Por
Sandra Russo
Posturas,
terminaciones nerviosas, encastre afortunado de dos cuerpos. Irrigación,
juego preliminar, caricias. Zonas erógenas, estimulación
con dedos o con lengua, tanteo. Media luz, aceites esenciales, velas,
perfumes. Raso, encaje, látex, gasa. He aquí, una tras otra,
desordenadas, antojadizas, las piezas del rompecabezas que, con mayor
o menor éxito, con mayor o menor placer, arman hombres y mujeres
(bueno, también los géneros se prestan al puzzle) en sus
juegos sexuales. Pero incluso si se cambia de postura, si se dedica el
tiempo necesario, si se estimula lo debidamente estimulable y si el ambiente
es propicio, muchos de ellos y ellas se detendrán ante esa otra
Gran Pieza que es capaz de refinar notablemente un encuentro: el lenguaje.
El habla erótica sigue siendo un desafío. Esa palabra casi
autónoma, esa palabra descontrolada, requiere intimidad y confianza.
Pero más que en el otro, en uno mismo.
Es mucho más fácil el contacto entre dos cuerpos que
el contacto entre dos mentes, dice la sexóloga Virginia Martínez
Verdier. Porque uno con el cuerpo puede despersonalizarse, puede
estar pero no estar, puede dejarlo ahí mientras lleva sus fantasías
a otra parte, puede tener satisfacción mientras está con
una persona, pero piensa que es otra. El compañero sexual no es
dueño de tus pensamientos y la palabra lo que hace es dar cuenta
de esos pensamientos. No se trata, claro, como asegura Martínez
Verdier, de decir cosas tales como te amo o sos el hombre
o la mujer de mi vida. Se trata de palabras un poco más animales,
de palabras impronunciables y acaso hasta asquerosas fuera de ese fuera
de sí.
Hablar es esos momentos es escucharse decir cosas que parecen no
salir de la mente, o por lo menos de la parte de la propia mente que uno
conoce. Son palabras que van del instinto a la boca. Entonces tanto hombres
como mujeres pueden sentir que, si hablan, algo más que el cuerpo
se sale de control. Pueden sentirse comprometiéndose afectivamente,
por ejemplo, o diciendo algo que querían mantener a resguardo de
lo que el otro sabe de ellos. No saben cómo será tomado
eso que dicen, y eso que dicen generalmente está ligado a fantasías
de las que tal vez esa pareja nunca haya hablado. Incluso puede estar
ligado a fantasías que uno nunca se ha confesado a sí mismo,
dice Martínez Verdier. El habla erótica, eso que se dice
o se murmura o se grita antes o durante el clímax, está
estrechamente vinculado, dice la sexóloga, a la intimidad que hombres
y mujeres han sabido ganarse entre sí en otros ámbitos,
con un tipo de comunicación que les permita confiarse mutuamente
y sin temor qué cosas los calientan. Pero fundamentalmente, está
vinculada al autoconocimiento y a la noción de que uno tiene derecho
a su propia sexualidad, tal y como es, y sin afanes correctivos. Poder
hablar tiene que ver con libertad interior y va mucho más allá
de lo que le gusta al otro o lo que el otro acepta. Yo digo lo que digo
cuando estoy caliente porque así me caliento más yo, y es
de suponer que el otro recibirá bien mi propia calentura. En las
parejas enlas que esto funciona, el círculo se retroalimenta y
no importa si en el habla aparecen terceros, o fantasías de prostitución,
o lo que sea. Ese momento es un juego y lo que aparece ahí, salvo
que haya una voluntad expresa de sacarlo del territorio de las fantasías,
es puro juego, explica Verdier quien, por su experiencia clínica,
sabe que en gran parte de las parejas reina el más completo silencio.
Ella tiene miedo de cómo tomará él lo que ella
diga; él tiene miedo de provocarla con palabras porque no sabe
si ella se ofenderá, han encontrado con suerte una posición
en la que los dos llegan al orgasmo y tienen una sexualidad mecánica,
de satisfacción casi biológica. Cuando vienen a la consulta
y los que vienen a la consulta son una minoría que al menos
tiene voluntad de mejorar su vida sexual, vienen porque hay anorgasmia
o impotencia. Pero cuando se empieza a indagar por sus relaciones, uno
encuentra que no hay rastros de erotismo. Que no hay ideas, no hay climas,
no hay juego. El orgasmo o la erección puede volver con algunos
ejercicios, pero sin erotismo; la sexualidad de esa pareja seguirá
siendo pobre.
