Por Alejandra Dandan
No hay opciones. A Bety la
muerte de un insecto le resulta tan insoportable como una ingestión
de carne. Decidió terminar con los cucarachicidios masivos: en
lugar de matar cucarachas, les habla. Bety es una extremista del género,
militante de una cosmogonía donde confluyen y se expelen
ambientalistas, naturistas o macrobióticos. Los cultivos orgánicos
son quizá el único indicador cierto de una tendencia en
auge en medio de la crisis. El movimiento que nuclea a los 1500 productores
orgánicos del país asegura que Argentina está segunda
en la producción mundial de alimentos sin químicos. En sólo
un año, el consumo orgánico porteño ha tenido un
aumento del 40 por ciento. Página/12 recorre en esta nota las historias
de estos nuevos subversivos, comprometidos con ideas difíciles
de llevar adelante en una urbe demasiado macdonalizada para sus gustos.
Establecer un mapa claro es difícil, tanto como la definición
de lo alternativo. Hay puntos de coincidencia difusos en estos perfiles
que se han sumado en la última década a posiciones vinculadas
a una mejor calidad de vida o al menos a una vida pensada como distinta.
En una galería de Lomas de Zamora, en el conurbano, funciona una
de las filiales de La Esquina de las Flores donde los cursos de comida
naturista se alternan con yoga mientras una vidriera promociona seminarios
de ángeles junto a un cartel de Greenpeace.
Las alternativas son distintas. Las campañas de denuncia
públicas de Greenpeace provocan asociaciones masivas. Desde el
94 hasta ahora, los verdes pasaron de 700 socios a 19 mil y en general
adquieren un compromiso casi político frente los recursos de un
planeta al que consideran baulera de bienes escasos. No es una postura
filosófica deja sentado Maximiliano Ezcurra, es una
práctica ni siquiera voluntaria: no vemos otra forma posible para
evitar que todo esto explote. Hay macrobióticos o vegetarianos
y representantes de distintas corrientes agrupados allí. Ese frente
vuelve a repetirse en otras asociaciones ambientalistas y ecológicas,
unidos por temas de contaminación de ríos, suelo y/o ante
la matanza indiscriminada de animales.
Entre lo filooriental, las líneas aún son más dispersas.
La macrobiótica tuvo el gran boom en Buenos Aires a fines de los
70, estimulada por la teoría taoísta del ying y el yang.
Mientras Blanca Bianculli abría inspirada bajo esa corriente la
primera Esquina de las Flores, aquí se distribuían traducciones
de George Ohsawa, un gurú americano definido por la prensa de su
país como filocientífico disidente. Su legado persiste aún
mientras una especie de aire de época estimula intentos serios
de búsquedas orientales mezclados con variables disparatadas de
un pensamiento mágico capaz de alojar teorías contra los
crímenes hacia las cucarachas.
Les hablo dice Bety, les hablo mentalmente, a la conciencia
grupal y les digo: En mi casa no las quiero.
Lo hace en serio. Si el método no funciona, vuelve a la carga:
Te voy a dar dos o tres oportunidades insiste contra las sediciosas:
a la cuarta te mato. De un solo golpe, para que no sufras.
Hace diez años comenzó a estudiar la alimentación
alternativa en los cursos de la Esquina de las Flores. Ahora es una de
las concurrentes a estas casas de comida natural donde el consumo de tabaco
equivale a un destierro. La medida es tan terminante como el gesto de
la camarera, decidida a servir como café una infusión etérea
a base de malta. Aquí nadie parece molestarse. El bar está
repleto de ávidos de radicheta, meticulosos a la hora de establecer
los peligrosos potenciales de un bife, considerado tan yang
como un golpe de Estado.
Los restaurantes se han establecido como zonas iniciáticas, son
puertas hacia rituales donde se accede al yoga más filosófico,
cultos de teosofía hindú o a las lógicas arquitectónicas
del Feng Shui. Víctor Jara es quien da cuenta de uno de los espacios
del cruce. Hace doce años es encargado de Kier, una de las editoriales
que alimenta a buena parte de esta tribu donde Oriente cambia de consistencia
de acuerdo con el cliente. El propio Jara ha establecido una suerte de
perfiles entre clientes del local abierto desde 1907. La mayor parte,
dice, son mujeres, casi 70 por ciento.
