Por Fernando DAddario
¿Qué hace
un político después de hacer el amor con una mujer?,
preguntaba Juan Verdaguer, abriendo un interrogante permeable a las especulaciones
más absurdas. Paga, era el remate, lapidario. Verdaguer
solía decir que su humor era traicionero, en tanto desnudaba al
protagonista en su ingenuidad, ridiculizando las premisas que sugería
la lógica del chiste. En su caso, la lógica no traicionó:
El señor del humor murió a los 85 años,
tranquilo, en su casa, víctima de un paro cardiorrespiratorio no
traumático, envuelto en el clima de sobriedad que marcó
a su figura pública.
Extraño caso el de Verdaguer: el más serio de los cómicos,
el hombre que causaba gracia con la inmutabilidad de su rostro anguloso,
conmovido apenas por un rictus tanguero, se crió en los excesos
de la vida circense. Inició su trayectoria a los 12 años
en el circo familiar, donde su mascota no fue un perro sino un elefante.
Pero una circunstancia fortuita alteró su previsible destino de
malabarista. Su número consistía en hacer equilibrio mientras
tocaba el violín en la punta de una escalera de cinco metros. Un
día se le cortó una cuerda, después se le cortó
otra, y para disimular el horrible vacío de esa desgracia, empezó
a contar un chiste, luego otro y otro, hasta que el público olvidó
a carcajadas su accidente inicial. Con los años, y a partir de
los progresivos cambios de status artístico (del circo pasó
a los casinos, de los casinos al vodevil, del vodevil al cine, del cine
a la televisión) fue puliendo su hallazgo, hasta modelar el personaje
que se escapó de todos los clisés humorísticos.
Cigarro, smoking, estampa de hombre fino que no desconoció el arrabal,
Verdaguer se ganó un lugar entre grandes como Pepe Arias (a quien
admiraba) y Pepe Biondi (que también se crió en un circo,
pero ajeno), de quienes lo separaban los decibeles de comicidad y, fundamentalmente,
un tono levemente maldito y corrosivo. Verdaguer no necesitaba excesos
ni gritos, ni siquiera en el teatro de revistas, ámbito que transitó
durante años. La paulatina vulgarización del humor en la
Argentina lo confinó a un rincón selecto, de elite, cambio
de escenario que, más que definir su estilo, traducía el
declinamiento cultural del país. Quienes lo conocían aseguraban
que Verdaguer daba vueltas siempre alrededor de los mismos temas: la suegra,
la esposa, el amor. Pero tenía una agudeza y una cintura humorística
que le permitían reciclar eternamente sus cuentos y monólogos.
El decía, con razón, que no hay chistes viejos sino
oyentes nuevos, y también reconocía que esos oyentes
nuevos estaban atrapados en una era regida por la pornografía
humorística. Tenía la esperanza, sin embargo, de que
el público se va a cansar de tanta grosería.
Ajeno por naturaleza al ritmo de la TV, supo aportarle humor en grageas,
destellos de su gracia. Sus reparos tenían que ver con que, en
su momento, el surgimiento de la TV le quitó trabajo: Fue
la hecatombe más grande que me podía pasar en la vida. Nos
mató a todos. Se acabó el vodevil, recordaba, aun
cuando la pantalla chica extendió su popularidad mucho más
allá de las posibilidades que prefiguraba su target. También
intervino en ocho films: el primero fue Locuras, tiros y mambo, comedia
musical de 1951 con los Cinco Grandes del Buen Humor. Seis
años después trabajó en Rosaura a las diez, sobre
la novela de Marco Denevi. Luego llegaron las comedias La herencia, en
la que actuó con Nathán Pinzón y un Alberto Olmedo
aún desconocido, y Cleopatra era Cándida (con Niní
Marshall), donde se afirmó en su perfil humorístico. Llegó
un momento en que sus colegas y los periodistas hacían tanto hincapié
en la seriedad de su humor, que se propuso hacer La muerte
de un viajante, de Arthur Miller. Pronto, un amigo lo convenció
del error: En tu estilo de humor no tenés competencia, pero
en la Argentina hay muchos actores que pueden hacer el protagonista de
Miller mejor que vos. Entendió, y volvió a lo suyo.
Tuvo tres mujeres oficiales. Enviudó muy joven de la primera y
se separó de la segunda. Detestaba la adulación de su público
y se fastidiaba cuando tenía que firmar autógrafos o escuchar
en la calle frases como yo lo vi austed en el año 65, en
el teatro tal y tal..., actitudes que abonaban un cinismo creciente,
y enriquecedor de su humor. Esa acidez lo llevaba a decir: Cuando
cuento un chiste y la gente no se ríe, el que fracasa es el público.
Yo lo voy a seguir contando porque tengo la autoridad necesaria, la que
me dieron los años, para quedarme en el escenario y mirar a la
platea como diciendo: ustedes no entienden nada.
El espíritu itinerante que lo había acompañado en
su juventud, cuando recorrió el mundo con sus números humorístico-circenses,
se corporizó nuevamente en los últimos tiempos, más
por necesidad que por aventura. Con Carlos Garaycochea y Mario Clavell
protagonizaba Masters del humor, obra teatral que obtuvo un premio ACE
y le permitió recorrer el interior del país. Pero su salud
se había deteriorado, y debió suspender varias funciones.
Su última actuación fue en la ciudad bonaerense de San Nicolás.
Después lo operaron, y ya casi no quiso salir de su casa. Pidió
que no lo visitaran, y le dijo a su representante que tenía ganas
de volver a hacer su viejo número de equilibrista, con el violín
y la escalera. Murió el lunes, y sus restos serán inhumados
hoy a las 14.30 en el cementerio de la Chacarita. Sus chistes sutiles
recorren viejas grabaciones televisivas, y desde hace un tiempo las estaciones
de subte, a través de la red SubTV, todo un desafío
para la urgencia de los pasajeros.
�Only
white people�
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Dos cuentos con el sello de Verdaguer:
El siguiente transcurre
en Sudáfrica: Antes de Mandela había un bar que tenía
un cartel que decía: Only white people (Sólo
gente blanca), en el que un día entra u negro y pide
un trago. El mozo va alarmado ante el dueño y le dice que
había entrado un negro, y que pedía un vaso de whisky.
Bueno, cobrale 20 dólares y dáselo, le
responde. Al rato, vuelve el mozo y reitera cada vez más
alarmado que el negro pidió otro whisky. El dueño
le dice: Está bien, pero cobrale 20 dólares.
Cuando el mozo va por tercera vez al mostrador y el trago ya cuesta
cuarenta dólares, el propietario le dice: Lleváselo
pero de paso cambiá el cartel y poné que sólo
se atienden negros.
Una chica muy mona entra
a un bar, un señor se le acerca y le dice: Señorita,
¿me permite invitarla con una copa de champán? Ella
le contesta: Señor, no pierda su tiempo, ¿no
se da cuenta de que soy lesbiana? Y el tipo le contesta: ¡No
me diga! ¿Y cómo están las cosas en Beirut?
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