Salvo en los días
finales de una dictadura que está a punto de despedirse, en la
Argentina siempre está de moda hablar pestes de los políticos,
criticándolos por su mediocridad, sus escasas lecturas, su hipocresía,
su ordinariez y, en estos tiempos tan mediáticos, por su fealdad
o por haber recurrido a la cirugía plástica. Para vengarse
de los agravios así supuestos, los blancos de los misiles disparados
por la gente han podido dedicarse a amontonar dinero, poder
y privilegios, los atributos tradicionales de quienes aspiran a conquistar
el respeto de los demás, pero parecería que la ciudadanía
ha decidido prohibirlo. En un esfuerzo por salir de la línea de
fuego, los políticos más astutos se han puesto a redactar
nuevas leyes que, plebiscitos mediante, servirían para reducir
al mínimo la cantidad de legisladores en el país y, como
si esto ya no fuera más que suficiente, también para dejarlos
sin las decenas de miles de asesores que los rodean. Tal como
están las cosas, pronto vendrá el día en que todos
los políticos tengan que trabajar ad honorem y, con miras a poner
fin a la corrupción, les será exigido prometer solemnemente
conformarse con una jubilación mínima después.
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