Con los clásicos volúmenes de temas angelicales y astrología,
la casa ahora acelera ventas de El arte del Feng Shui de Sara Rossbach
y un tomo donde Juan Alvarez habla a sus lectores sobre La armonía
de vivir. Justo el tomo donde Jara aprendió, estos días,
lo malo que son los caracoles y además ha conseguido darles formas
antropomorfas a sus potus: Ahora entendí explica
por qué los españoles le dicen hidra del diablo: chupa la
energía, dicen acá.
De soja
Al menos por aquí, hay algunas cosas claras. Lucía Santamaría
nunca leyó aquello del Feng Shui. No sólo tiene potus en
la sala de masajes, además también ella otorga ciertas características
humanas a esas pequeñas hojas consideradas en su microcosmos como
absolutamente energizantes.
Sobre la teosofía, Lucía ha inventado su propia biblia.
Adscribe a la reencarnación como creencia, aunque no termina de
definirse como parte del género. Ella es una de las macrobióticas
extremas, traductora amateur de filosofía oriental americana.
Se levanta a las cinco y media de la mañana. Prepara el desayuno
a sus dos hijos, al marido y a su gato. Usa granos agradables, cuenta,
y cebada en remojo previo. Nada de endulzantes artificiales les pone a
los platos; en su lugar opta por caldo de algas y miso, un fermento japonés
de agua natural y sales de manantial. Un bol es suficiente, dice: Imparte
mucha energía.
En la mesa no hace diferencias: el gato tiene su porción de miso,
lentejas y arroz, integral por supuesto.
¿Y leche con tostadas?
No, nada, nada, eso es inexistente. No es necesario tampoco. La
alimentación, no te olvides, modifica los pensamientos: una persona
bien alimentada, con alimentos puros, integrales, completos, va a tener
otra perspectiva de la vida.
Detesta la leche de vaca, o mejor, cualquiera de sus derivados. No sabe
bien por qué, aunque lo atribuye a sus ancestros. Entre sus antepasados
más cercanos podría citar a sus abuelos. Sobre los más
remotos, todavía no habla.
Esta mañana, antes de salir dejó cuatro litros de leche
de soja hervida con la que hace tofú, queso crema y ricota. A lo
largo de diez años, la familia ha descartado los productos más
sospechosos del ámbito doméstico: primero eliminaron la
lavandina, más tarde jabones y ahora también los dentífricos.
Una vez por semana, pongo el cádiz de la berenjena, orgánica
por supuesto, que se queme como cenizas y después un poquitín
de sal marina. Lucía es capaz de comparar un pomo de tintura
con una explosión atómica: Peligrosísimas se
altera, son altamente peligrosas, son absolutamente tóxicas,
traen serios problemas de salud. El tema, de pronto, le recordó
un libro. Una edición de GEA, que de paso obsequia: Macrobiótica
y cáncer: 35 curas naturales, entrega.
El despojo es parte de un camino evolutivo con el que ha conseguido incluso
cierto antídoto contra los mosquitos. No me pican: al que
se alimenta así no lo molestan. Es más: convivimos.
Los códigos de vecindad incluyen a las hormigas. En los últimos
años, dos colonias se han afincado en su jardín. No
combato nada: respeto otra forma de vida.
Lucio aparece en escena. Es su hijo menor, hasta ahora confinado en el
fondo de una sala.
¿Alguna vez comiste una hamburguesa?
No.
¿Pancho?
De soja.
¿Por qué?
No siento atracción por ese tipo de comidas, no me llama
la atención. No es lo que se debería comer, lo que me vendría
bien a mí. Yo pienso, por lo que conozco, que no son cosas factibles
de comer.
Perla
Acá todo el mundo se confunde, dirá más tarde Perla
mientras busca algunos parámetros ortodoxos: La macrobiótica
tiene en cuenta no sólo los valores nutricionales de los alimentos,
trabaja además con los valores vibracionales: el ying y yang.
Para Ohsawa quien tiene buen equilibrio nunca necesita al médico,
dice Perla, a cargo ahora de uno de los restaurantes más viejos
de Belgrano dedicados al cultivo de una salud empedernidamente precaria.
