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Elisa

Por David Viñas

“De muchacha había sido díscola...”
Virginia Woolf, Las Olas, 1931.

Prohibido fijar carteles, advertían unas placas municipales en esquinas y fachadas. Era la voz de las paredes de Buenos Aires que iban sugiriendo, mediante algunos discursos prolijos y otros más enérgicos (Prohibido salivar en la vereda), que la reina del Plata aspiraba a ser una urbe al estilo de París o de Londres. Malentendidos, módicas ordenanzas de la tardía república de conciencias. El liberalismo clásico argentino oscilaba, complementariamente, entre la pulcritud y las represiones: no fijar, no escupir, expulsar a los inmigrantes incómodos. Todo en 1902.
Fijar, como muchas otras palabras, fue cayendo en desuso en el sentido de “pegar”. Apenas si sobrevivió con Brancato que era un servicial fijador para el cabello. Los pegadores de carteles se multiplicaron con sus escaleras, tachos y pinceles, merodeando sigilosamente, o intercalando algún silbido, a lo largo de anocheceres o de ciertas madrugadas polvorientas.
Fijar se hizo “fijarse” cuando empezaron a llamar la atención los carteles porteños. Más o menos vehementes o seductores: fume, vote, veranee en Mar Chiquita o viaje al Himalaya, véala a Nélida Roca, a Sandrini o al mismísimo Pinti en el Maipo o en el Liceo. Cada vez más. Urgente, no sea perdedor: compre, consuma, baile, salte o disfrútelo en compañía de sus seres queridos. En módicas cuotas o con tarjeta; cash, créditos y se admiten dólares. Adquiera, sonría, no se arrugue, gócela con nosotros. O es una mierda. De pronto. “Fíjense”: Elisa es una mierda. Bruscamente. Lean: una injuria. Y las injurias, Elisa, sin son anónimas y cuelgan sobre las paredes de Buenos Aires, se invierten mutándose en señales de alto decoro.
–Ladran, Sancho.
Y muerden. Veneno sutil en los ojos. Fíjense: y en las orejas desprevenidas. Algunos carteles porteños la insultan, Elisa: dolorosa, pero paradójica, saludablemente. De hecho se convierten en una equívoca provocación para que usted se obstine en su lucidez, en su práctica crítica, en su insolente sagacidad, Elisa, en lo más auténtico de sus denuncias, proyectos, traiciones, y discrepancias.
Sobre todo en un momento tan humillante para nuestro país. Y subrayo lo de “nuestro” porque esa posesión comunitaria se va transformando, de manera vertiginosa en una desalentadora ficción. ¿Nuestro destino? Destino, Elisa? Qué quiere decir: ¿algo definitivo, opaco, miserable, petrificado, inmodificable? Pregunto, Elisa. Las interrogaciones retóricas suelen resultar obvias. Digo: ¿es obvio que el futuro de la Argentina sea convertirse en un enclave? ¡Ma qué “república bananera”! Una suma de Las Vegas, mafia grotesca, flatulenta, cloaca con anteojos ahumados, lobotomizada y sonriente y autocomplacida.
De una sórdida escenografía, intento hablar, Elisa. “El infierno son los otros. Sea. Pero los otros con poder, desgradado poder, de impávidos, ineptos, escruchantes de guiños azucarados, cafishios de urnas, bolsas y antesalas, yesmen, pungas de arta trocados en magnos republicanos, políticos y chambelanes del almidón, coimas y de las fofas contraprestaciones.
–Quevedo era un precursor, envidiable, en el género especializado en denostar a príncipes y validos.
Ese es un costado de su faena, Elisa. Permítame: distanciarse prolija, categóricamente, de los expertos en cooptación. No frontales, no adversarios ni enemigos. Qué va. Sino los que puedan adularla amagando coincidencias, carismas, estrellas de Reyes Magos del brazo y por la calle, juntitos, o con doctorados honoris causa.
Releo lo que voy escribiendo, Elisa: es una expresión de deseos. Los lugares que van quedando para semejantes ejercicios espirituales -digamos– son las mesas redondas o las solicitadas. “Precarias” oepisódicas. Con este motivo, pienso ineludiblemente en las expresiones y los deseos. En ese rubro, Elisa, las legítimas expectativas de mucha gente, compatriotas, frustrados, deprimidos, marginados, aclaran lo que quisieran decirle: recortarse, usted, en conjuro, sobre el fondo de quienes abrieron “las grandes ilusiones” para terminar encarnando la capitulación o la afonía.
Recuerdo, también, a Virginia. La del epígrafe. Y repaso –como delante de un frisco en un travelling– a varias mujeres maltratadas, a contrapelo, pero invictas. A una la tomé el voto. “Díscola”, de niña. Alguna vez, en Los Toldos, una antigua maestra me contó sus “insolencias”: –No era una santa: era una mujer insumisa, me dijo al despedirme, desconfiaba de los cortesanos. También la insultaron, Elisa.

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