Soñador
Por Antonio Dal Masetto
|
|
Sentado en la Zurich
de Belgrano, escucho la conversación de dos señoras que
en la mesa de al lado toman té con masas.
¿Cómo le va a tu marido con la presidencia del club?
No me hablés de ese tema. Un calvario. Le hicieron la vida
imposible, lo criticaron, se burlaron de él, lo humillaron.
No te puedo creer que le hicieran eso a Camilo. Un hombre tan serio,
tan respetuoso, tan formal. Camilo es un dulce.
Justamente, se aprovechaban porque es un ser incapaz de concebir
la maldad.
Ya no quedan hombres así.
Camilo está siempre en su mundo, vuela, vuela todo el tiempo,
es del tipo soñador. Me acuerdo cuando lo conocí, la primera
vez que salimos y me invitó a cenar. De entrada hizo un movimiento
en falso y se volcó vino encima. Después hizo un enchastre
con la ensalada. Lo mismo con el helado y con el café. Me dio tanta
ternura. Me enamoré.
Vos sí que tuviste suerte.
Cuando nos casamos tuve que tener mucho cuidado con sus ensoñaciones.
A Camilo no podés dejarlo que cambie una lamparita, una vez se
me quedó pegado, casi se electrocuta. Para no hablar de su entusiasmo
para hacer asados. Tres principios de incendios. Es tan voluntarioso y
solícito. Todo el tiempo se ofrece para secar los platos. Si lo
dejo, en una semana nos quedamos sin vajilla. ¿Te acordás
cuando me agarró esa gripe tan fuerte? Quiso lavar la ropa. Tuve
que levantarme a curarlo porque se había agarrado los dedos con
el tambor del lavarropas. Una vez regó las plantas con un balde
que tenía agua con lavandina y las secó a todas. Pobre,
tan soñador, no se da cuenta de que hay cosas que no son para él.
Conociéndolo tan bien, todavía no entiendo por qué
lo dejé presentarse como candidato a la presidencia del club.
Bueno, pero los socios le deben haber visto las mismas cualidades
que vos para elegirlo.
Al principio fueron todas rosas, señor presidente de acá,
señor presidente de allá. Yo estaba orgullosa de Camilo.
Después vinieron los problemas. Aprovechando que es un pan de dios
empezaron las maldades. Se me venía todos los días llorando.
¿Llorando? ¿Pero qué le hacían?
Lo aconsejaban mal para que se equivocara, le tendían trampas
para que hiciera papelones, le llevaban problemas imposibles de resolver
y cuando él se quedaba perplejo y confundido hacían bromas
entre ellos. Cada vez que pedía un café se lo servían
frío o quemado o aguado. Si mandaba pedir un remís para
volver a casa, lo tenían horas esperando, invariablemente todos
los remís estaban ocupados. Le robaban los discursos y se los reemplazaban
por uno viejo, siempre el mismo, con la fecha actualizada. Así
que imaginate lo que eran los actos en el club. O no iba nadie o los pocos
que estaban presentes le bostezaban en la cara. Volvía llorando.
Cuando daba alguna orden por escrito (que le había costado horas
de meditación), los de la comisión hacían avioncitos
con los papeles. Volvía llorando. Y los chicos, los hijos de los
socios, le hacían esa estúpida broma de prenderle un cartel
en la espalda: Pegame. O le ponían chicles en la silla.
No hay nada más fastidioso que andar despegando chicles de
la ropa.
Todo el tiempo se me venía a casa llorando. La vida era un
infierno. Varias veces pensó en renunciar, pero estaba indeciso,
tímidamente se lo insinuó a la comisión directiva
y los perversos lo convencían para que se quedara. Al final me
cansé de verlo así. Un buen día le dije: Querido,
no vayas más al club, ese antro de herejes que no están
capacitados para entender un ser humano como vos, lleno de nobleza. Si
quieren un presidente que se busquen a otro. Vos quedate en casa, acá
tenés de todo, mirás televisión, te leés algunas
lindas revistas, aprendés a jugar al ajedrez, te dedicás
a tus gallinitas que tanto te gustan. Ocupaciones no te van a faltar.
Al final lo convencí. ¿Qué opinás, Carmen,
hice bien?
Hiciste muy bien, querida. Vos que tenés marido, cuidalo.
REP
|