Vivís entre la salud y la enfermedad, siempre están
el ying y el yang: el día y la noche, lo bueno y lo malo.
Su tarea es conquistar un tranquilizador término medio, ni muy
yang (excitante, energético, agresivo) ni tan endeble ni edulcorado
como el ying.
Esta especie de destino trágico se ha convertido en soporte, causa
y motivo de conductas que los freudianos anotarían como síntomas.
Perla es obsesiva con sus cosas. Carga tablas de picar cuando viaja a
Punta del Este para evitar toparse con partículas tóxicas
de carne. Hasta allí cualquier tipo de descanso suponía
un stress. Cuando no era la tabla, el problema era la vianda o hasta los
cuartos de hotel de París donde una prohibición dogmática
censuraba el uso de su hornalla. Perla combatió la veda infiltrando
hornallas eléctricas a escondidas.
La subversión sirvió. Cocinó arroz negro durante
días. Pero al final algo falló: Perla fue citada por el
conserje el día que dejó parte del cuarto quemado. La vida
alternativa no siempre es fácil.
Una huerta en la terraza
Durante treinta días estuvo encerrado en su casa. Puso
en varias mesas unas quinientas pilas. Las ordenó, clasificó
algunas y cuando terminó gritó ¡eureka!: ya
tenía la fórmula para recargarlas. Antonio Urdiales
Cano podría ser un excéntrico: a partir de una pelea
con Edenor decidió quitar el medidor de su casa. Desde hace
doce años reemplaza la energía eléctrica con
el motor de una vieja aspiradora y una hélice. Hace permacultura,
principio que explica como una búsqueda obsesiva por lo permanente.
La dificultad de un problema es la solución: yo hago
del problema la solución, razona Urdiales, dando cuenta
de esa suerte de filosofía con la que puede por ejemplo trasformar
una plaga en algo indispensable. Si algunos tienen problemas
porque los caracoles les comen las verduras, yo les digo: los caracoles
son más caros que las verduras, entonces cría caracoles.
Fue técnico de YPF durante una época que menciona
como su otra vida, cuando trabajaba para la industria contaminante
haciendo planes en petroquímica y siderurgia. Aunque
lo peor, dice, fue el paso por una central atómica: Ese
fue mi pecado ecológico más grande. En 1985
se conectó con un grupo de permacultores de Quilmes, con
los que descubrió que una huerta doméstica es el principio
de cualquier cambio: Tengo en la terraza oréganos y
choclos, y conseguí un zapallo de cuatro kilos. Pero lo hago
como un desafío, cuando veo que crecen ya está, lo
dejo. Las plantas de Urdiales son tan autónomas que
casi no necesitan riego: las raíces, los pastos altos y la
disposición generan el microclima justo para su desarrollo.
Estudió en Australia, Inglaterra y Canadá tecnologías
enfocadas sobre lo sustentable. Da clases en escuelas donde enseña
a trasformar la basura en tierra sin olores. Imagínense
una cosa asquerosa, inútil como la basura, que es una plaga.
Imagínense ahora cómo será convertida en algo
útil y agradable. Como un tomate.
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Reglas de un hogar
ecológico
La sensación de que el planeta se extingue en casa de los
Ezcurra no es ni fenoménica ni metafórica. Que el
planeta se destruye es un principio que funciona como rector en
el ámbito doméstico. Desde él se encaran batallas
a veces quijotescas contra los códigos y los usos de la gran
urbe, demasiado entrenada en prácticas pro contaminación.
Al principio pensaron en poner una huerta. Hacía unos meses
que Emiliano y Fabiana se habían mudado a Palermo y creyeron
que la terraza podía ser el sitio de experimentación.
Después de un tiempo tendrían, de cosecha propia,
verduras libres de agroquímicos y tóxicos, demasiado
escasos y costosos en el barrio. Se entusiasmaron, hasta que vieron
los primeros tomates: los creyeron de dudosa ingestión. Nunca
sabés dice Fabiana, pueden estar en contacto
con los gorriones y las palomas, que son plagas y suelen trasmitir
pestes, explica ahora, convencida de que las aves fueron traídas
en la época de Sarmiento y sólo alteran el equilibrio
ambiental de este espacio del cosmos.