¿Es la palabra una herramienta para refinar relaciones sexuales,
para hacerlas más extravagantes, más divertidas, más
sexies? Sí, lo es. Y la palabra también es una manera de
que no sea solamente el cuerpo el que produzca su descarga, sino también
la mente. Es una herramienta para exorcizar fantasmas, para develar secretos
propios y para conocerse. Sobre todo, la palabra es un timbre para que
ese encuentro sea un recreo en la vida cotidiana, para que por un rato
aparezcan en uno esos otros seres que también somos, nos gusten
o no, aunque no sean presentables en público. La palabra erótica
es justamente aquella que sella con el filo de su provocación la
parte más privada de nuestra vida privada.
Palabras
sucias
Por Pedro Lipcovich
(Para A.A.) Las
palabritas, ¿sí? ¿Qué palabritas? ¿Cómo
saber qué palabritas? Ella sabe. No, ella no sabe pero al
oído y entonces, sí, la respiración más
rapidita, sí, dulce, ¿por qué? Si son sólo
palabritas. Sucias.
Porque, ¿quién es ella? Quién es ella que,
tan linda pero, con esas palabritas, ¿no? Entrecortado, todo
entrecortado y, cada vez, como si ella fuera otra, pero si es otra,
está lejos, ¿dónde?, por camas ajenas, olores,
no puede ser, pero ¡sí!, palabra sucia en la cara,
en el culo, qué vergüenza, ella, que iba esta tarde,
oronda, tomando cafecitos y ahora, bombachita tirada, se deja decir
esas cosas.
Porque, qué raro, dos palabras y ya está: un teatrito,
y ellos comparten, un poco, sus teatritos, un poquito, sí,
teatritos tan guardados, espejos contrapuestos, mutaciones, permutaciones,
las matemáticas del deseo, la palabra justa, sí. Sucia.
Pero, ¿se enojará ella si yo la desnudo en el diario?
En este recuadrito, teatrito de papel, del lunes. (Pero si es un
poquito, si ni siquiera están dichas las palabritas, ¿qué
palabritas?) Se enojará, sí, se volverá mala
y le pegará, a él, con palabrita de desdén,
con palabrita de su boquita le pegará y sólo al final,
solamente al final podrá saberse que desde el principio se
supo que la palabra, la palabrita, de esa boquita, formada con la
lengüita, sucia, era tan dulce.
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sobre
gustos...
Por
Julio Nudler
Me
opongo
Hubo una
primera vez en la que alguien me lanzó aquel despreciativo
¡contrera!. Pero luego, el Día de la Primavera
de 1955, viendo cómo los jaileifes celebraban por Libertador
el derrocamiento en sus coches descapotables, me sentí peronista,
siquiera por unos instantes. Ya antes, yo, que intentaba ser de
Boca, me volví hincha de Quilmes ese domingo de 1951 en que
los xeneizes mandaron a los cerveceros al descenso. Con el tiempo
oiría a los comunistas, cuya proscripción me hacía
amarlos, asegurar que los pueblos nunca se equivocan, mientras yo
me repetía para mis adentros siempre, siempre. Los militares
inventaron la prédica disolvente como caracterización
de cualquier crítica y algún frigerista me acusó,
hacia 1972, de ser un nacionalista de medios y no de
fines. Pero ya a esa altura me había dado cuenta de
que lo mío era como un morbo, una fuente íntima e
irreductible de placer. El portentoso placer de estar en contra,
siempre en contra, aunque lo estuviese cobardemente, sin proclamarlo,
por miedo o por cálculo, sin alcanzar nunca la jerarquía
del transgresor. Es el disfrute que se deleita en el cuarto oscuro,
votando sistemáticamente en blanco, salvo cuando Pocho ordenaba
votar en blanco. El goce de llevar la contraria, ejercitado diariamente
desde la impunidad periodística, y que implica automarginación.
Uno se siente incómodo en los consensos, las manifestaciones,
las solicitadas. Debe soportar que los demás lo tomen por
quien no es, al no reparar en que uno sólo se define por
la negativa, y que esta actitud existencial lo obliga a la inconstancia
del tornadizo y, en cierto modo, la insinceridad. En compensación,
le extiende el salvoconducto del yo-no-lo-voté y le prodiga
la vanidad de no ser gregario. Pero a medida que transcurre el tiempo,
el contra percibe los estragos del no alineamiento, del desapego,
y debe cuidar de su flor con renovada devoción. Mira el mundo
y ve crecer el monstruo de la masificación, el vaciamiento
del individuo, los recitales de rock, las sectas absurdas, las ciudades
de treinta millones, el estruendo. Y uno sólo puede defenderse
de las derechas y las izquierdas, de justicieros y bribones, yanquis
y chinos, violentos y pacifistas con el modesto escudo de su mínima
oposición. Un placer pesimista, se dirá. Melancólico.
Quizá como el de las letras de Discépolo, donde en
cada derrota se esconde una victoria más chiquita, capaz
de caber en aquélla. Porque al final, irremisiblemente, el
partido se pierde.
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