Desde hace
décadas se habla con más esperanza que temor de aquella
jornada portentosa, que siempre está a punto de llegar, en
que el orden injusto que se ha erigido en la Argentina caiga aplastado
por la justa ira de la gente para ser reemplazado por... bien, es
de suponer que por el mismo orden un tanto más pobre y mucho
más autoritario que el anterior. Es que a su modo el estallido
social o eclosión social, como dicen
los horticultores es la versión criolla del paro general
revolucionario de los viejos socialistas europeos. Conscientes de
vivir al lado de un volcán que ha estado echando humo durante
años y que según los especialistas está volviéndose
cada vez más peligroso, los dirigentes se han
acostumbrado a prever que un buen día decidirá hacer
erupción, pero lejos de sentirse personalmente alarmados
por esta perspectiva, muchos hablan como si a su juicio sólo
les aguardara una reivindicación llamativamente contundente
de sus propias tesis favoritas.
Equivocada o no, la izquierda europea de antes sí tenía
una idea muy clara de lo que se proponía hacer: el gran paro
que los obsesionaba fue concebido como el prólogo de algo
muchísimo mejor y sus jefes estaban preparados para actuar.
En cambio, el estallido que fascina a tantos políticos
criollos sería el epílogo emocionante de un cuento
que se acerca a su fin seguido por algunas páginas en blanco
porque los que apuestan a él no han manifestado mucho interés
por lo que sobrevendría después. Puede que a muchos
les encantaría el espectáculo y que haya otros, entre
ellos el gobernador Carlos Ruckauf, que estiman que les sería
dado sacar pingües réditos de algunas jornadas de anarquía
justiciera, pero quienes las protagonizarían no recibirían
nada en absoluto porque para entonces no habría demasiado
para repartir y las calamidades argentinas no conmueven al Primer
Mundo tanto como los dramas infinitamente más truculentos
de Africa, el Medio Oriente, partes de Asia y los Balcanes.
Aunque abundan los que insisten en que el país tendrá
que rehacerse muy pronto porque la situación actual es tan
explosiva que es insostenible, pocos creen en sus propias palabras.
Luego de pronunciar discursos escalofriantes, los políticos
y sindicalistas que sueñan con un estallido vuelven
a sus casas donde se dedican a pulir los exabruptos siguientes.
A ninguno se le ha ocurrido pensar en qué hacer en el caso
de que sus vaticinios resultaran ser proféticos, quizás
porque ya no quieren nada más que una oportunidad para regodearse
de lo que en su opinión sería la derrota moral de
sus enemigos, adversarios o rivales.
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