Por Marcelo Justo
Desde
Londres
El primer ministro Tony Blair
piensa en la posteridad. Las elecciones del 7 de junio pueden convertirlo
no sólo en el laborista que desalojó a los conservadores
en 1997 después de 18 años ininterrumpidos de poder, sino
en el primero que es elegido por segunda vez consecutiva en los casi 100
años de historia partidaria. El objetivo del conservador William
Hague, líder del principal partido opositor, es más modesto:
sobrevivir esta elección.
Escocés de nacimiento, el laborista Tony Blair pertenece a la clase
media alta, habla un inglés refinado y fue educado en exclusivas
y prestigiosas instituciones privadas, mientras que el conservador William
Hague proviene del norte industrial del país, tiene un estigmatizado
acento regional y es el primer líder partidario que estudió
en escuelas estatales. Acusado de arrogante, el laborista exuda carisma.
En sus cuatro años de gobierno, acuñó la frase princesa
del pueblo para la fallecida Lady Diana, ganó popularidad
con la guerra de los Balcanes, realizó una moderadísima
redistribución de ingresos y consiguió mantener la coalición
de laboristas tradicionales, clase media en ascenso y empresarios que
produjo su espectacular victoria en 1997.
En contraste Hague es muy poco telegénico. En marzo el portavoz
en temas de medio ambiente de los conservadores, Tim Loughton, que quiso
rescatar su imagen popular, terminó crucificándolo al evaluar
que los snobs del sur de Inglaterra no lo votarían
porque es pelado y tiene un acento provinciano. Su elevación
a los 36 años a la jefatura partidaria tras la catastrófica
derrota de 1997, se debió menos a sus dotes naturales que a la
necesidad de hallar un líder medianamente neutral en la guerra
civil interna entre eurófobos y eurófilos. Desde entonces,
su principal logro fue evitar que la Unión Europea y el euro dinamitaran
el partido, con una consigna engañosa: En Europa pero no
gobernados por Europa. No es un logro menor para un partido que
viene desangrándose desde mediados de los 80 sobre la relación
que debe mantener con el continente, pero tampoco es suficiente para ganar
el favor de los votantes.
La distancia que tiene que cubrir Hague es abismal. En la Cámara
de los Comunes, sobre un total de 659 escaños, los laboristas tienen
418 diputados contra 165 conservadores. Las encuestas de los últimos
seis meses otorgan al gobierno una ventaja promedio de 20 puntos. Cuando
se les pregunta por el líder más capaz para conducir
el país los británicos se inclinan claramente por
el primer ministro. Una encuesta de Mori publicada por el The Economist
el viernes colocaba a Tony Blair a la cabeza con un 52 por ciento de preferencia
de los votantes mientras que el líder conservador apenas cosechaba
un 13 por ciento, que lo colocaba detrás del tercer contendiente,
el liberal-demócrata, Charles Kennedy (ver aparte). Este magro
porcentaje es un avance sobre el 8 por ciento que tenía en 1997
cuando asumió la jefatura partidaria, pero constituye un techo
que Hague no ha conseguido superar.
Otro problema de Hague y los conservadores es que los laboristas se apropiaron
del centro de la escena política de un electorado que se destaca
por su moderación. Los británicos jamás eligieron
un diputado fascista o comunista y simpatizan con el gradualismo que propone
Blair. En sus cuatro años de gobierno, los laboristas mantuvieron
un crecimiento económico anual de un 2,6 por ciento, una inflación
del 2,1 por ciento y se ganaron una fama de eficiencia en el manejo de
la economía sin renunciar a una módica redistribución
del ingreso. En un intento de diferenciarse de Blair, los conservadores
se situaron en el terrenoclásico de la derecha: nacionalismo, política
antiinmigratoria y dureza en temas de ley y orden. El problema es que
estos temas no coinciden con las prioridades de los votantes y empujan
a los conservadores a consignas identificadas con la extrema derecha.
El 7 de junio será decisivo para el futuro inmediato de Hague y
el mediato de los conservadores. Los observadores políticos coinciden
en que el líder conservador debe reducir a menos de 100 diputados
la diferencia que lo separa de Blair para sobrevivir como líder
partidario. El círculo áulico de Hague asegura que el líder
conservador repetirá el épico triunfo de Edward Heath en
1970 cuando le ganó a Harold Wilson después de estar a la
zaga durante toda la campaña electoral. Pero la mayoría
predice que el partido podría sufrir una segunda devastadora derrota
electoral.
Un desafío
desde la izquierda
El nombre liberal es uno de los más equívocos del
vocabulario político. En Rusia y Austria está identificado
con el racismo de la extrema derecha, en Argentina con el principal
apoyo civil de las dictaduras militares y en los países anglosajones
con la tolerancia y las ideas progresistas. En Gran Bretaña
los liberales, una de las dos fuerzas políticas dominantes
del siglo XIX, fueron desplazados del centro de la escena a principios
del XX, por un partido de fuerte influencia marxista: los laboristas.
Desde entonces se han visto relegados al lugar de tercero en discordia
por el sistema electoral británico de pluralidad simple.
Este sistema elige a los representantes de cada uno de los distritos
electorales por mayoría simple: el que obtiene más
votos gana la zona y el que gana más zonas elige al primer
ministro. La pluralidad simple favorece el bipartidismo y perjudica
a los partidos minoritarios. En las elecciones de 1997, los liberal
demócratas obtuvieron un 16,7% de los votos y sólo
consiguieron un 7% de los escaños en juego.
En el marco de este sistema, el gran problema del partido que lidera
Charles Kennedy es convencer al electorado que no son un voto inútil
en un carrera con sólo dos posibles ganadores. Conscientes
de esa dificultad, los liberal demócratas están concentrando
todo su esfuerzo electoral (y los alrededor de 5 millones de dólares
de fondos con que cuentan) en defender los 47 escaños que
tienen y ganar, fundamentalmente a los conservadores, unos 20 distritos
electorales donde la diferencia con su principal contendiente es
mínima. La estrategia liberal demócrata es captar
los votos de laboristas desilusionados situándose a la izquierda
de Tony Blair. En su plataforma electoral proponen un aumento del
impuesto a la ganancia, especialmente en los sectores más
pudientes, para financiar un incremento de la inversión de
los servicios públicos por encima de los más de 100.000
millones que propone Tony Blair para los próximos tres años.
En torno a la moneda única europea, los liberal demócratas
se atreven a proclamar lo que muchos laboristas dicen en privado:
que es necesario abandonar la libra esterlina y adoptar el euro.
Políticamente persiguen la quimera que cambiaría el
sistema político británico y su lugar de tercero en
discordia: pasar a un sistema electoral proporcional, en el que
la representación parlamentaria refleje el porcentaje de
votos.
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