Pensando en la falta de árboles y contrario al talado irracional,
Emiliano recoge los papeles y diarios de su casa y los lleva cada
semana hasta Greenpeace para reciclarlos. Como además considera
preferible usar medios de trasporte no contaminantes, en general
ese camino lo hace en bicicleta. Con el tiempo, en la casa nació
Martina, que ahora le llega a la rodilla a su mamá. La pequeña,
a su modo, también es entrenada en prácticas pro medio
ambiente, sobre todo cuando le toca el baño. Como el agua
es un bien escaso, Fabiana suele recolectar de la bañadera
el resto dejado por Martina. A partir de allí sube con un
balde por la escalera hasta la terraza, recién ahí
lo descarga, siempre sobre las plantas. Cuando termina el riego
de sus plantas, usa el resto para el baldeo.
La cosa se pone difícil entre los platos sucios. Para lavarlos
después de haber comido algún producto no orgánico,
primero tiran a un tacho los restos capaces de seguir contaminado
las napas de agua. A partir de allí los platos ingresan en
la pileta donde sólo dos veces entrarán en contacto
con el agua. Una al comienzo y otra vez al final. En el medio, lógico,
detergente biodegradable.
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EL
CAMPO ENTRO FUERTE EN LA TENDENCIA NATURAL
Las vaquitas son orgánicas
Por A. D.
El concepto de vida sana obsesiona
a los agroganaderos, cada vez más preocupados por evitar cualquier
síntoma de stress entre sus animales y cultivos. La moda es todo
un beneficio: por una tonelada de maíz tradicional les pagan 80
dólares; por una de orgánico, 180. Desde 1999 hasta ahora,
la superficie destinada a este tipo de producción pasó de
1.800.000 a 3 millones de hectáreas; la Argentina es ahora la segunda
productora mundial de orgánicos y exporta 90 por ciento de lo hecho.
Este avance empujó el consumo local, que en un año creció
entre 30 y 40 por ciento, pero todavía constituye una demanda fragmentada:
85 por ciento del consumo orgánico se concentra en Capital Federal
y Gran Buenos Aires, y un 75 por ciento de ese universo se distribuye
únicamente en la zona norte.
El Movimiento Argentino de Productores Orgánicos (MAPO) nuclea
ahora a 150 mil empresas. El dato impacta cuando se compara con los números
de 1992, cuando eran apenas cinco mil las hectáreas destinadas
a esa producción. El auge mayor ocurrió entre 1998 y 1999,
cuando las tierras dedicadas pasaron de 300 mil a 1.010.000 hectáreas.
En estas cifras sólo se cuentan grandes y medianos productores
que cumplen con las normativas exigidas por el Senasa para obtener la
certificación orgánica: libre de pesticidas y agroquímicos.
En forma paralela, la producción creció además entre
los pequeños productores, un sector donde hoy trabajan unas seis
mil familias.
Rodolfo Tarraubella, presidente de MAPO, sostiene que el consumo local
aún no tuvo su gran boom y señala 1998 como año de
despegue: la distribución dejó los carriles exclusivos de
dietéticas y entregas domiciliarias para avanzar sobre los supermercados,
boca de salida actual para el 80 por ciento de los productos. Las
góndolas fue el modo encontrado por los hipermercados de origen
no nacional dice para orientar una demanda exitosa en el mundo.
La concentración del consumo en el norte porteño y del conurbano
responde, entre otras variables, a precios que están entre un 10
y 40 por ciento más altos que sus versiones convencionales: Un
animal orgánico debe ser alimentado sin hormonas ni anabólicos
explican Tarraubella. Mientras un pollo tradicional tarda
45 días en crecer, uno orgánico demora 100. No por
nada es uno de los consumos más caros: en general 200 por ciento
más.
El proceso del pollo se repite entre las vacas, por ejemplo. Los productores
deben dejarlas deambular libres por el campo, sin encierros ni alimentos
artificiales. Los derivados de la vaca son uno de los consumos en crecimiento,
aunque la yerba mate orgánica, las frutas y las verduras son todavía
los productos más pedidos en la urbe.
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