Maud, para avisarle. Me asomé por la ventana y vi un Falcon y
un Peugeot con techo corredizo, con el chofer que parecía un bandido
mexicano con bandoleras cruzadas. Entraron a Coordinación Federal
por un subsuelo y apenas llegué vi una gran cruz svástica
en la pared. Me pusieron en una celda, sin ropa, una especie de tubo.
Fue una experiencia muy fuerte. Yo no sabía, pero cuando me detuvieron
hubo una fuerte presión internacional. Yo tenía mis contactos.
Tex Harris, que era un tipo fantástico, un diplomático de
los Estados Unidos que había sido enviado por Jimmy Carter y Patricia
Derian, se movió muchísimo.
¿Cuál fue el detonante de su detención, o fue
la suma de lo que venían publicando en el Herald?
Creo que fue por la suma de todo, ellos estaban buscando el momento.
La excusa fue que publicamos una conferencia de prensa de Firmenich en
Roma. Me procesaron por una ley que prohibía mencionar a las organizaciones
ilegales. Al mismo tiempo Videla no estaba en el país. No se puede
decir que había un sector moderado, pero sí había
muchas pugnas entre Massera, Videla, Menéndez y entre los que me
llevaron había marinos. Estuve en celdas distintas y pasé
el tiempo leyendo las inscripciones en las paredes. Todavía me
conmueve recordarlas, fue muy impresionante.
¿Qué decían?
Con excepción de una que era del ERP, las demás eran
religiosas: Dios mío sácame de aquí...
y así.
¿Lo interrogaron sobre lo que lo acusaban?
Me hacían preguntas ridículas, querían saber
cuál era la línea del diario y yo les decía que era
liberal, pero liberal europeo, de centro. Después me
llevaron al Sheraton, que era donde estaban los presos vips. Allí
estuve poco. Fue muy útil, como entrar a la bestia, también
escuchaba gritos de la gente que torturaban. Estuve tres días.
Me sacaron bajo proceso, mi suegro tuvo que poner sus bonos Nueve de Julio
como fianza y salí. Pero la presión seguía.
¿Pudo volver al diario?
Sí y escribí sobre la detención. Lo único
que no puse fue lo de la svástica. Pero estaba furioso, pedí
una entrevista con el capitán Carpintero que era el secretario
de prensa. Le dije que el presidente Videla tenía que ir con un
tarro de pintura para borrar él mismo la svástica.
¿La presión por parte de los militares continuó?
Yo siempre pensaba que con los Montoneros íbamos a sufrir
mucho, pero después pensé que con los militares era peor.
Nos habían avisado que tuviéramos cuidado cuando íbamos
a nuestra quinta. En efecto tuvimos unaccidente en el camino, nos habían
aflojado una rueda. Suerte que íbamos despacio porque la ruta estaba
atestada. La rueda se salió sola, la vimos pasar por la ventanilla.
Y yo tomaba todas las precauciones que podía. Otra vez le hicieron
un simulacro de secuestro a Maud. Se le cruzaron dos autos con hombres
dando gritos y armados al salir de la casa. Maud se les acercó
y les habló como si nada y siguió caminando. Pasó
una pareja junto a ella y la mujer le preguntó al hombre: ¿Che,
decime, a quién querían chupar ahora?.
¿Y cuándo decidió salir del país?
Un día me avisaron que habían puesto una bomba a Walter
Klein. Fuimos a la casa de Klein; la familia había sobrevivido.
Nos quedamos unas horas en el hospital. Después hablé por
teléfono a casa y mi hijo David me advirtió que no fuera
porque me habían ido a buscar. Fui a la residencia del embajador
británico y decidí aceptar una invitación para ir
a Washington a hablar sobre la violencia en el Woodrow Wilson Center.
Pasé esa noche en la residencia y al día siguiente me llevaron,
custodiado por diplomáticos, al aeropuerto. Mi mujer y los chicos
salieron de la casa gracias a un amigo que los sacó acostados en
el asiento de atrás del coche y se quedaron tres días en
la casa de una amiga. En Nueva York el embajador Aja Espil me dijo que
volviera porque necesitamos personas como usted porque estamos luchando
por la democracia. Cuando volví, mi esposa ya estaba muy
asustada. Un día llegó una carta para mi hijo de once años.
Peter la abrió y era una carta donde se hacían pasar por
Montoneros. Tenía información muy íntima, familiar,
aunque sólo mencionaba a nuestros amigos judíos de la embajada.
Fui otra vez con Harguindeguy y me dijo que sus hijos tenían centenares
de ellas.
¿Usted sabía que los militares eran responsables de
las cartas y las amenazas y a pesar de todo los iba a ver?
