Por
Fernando DAddario
La
antropofagia cultural que modeló artísticamente a Adriana
Calcanhotto no le exigió, por suerte, rendición de cuentas.
El viernes y el sábado pasados, en La Trastienda, mostró
con liviandad respetuosa su background heterogéneo de música,
poesía, plástica y teatro, como si esas referencias no le
pesaran. De ese modo, una artista compleja en la multiplicidad de sus
matices pudo concretar un concierto sencillo, austero y esencialmente
bello.
El público argentino, de paladar negro en el rubro música
brasileña se topó con una autora y cantante que manifiesta
una postura ambigua respecto de sus iconos genéricos. En el transcurso
de un show breve y completo, Calcanhotto exhibió todo lo que la
acerca y todo lo que la aleja de los estereotipos. Porque es cierto que
su estilo vocal remite a Elis Regina, y que su economía de recursos
hace acordar a Joao Gilberto, y que ciertos tics llevan invariablemente
a Caetano, pero parecería que ella camina por encima de esos tópicos
con un espíritu resbaladizo, tomando y dejando lo que le corresponde
o lo que le sirve, en un vaivén indefinido. El Remix Século
XX que tomó prestado de Waly Salomao para darle un perfil
musical tecno (sin la parafernalia tecno) acaso la defina con precisión:
palabras que se suceden como souvenirs, en un círculo infinito
que se abre y se cierra.
Calcanhotto manejó con sabiduría ese estado de imprevisión,
que le permitió (ayudada solo por su hermosa voz, sus
guitarras, un plato y un cuchillo a modo de referencias percusivas que
sobreactuaban el carácter despojado de la puesta), transitar por
diferentes escenarios expresivos con un dejo de ironía, como si
nada de lo que hiciese o cantase fuera una verdad irrevocable. Ofreció
una cálida versión de Clandestino, y más
allá de que su estilo interpretativo no concuerde con las efusiones
épicas de Manu Chao, se apreciaba en Calcanhotto una relectura
de esa clandestinidad a la que alude la letra del músico
francés. La ilegalidad de esta gaúcha no es,
seguramente, la del inmigrante argelino o boliviano, sino una menos tangible,
privativa de una artista inquieta, en permanente conflicto con las convenciones
estéticas. Así, también, en un guiño de clasicismo
que le redituó aplausos, homenajeó a la dupla Vinicius-Jobim
en Ela é carioca, declaración de pertenencia
geográfica que redobló en su propia canción Cariocas.
Pero ella no es carioca, sino gaúcha y desde aquí, Buenos
Aires, puede entenderse esa identificación (la letra dice, por
ejemplo, Cariocas son bonitos/cariocas son bronceados/cariocas son
modernos/cariocas son expertos) como un leve ejercicio paródico,
de quien admira y al mismo tiempo se ríe de esa gran ciudad que
es Río de Janeiro.
Con sencillez, Calcanhotto recorrió buena parte de su último
disco, Público, que es, a su vez, un remix acústico de sus
anteriores trabajos.
Exquisitas composiciones propias, como Vambora y Uns
Versos, y ajenas, como la bellísima Mais feliz
(Dé, Bebel Gilberto y Cazuza), Maresia (Antonio Cicero/Paulo
Machado) y la movilizadora Medo de amar Nº3 (Pericles
Cavalcanti). Viejas melodías (Devolva-me) y nuevas
bromashomenajes: Vamos comer Caetano, su modo de expresar,
por carácter transitivo, esa idea de antropofagia que domina su
arte. Muchas palabras en portugués (idioma que el público
parecía conocer a la perfección) y dos canciones en castellano.
Sin concesiones al estándar de cantante brasileña, sin proponer
ese clima cóctel de hotel 5 estrellas en que han caído algunos
compatriotas de la generación anterior, Calcanhotto mostró
en Buenos Aires que para homenajear a la historia, nada mejor que pasarla
por arriba.
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