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El más serio de los humoristas

Murió a los 85 años, víctima
de un paro cardiorrespiratorio.
Juan Verdaguer encarnó a un tipo de cómico por demás particular, que detestaba el �humor pornográfico� e impuso un estilo con su cigarro y su saco smoking.

Juan Verdaguer tuvo una trayectoria artística de 70 años.

Por Fernando D’Addario

“¿Qué hace un político después de hacer el amor con una mujer?”, preguntaba Juan Verdaguer, abriendo un interrogante permeable a las especulaciones más absurdas. “Paga”, era el remate, lapidario. Verdaguer solía decir que su humor era traicionero, en tanto desnudaba al protagonista en su ingenuidad, ridiculizando las premisas que sugería la lógica del chiste. En su caso, la lógica no traicionó: “El señor del humor” murió a los 85 años, tranquilo, en su casa, víctima de un paro cardiorrespiratorio no traumático, envuelto en el clima de sobriedad que marcó a su figura pública.
Extraño caso el de Verdaguer: el más serio de los cómicos, el hombre que causaba gracia con la inmutabilidad de su rostro anguloso, conmovido apenas por un rictus tanguero, se crió en los excesos de la vida circense. Inició su trayectoria a los 12 años en el circo familiar, donde su mascota no fue un perro sino un elefante. Pero una circunstancia fortuita alteró su previsible destino de malabarista. Su número consistía en hacer equilibrio mientras tocaba el violín en la punta de una escalera de cinco metros. Un día se le cortó una cuerda, después se le cortó otra, y para disimular el horrible vacío de esa desgracia, empezó a contar un chiste, luego otro y otro, hasta que el público olvidó a carcajadas su accidente inicial. Con los años, y a partir de los progresivos cambios de status artístico (del circo pasó a los casinos, de los casinos al vodevil, del vodevil al cine, del cine a la televisión) fue puliendo su hallazgo, hasta modelar el personaje que se escapó de todos los clisés humorísticos.
Cigarro, smoking, estampa de hombre fino que no desconoció el arrabal, Verdaguer se ganó un lugar entre grandes como Pepe Arias (a quien admiraba) y Pepe Biondi (que también se crió en un circo, pero ajeno), de quienes lo separaban los decibeles de comicidad y, fundamentalmente, un tono levemente maldito y corrosivo. Verdaguer no necesitaba excesos ni gritos, ni siquiera en el teatro de revistas, ámbito que transitó durante años. La paulatina vulgarización del humor en la Argentina lo confinó a un rincón selecto, de elite, cambio de escenario que, más que definir su estilo, traducía el declinamiento cultural del país. Quienes lo conocían aseguraban que Verdaguer daba vueltas siempre alrededor de los mismos temas: la suegra, la esposa, el amor. Pero tenía una agudeza y una cintura humorística que le permitían reciclar eternamente sus cuentos y monólogos. El decía, con razón, que “no hay chistes viejos sino oyentes nuevos”, y también reconocía que esos oyentes nuevos estaban atrapados en una era regida por la “pornografía humorística”. Tenía la esperanza, sin embargo, de que “el público se va a cansar de tanta grosería”.
Ajeno por naturaleza al ritmo de la TV, supo aportarle humor en grageas, destellos de su gracia. Sus reparos tenían que ver con que, en su momento, el surgimiento de la TV le quitó trabajo: “Fue la hecatombe más grande que me podía pasar en la vida. Nos mató a todos. Se acabó el vodevil”, recordaba, aun cuando la pantalla chica extendió su popularidad mucho más allá de las posibilidades que prefiguraba su target. También intervino en ocho films: el primero fue Locuras, tiros y mambo, comedia musical de 1951 con los “Cinco Grandes del Buen Humor”. Seis años después trabajó en Rosaura a las diez, sobre la novela de Marco Denevi. Luego llegaron las comedias La herencia, en la que actuó con Nathán Pinzón y un Alberto Olmedo aún desconocido, y Cleopatra era Cándida (con Niní Marshall), donde se afirmó en su perfil humorístico. Llegó un momento en que sus colegas y los periodistas hacían tanto hincapié en la “seriedad” de su humor, que se propuso hacer La muerte de un viajante, de Arthur Miller. Pronto, un amigo lo convenció del error: “En tu estilo de humor no tenés competencia, pero en la Argentina hay muchos actores que pueden hacer el protagonista de Miller mejor que vos”. Entendió, y volvió a lo suyo.
Tuvo tres mujeres oficiales. Enviudó muy joven de la primera y se separó de la segunda. Detestaba la adulación de su público y se fastidiaba cuando tenía que firmar autógrafos o escuchar en la calle frases como “yo lo vi austed en el año 65, en el teatro tal y tal...”, actitudes que abonaban un cinismo creciente, y enriquecedor de su humor. Esa acidez lo llevaba a decir: “Cuando cuento un chiste y la gente no se ríe, el que fracasa es el público. Yo lo voy a seguir contando porque tengo la autoridad necesaria, la que me dieron los años, para quedarme en el escenario y mirar a la platea como diciendo: ‘ustedes no entienden nada’”.
El espíritu itinerante que lo había acompañado en su juventud, cuando recorrió el mundo con sus números humorístico-circenses, se corporizó nuevamente en los últimos tiempos, más por necesidad que por aventura. Con Carlos Garaycochea y Mario Clavell protagonizaba Masters del humor, obra teatral que obtuvo un premio ACE y le permitió recorrer el interior del país. Pero su salud se había deteriorado, y debió suspender varias funciones. Su última actuación fue en la ciudad bonaerense de San Nicolás. Después lo operaron, y ya casi no quiso salir de su casa. Pidió que no lo visitaran, y le dijo a su representante que tenía ganas de volver a hacer su viejo número de equilibrista, con el violín y la escalera. Murió el lunes, y sus restos serán inhumados hoy a las 14.30 en el cementerio de la Chacarita. Sus chistes sutiles recorren viejas grabaciones televisivas, y desde hace un tiempo las estaciones de subte, a través de la red “SubTV”, todo un desafío para la urgencia de los pasajeros.

 

�Only white people�

Dos cuentos con el sello de Verdaguer:

El siguiente transcurre en Sudáfrica: Antes de Mandela había un bar que tenía un cartel que decía: “Only white people” (“Sólo gente blanca”), en el que un día entra u negro y pide un trago. El mozo va alarmado ante el dueño y le dice que había entrado un negro, y que pedía un vaso de whisky. “Bueno, cobrale 20 dólares y dáselo”, le responde. Al rato, vuelve el mozo y reitera cada vez más alarmado que el negro pidió otro whisky. El dueño le dice: “Está bien, pero cobrale 20 dólares”. Cuando el mozo va por tercera vez al mostrador y el trago ya cuesta cuarenta dólares, el propietario le dice: “Lleváselo pero de paso cambiá el cartel y poné que sólo se atienden negros”.
Una chica muy mona entra a un bar, un señor se le acerca y le dice: Señorita, ¿me permite invitarla con una copa de champán? Ella le contesta: “Señor, no pierda su tiempo, ¿no se da cuenta de que soy lesbiana?” Y el tipo le contesta: “¡No me diga! ¿Y cómo están las cosas en Beirut?”

 

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