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Soñador
Por Antonio Dal Masetto

Sentado en la Zurich de Belgrano, escucho la conversación de dos señoras que en la mesa de al lado toman té con masas.
–¿Cómo le va a tu marido con la presidencia del club?
–No me hablés de ese tema. Un calvario. Le hicieron la vida imposible, lo criticaron, se burlaron de él, lo humillaron.
–No te puedo creer que le hicieran eso a Camilo. Un hombre tan serio, tan respetuoso, tan formal. Camilo es un dulce.
–Justamente, se aprovechaban porque es un ser incapaz de concebir la maldad.
–Ya no quedan hombres así.
–Camilo está siempre en su mundo, vuela, vuela todo el tiempo, es del tipo soñador. Me acuerdo cuando lo conocí, la primera vez que salimos y me invitó a cenar. De entrada hizo un movimiento en falso y se volcó vino encima. Después hizo un enchastre con la ensalada. Lo mismo con el helado y con el café. Me dio tanta ternura. Me enamoré.
–Vos sí que tuviste suerte.
–Cuando nos casamos tuve que tener mucho cuidado con sus ensoñaciones. A Camilo no podés dejarlo que cambie una lamparita, una vez se me quedó pegado, casi se electrocuta. Para no hablar de su entusiasmo para hacer asados. Tres principios de incendios. Es tan voluntarioso y solícito. Todo el tiempo se ofrece para secar los platos. Si lo dejo, en una semana nos quedamos sin vajilla. ¿Te acordás cuando me agarró esa gripe tan fuerte? Quiso lavar la ropa. Tuve que levantarme a curarlo porque se había agarrado los dedos con el tambor del lavarropas. Una vez regó las plantas con un balde que tenía agua con lavandina y las secó a todas. Pobre, tan soñador, no se da cuenta de que hay cosas que no son para él. Conociéndolo tan bien, todavía no entiendo por qué lo dejé presentarse como candidato a la presidencia del club.
–Bueno, pero los socios le deben haber visto las mismas cualidades que vos para elegirlo.
–Al principio fueron todas rosas, señor presidente de acá, señor presidente de allá. Yo estaba orgullosa de Camilo. Después vinieron los problemas. Aprovechando que es un pan de dios empezaron las maldades. Se me venía todos los días llorando.
–¿Llorando? ¿Pero qué le hacían?
–Lo aconsejaban mal para que se equivocara, le tendían trampas para que hiciera papelones, le llevaban problemas imposibles de resolver y cuando él se quedaba perplejo y confundido hacían bromas entre ellos. Cada vez que pedía un café se lo servían frío o quemado o aguado. Si mandaba pedir un remís para volver a casa, lo tenían horas esperando, invariablemente todos los remís estaban ocupados. Le robaban los discursos y se los reemplazaban por uno viejo, siempre el mismo, con la fecha actualizada. Así que imaginate lo que eran los actos en el club. O no iba nadie o los pocos que estaban presentes le bostezaban en la cara. Volvía llorando. Cuando daba alguna orden por escrito (que le había costado horas de meditación), los de la comisión hacían avioncitos con los papeles. Volvía llorando. Y los chicos, los hijos de los socios, le hacían esa estúpida broma de prenderle un cartel en la espalda: Pegame. O le ponían chicles en la silla.
–No hay nada más fastidioso que andar despegando chicles de la ropa.
–Todo el tiempo se me venía a casa llorando. La vida era un infierno. Varias veces pensó en renunciar, pero estaba indeciso, tímidamente se lo insinuó a la comisión directiva y los perversos lo convencían para que se quedara. Al final me cansé de verlo así. Un buen día le dije: Querido, no vayas más al club, ese antro de herejes que no están capacitados para entender un ser humano como vos, lleno de nobleza. Si quieren un presidente que se busquen a otro. Vos quedate en casa, acá tenés de todo, mirás televisión, te leés algunas lindas revistas, aprendés a jugar al ajedrez, te dedicás a tus gallinitas que tanto te gustan. Ocupaciones no te van a faltar. Al final lo convencí. ¿Qué opinás, Carmen, hice bien?
–Hiciste muy bien, querida. Vos que tenés marido, cuidalo.

 

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