Por Julián
Gorodischer
Vick, la kinesióloga
de 29 años, ganó su Robinson y se desquitó con una
frase que tenía atragantada. Yo no soy una rubia tarada,
dijo, después del calvario de unos días junto a la alianza
de malvados. Su triunfo fue una moraleja para la fábula
sobre el bien y el mal enfrentados por los cien mil. La cenicienta del
cuento de hadas se sobrepuso a sus tres hermanastras cuando, en medio
del bosque-selva, encontró a su hada-Julián Weich y pasó
directo al Consejo final. No fue, por cierto, el mejor juego que se pudo
haber elegido para un momento decisivo: depositaron a los
cuatro finalistas en extremos distintos de una isla, a la caza del conductor.
¿Había un recorrido más fácil que otros? ¿No
escuchó Vick a Julián cuando éste susurró
a la cámara: Acaba de pasarme por al lado?
La tentación de una recompensa para buenos podría, por qué
no, motivar una ayudita. Al menos, la competencia quedó (a diferencia
de todas los anteriores, donde sus condiciones de producción estaban
a la vista) bajo sospecha. Para el espectador fue, apenas,
una cuestión de confianza o, tal vez, de fe. Como corresponde a
un último capítulo, el minuto emotivo ocurrió cuando,
durante la búsqueda, Vick cayó en una de sus recurrentes
crisis de llanto. Todos tenían una brújula para guiarse,
pero la chica sintió que la suya fallaba. Fue el pie para su escena
de desgarro: No es justo, maldita sea, por qué me pasa esto
a mí, repitió a la cámara, su única
compañía, y bajó los brazos. Ya está
protestó ya está.
Un hábil editor mechó, entonces, escenas de la destreza
de los otros: seguros en la maleza, decididos a hacer un daño.
Porque los del norte, claro, nunca compitieron según el hilo
conductor de la trama para llevarse su estatuilla, sino como parte
de un atentado a la heroína, ubicada en el centro de esta historia.
El punto de vista fue, en todo momento, el de la rubia de ojos claros.
En la selva, ella estuvo convencida, de pronto, de que había perdido
su chance antes de tiempo y abrió el paso a la lección de
vida (nunca bajes los brazos). Su triunfo ya estaba en marcha,
previsible, y aquel factor sorpresa que hizo del final de Expedición
1 un momento memorable (la renuncia de Picky, el tapado Sebastián
que ganó la partida) quedaba definitivamente desterrado.
Como en los cuentos infantiles (ésa fue la estructura del ciclo
a partir de las últimas dos semanas), hubo una alta previsibilidad
en este final de Expedición 2. Se sabe: los villanos
se merecen un castigo. En la noche a solas que pasaron antes del último
juego, sólo Vick (¿quién si no?) se sobrepuso a esa
agonía, improvisando una clase básica de yoga. Mónica
y Carla se enroscaron junto al fuego, sin los ímpetus de los días
anteriores. Después, se las vio fallar con torpeza en la búsqueda
del hada-Weich. Y su demonio en el cuerpo afloró al
escuchar, desde el bosque-selva, el grito histérico de la victoria
(Vick agradeció a Dios por el regalo) como sólo una bruja
o un enemigo podrían liberarlo. Dijeron: ¡Qué
enferma!, y La concha de tu madre, y tras un minuto
para la reflexión: Vick llegó porque Dios es generoso.
Después de la expulsión de Mónica (una revancha),
Alejandro y Carla compitieron por el paso al Consejo (recolectando maderitas
encima de una red) y ganó la cosmiatra, pero daba lo mismo,
según dijo. Lo importante era que quedara en nuestro equipo.
Como sus compañeros del norte, Carla defendió siempre esa
pertenencia al subgrupo, como legitimación de maniobras non sanctas.
Yo doy la vida por mi gente, se siguen justificando, ya víctimas
de la condena pública, tanto Mónica como Alejandro y la
misma finalista. Lo que los otros (Carlos, Javier, la arrepentida Marianela)
observaron como un signo de malicia, un ejemplo de la suciedad en
la isla (como dijo Pablo), fue defendido por la alianza como un
rasgo de virtud. Mis amigos saben que pueden contar conmigo,
destacó Alejandro.
Pero Carla, en la soledad de una noche junto a la princesa virtuosa, antes
del final, pudo redimirse. Aun los villanos, según convenció
este Robinson al público, tienen chances de amar, y las dos terminaron
en un abrazo. Fue la mejor noche en la isla, definió
Vick, reconciliada. Llegamos a conocernos a fondo.
El Consejo recuperó, en los últimos minutos, la tensión
que faltaba a un desenlace sin intriga. Llegaron los últimos siete
participantes y los bandos enfrentados se cruzaron miradas dignas del
culebrón peor actuado.
Mónica, lánguida, se sentó lejos y defendió
a la alianza como el grupo de los que se quieren bien. Alejandro echó
más leña al fuego y dio su voto a Carla, porque siempre
estuvo de su lado y ayudó a sus íntimos incondicionalmente.
La ira (la de Carlos, Javier, Pablo) iba en aumento. Cuando llegaron,
sus alegatos fueron belicosos. Se hará justicia, exageró
Pablo. No se puede engañar a todos por todo el tiempo,
agregó Carlos. Fue el pico de emoción de la segunda parte
de esta saga: un final cantado que antepuso una lección moral al
interés por la trama, traducible como Todavía es posible.
Entonces, Vick se llevó su Robinson, abrazó a la rival,
lloró una vez más y todos quedaron contentos, incluso una
parte de la alianza del mal, muy diplomática tras la
resignación. Sólo una mujer se mantuvo al margen de los
festejos, con vocación estelar, consagrándose en su papel
de viuda negra. Enojadísima por el triunfo de la inútil,
Mónica esperó a un costado y se negó a felicitar
a la triunfadora, aun cuando se lo pidieron sus amigos. La fábula
fue coronada por una villana que esquivó otras miradas, cruzó
los brazos, representó con excelencia su a-mí-dejame-tranquila.
Y aportó, entonces, su lección añadida, sólo
apta para continuaciones de la saga: nunca olviden que el peligro acecha.
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