Yo tenía que hacer un poco de teatro con los militares, lo
que me importaba era tratar de salvar a la gente. Iba con listas de personas
y les decía que no ponía nada en el diario si esas personas
aparecían. Tuvimos mucha suerte porque algunas de esas personas
se salvaron. Como una mujer española que había sido secuestrada
con su esposo y sus hijos cuando estaba la misión de la OEA. Publicamos
el secuestro y legalizaron a la mujer y a los niños, aunque el
marido no apareció. También aparecieron otros chicos, como
los Grisona.
¿A usted no le preocupaba la posibilidad de que lo mataran?
Yo estaba ciego a pesar del contacto de todos los días con
mucha gente. Muchos de nosotros, incluyendo a Marshall Meyer y Emilio
Mignone, pensábamos que los desaparecidos estaban vivos. Había
rumores: que estaban cerca de Paraguay, en la Patagonia, en Campo de Mayo
y tratábamos de que salieran con vida. Fui a Washington otra vez
porque me ofrecieron una especie de beca en el Woodrow Wilson. Allí
me invitaron a un programa de televisión con Jacobo Timerman y
después nos habló por teléfono un pastor de la iglesia
bautista, que era un agente del batallón 601 al que habían
mandado para mejorar la imagen de los militares. Me dijo que sabía
qué estaba haciendo el batallón 601 y que la idea conmigo
era secuestrarme, matarme, matar algunos presos montoneros y arreglar
el escenario como si me estuvieran secuestrando y que todos habíamos
muerto cuando las fuerzas de seguridad habían tratado de impedirlo.
Trataba de volver pero era imposible. Máximo Gainza Paz nos contó
que Suárez Mason brindó porque me habían podido echar.
Una hora después de que nos fuimos, llamaron a mi suegro para decirle
que nunca nos volvería a ver.
¿Usted tiene una formación religiosa?
No más que otros.
Se lo preguntaba para entender qué convicción lo sostenía,
qué lo determinó a sobrellevar todo y arriesgarse tanto.
Tuve miedo al principio, pero después me di cuenta de que
finalmente me iban a matar. Y cuando llegué a esa conclusión
estuve más tranquilo. Cuando me llevaron preso, por supuesto tuve
miedo, pero estaba de algunamanera más dispuesto. Tuve mucha experiencia.
Todos sabían que podían venir a hablar en cualquier momento
conmigo y discutir sobre lo que se podía hacer. Descubrí,
por ejemplo, que si podía encontrar alguna relación con
un país extranjero, eso podía funcionar a favor de las víctimas.
Pero uno no puede poner en riesgo la vida de una persona sin su consentimiento
y muchas veces, los familiares no estaban convencidos de que se publicara
la suerte de sus hijos porque tenían esperanzas de que estuvieran
con vida y temían que de esa manera los ponían más
en peligro. Yo siempre les decía que la experiencia demostraba
lo contrario.
¿Usted se sentía comprometido con esas personas que
lo iban a ver?
Lo que yo trataba de hacer era salvar vidas. Fui a funerales, traté
de saber realmente lo que pasaba y, cuando lo supe, me horrorizó.
¿Por
que robert Cox?
Por L.B.
Uno
que estuvo el primer día
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Su esposa
Maud dice que Robert Cox tiene dos cualidades: Que no le interesa
la gran vida, o sea la fama y el bronce; y que tiene una gran
curiosidad periodística. Cuando se enteró que había
familiares de desaparecidos en Plaza de Mayo, se puso ropa sport
y se fue a la Plaza y fue uno de los pocos periodistas que vio el
nacimiento de las Madres de Plaza de Mayo. Otra vez, apenas se había
instalado la dictadura, le dijeron que el crematorio de la Chacarita
funcionaba inusualmente durante toda la noche. Esa noche se instaló
frente al cementerio para confirmar una información espantosa
que apuntaba al destino de muchos prisioneros.
Cox podría ser el personaje de una novela de Graham Greene,
es un hombre sencillo, discreto, sin gestos ampulosos, que no promete
más de lo que puede. Pero cuando muchos próceres inflamados
de valentía se hicieron los burros durante la dictadura,
Cox fue uno de los pocos a quienes se podía recurrir aunque
no se pensara como él. De hecho, cuando los demás
medios silenciaban la realidad, las notas publicadas en el Herald,
mientras fue su director, salvaron vidas y permitieron la recuperación
de niños que habían desaparecido.
Es cierto que Cox era un blanco difícil para la dictadura
por su nacionalidad británica y sus relaciones periodísticas
y diplomáticas, lo cual no le evitó ser detenido y
humillado, así como las amenazas a él y a su familia
en forma permanente. Pero también es cierto que aprovechó
esa circunstancia para cumplir su misión profesional, que
en un momento pasó a ser más humanitaria que periodística.
Cuando se le pregunta por qué se arriesgó tanto no
tiene una respuesta contundente. Más bien pone cara de que
era lo más natural, lo que correspondía, que no veía
otra opción, o de no me hagan hacer discursos.
En el fondo, esa idea de que su actitud era lo más natural
porque era periodista, encierra una concepción ética
que suele escasear en la profesión, pero que la puede hacer
tan noble.
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