El Ulises de James Joyce,
la obra maestra que marcó la narrativa el siglo XX y muy probablemente
la del recién inaugurado, padeció durante 15 años
la persecución de la censura en Estados Unidos: comenzó
cuando la Little Review, revista literaria de vanguardia que Margaret
Anderson fundó en Chicago, publicó la novela por entregas
desde su número de marzo de 1918. En el curso de los tres años
siguientes, la Central de Correos del país quemó ediciones
enteras de la publicación. Las autoridades estimaban que la escritura
de Joyce era obscena y, en consecuencia, punible según las leyes
vigentes. El escritor irlandés escribía en 1920: Es
la segunda vez que he tenido el placer de ser quemado en este mundo, así
que espero pasar por los fuegos del Purgatorio con tanta rapidez como
mi patrón San Aloisio. John B. Summers, secretario de la
Sociedad de Prevención del Vicio de Nueva York, se encarnizaba
particularmente en encender esas hogueras.
Ulises se publicó como libro en el París de 1922 y fue prohibido
en media Europa. También en la tierra de Lincoln, desde luego:
era frecuente que agentes aduaneros entraran en los locales de importadores
de ese bien para secuestrar libros sucios. Le ocurrió
a Augustus Heymoole, por ejemplo, dueño de un negocio que florecía
por entonces en Minneapolis. Los aduaneros devastaron rápidamente
los estantes, esgrimiendo una lista de volúmenes ofensores del
pudor: Afrodita: costumbres de la Antigüedad, de Pierre Louys; o
La más extraña de las voluptuosidades: la inclinación
por los castigos lascivos (la exacta psicología de esa pasión),
de L.R. Dupuy; y Ulises, de un tal Joyce. Heymoole protestó argumentando
que todas esas obras tenían mérito literario, pero fue procesado
y condenado en virtud del artículo 305 de la Ley de Aranceles,
que prohibía la importación de libros obscenos y establecía
el decomiso y destrucción de los que habían ingresado ya
al país. Sólo en 1933 el juez John M. Woolsey revirtió
la situación con un fallo histórico en que subrayaba la
sinceridad de Joyce y sus honestos esfuerzos para mostrar exactamente
cómo funcionan las mentes de sus personajes y consideraba
artísticamente inexcusable que el autor traicionara
tal propósito. Ulises no era obsceno, pues.
Algunos críticos han observado la evolución estilística
de Joyce y querido ver en esta novela un intento deliberado de contrabandear
contenidos libidinosos bajo una fachada que eludiera las zarpas del censor.
Es cierto que Joyce pasó del naturalismo directo de sus primeros
libros a una elaborada construcción de correspondencias y correlaciones
de tiempos, escenas, artes, colores y muchos otros elementos simbólicos
que vinculan la acción en curso con la mitológica. Pero
no es menos cierto que los cambios de estilo se producen en el interior
mismo de Ulises y que, de haber querido evitar la censura, su autor no
habría incluido el episodio de Penélope, el más abiertamente
obsceno del libro.
Joyce se opuso siempre a mutilarlo. En 1932, el poeta T.S. Eliot le propuso
publicar en Gran Bretaña una versión expurgada de la novela
porque completa provocaría el desencadenamiento de acciones
legales. El dublinense se negó. Aceptar le dijo a Eliot
entrañaría que reconozco el derecho de cualquier autoridad
de cualquiera de las islas de Bull a dictarme qué debo escribir
y cómo. Nunca lo hice y nunca lo haré. A un señor
que le insistía en expurgar Ulises: Mi libro tiene un principio,
un desarrollo y un final. ¿Cuál le gustaría suprimir?.
Y a Sidney Huddleston: Consentir sería admitir que las partes
expurgadas no son indispensables. Toda la cuestión estriba en que
ninguna debe ser omitida. O están ahí de manera gratuita,
sin relación con mi propósito general, o integran la obra.
Si son meras interpolaciones, mi libro carece de arte; y si están
estrictamente en su lugar, no se pueden suprimir.
Joyce exploró sin cesar el espacio en que se encuentran y funden
la energía sexual y la que emerge de los órganos del habla
cuando se produceel milagro de la elocución, un dominio que alguna
vez bautizó pícaramente con el nombre de filoteología
pornosófica. En su época chocaron las visiones joyceanas
del cuerpo humano sorprendido en una intimidad que no frecuentó
la literatura naturalista del siglo XIX: Leopold Bloom que cavila sentado
en el retrete, envuelto por hedores ascendentes; o Molly que monologa,
recorre con la memoria los cuerpos de sus amantes y se interna en reflexiones
sobre la menstruación. Para Joyce, el cuerpo humano es un servidor
rebelde y cómico a la vez. Su estilo paródico y satírico
tiene mucho del desenfado rabelaiseano. Y no le desagradaba escandalizar:
en el folleto de suscripción a la primera edición de Ulises,
incluyó las opiniones más ofensivas y desagradables que
la novela había despertado en los críticos del día.
Se ocupan de eso, dijo.
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