El Presidente
está desapareciendo de todos los medios de comunicación.
Por un lado es insólito. Pero, por otro, ratifica el porqué
del estado de ánimo general en torno de Fernando de la Rúa.
Es decir: que no existe, en cualesquiera de las variantes ofrecidas
por esa frase que el argentino medio incorporó a su argot.
Que no manda, que no domina, que no controla. Que está pintado.
Es cierto que el jefe de Estado no tiene liderazgo partidario ni
institucional. También, que su imagen es mucho más
parecida a la de un abuelo de la nobleza que a un conductor político,
y también que su falta de carisma y de capacidad de convicción
son hasta exasperantes. Pero no es nada de todo eso lo que consolida
a la Argentina en un rumbo de exclusión social, de negocios
espectaculares para un puñado de corporaciones y de angustia
para un número ya incalculable de gente que se quiere ir
de este suelo. Hay para eso una ingeniería ilegítima
pero lícita (en forma de leyes, de decretos, de resoluciones,
de proyectos), para cuyo impulso o firma no se requiere ser un actor
de Hollywood ni parecerse más a un conductor político
que a un abuelo de la nobleza. Lo que cuenta en el abatimiento popular
es la injusticia social que De la Rúa garantiza desde su
puesto en un esquema presidencialista: no si lo hace en medio de
papelones con Tinelli o dejando de figurar en la prensa. Tampoco
Menem necesitó dejar de confundir al Chaco con Formosa y
a Yupanqui con Machado para rematar el país.
Casualidad o no, esta imagen del Presidente se suma a la instalación
mediática sobre lo imprescindible de ajustar la política.
Recortar bancas, achicar parlamentos, reducir dietas. No está
mal. ¿Quién podría oponerse al hachazo que
requiere tanto ñoqui, tanto vago, tanto inútil? Sin
embargo, es curioso que nadie hable de ajustar la economía
del puñado de megagrupos empresarios que disponen de los
argentinos casi a su antojo. No se escucha, por ejemplo, que hay
que ajustar a transnacionales que levantan 500 dólares por
minuto. Caerle a lo que sale un diputado o un senador, bien que
no injusto, es gratis. Agarrársela, en cambio, con tarifas
de servicios públicos privatizados que son de las más
altas del mundo es carísimo. Sacar la cuenta de lo que les
cuesta tener un Congreso a salteños, riojanos o cordobeses
no cuesta nada. Lo que sale el porcentaje de dividendos que los
grupos giran a sus casas matrices, por el contrario... La mesa de
dinero que parece que funcionaba en el Congreso de la Nación,
con fondos públicos, aparentemente tiene nombre. Está
muy bien. Pero nunca tienen nombre los mercados.
Ellos y la mayoría del periodismo se dedican a calcular y
criticar lo que sale la política. Muy cara, desde ya. Pero
está regalada en comparación con lo que cuestan los
dueños del país. Que no son precisamente los legisladores
formoseños ni los concejales de General Acha.
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