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R.E.M., en su último disco, pone en
escena lo mejor de la tradición pop

El trío conformado por Michael Stipe, Peter Buck y Mike Mills acaba de editar �Reveal�, posiblemente el mejor disco de su carrera, donde el viejo modelo de la canción sigue dando frutos.

Peter Buck. Mike Mills y
Michael Stipe (en estricto orden alfabético), forman el trío R.E.M.

Por Diego Fischerman

Intentar reducir algunos de los géneros musicales surgidos a lo largo del siglo XX a las categorías de clásico o popular o, como solía hacerse hace un par de décadas, complaciente o progresivo, es como querer meter a los mamíferos en la taxonomía de los dinosaurios. Aunque, en realidad, jamás existieron sólo dos clases de música y, mucho menos, asimilables a tradiciones clásicas y populares. Había música en la corte y la iglesia y, más tarde, en los salones. Alguna era de entretenimiento puro, otra tenía características más abstractas y especulativas; alguna se bailaba, alguna se integraba a la escena teatral. Y estaba, también, lo que pasaba en las calles, en las fiestas del pueblo, en los ámbitos domésticos (que tampoco eran los mismos cuando se trataba de gente pobre y de gente rica).
Pero, los medios masivos de comunicación vinieron a dinamitar el terreno haciéndolo explotar en múltiples e imprevisibles direcciones. En ese marco surge el rock. Y si el nuevo disco de R.E.M. resulta particularmente interesante, además de por la calidad de sus canciones, por tener un cantante extraordinario y por animarse a bucear en las posibilidades formales y tímbricas de cada tema, es porque actualiza y pone nuevamente en escena estas cuestiones. Estas son canciones, claramente, para ser escuchadas. Están los orígenes populares, es cierto, pero el resultado, sin tener por eso nada de pretenciosidad ni de hibridez, requiere de la atención que se imaginan exclusivas de la llamada música clásica.
El rock fue, en los comienzos, una música popular que cumplía por lo menos con dos funciones de tipo ritual: la de identificar una generación y (algo absolutamente relacionado con lo anterior) la de ser bailada. A estas funcionalidades algunos músicos fueron agregándole otra, posibilitada en primera instancia por el disco y la radio (ámbitos donde la escucha privada resultaba privilegiada sobre el baile colectivo) y, más adelante, por el paso de los salones de baile y las fiestas a los recitales y conciertos. Mucho de lo que sucedió a partir de 1964, aproximadamente, ganó en densidad musical (en algunos casos llegó a niveles increíbles de complejidad y de concentración de la información) aunque sin perder del todo masividad. Eran, todavía, tiempos en que las revoluciones gozaban del favor general y en que la novedad era un argumento de venta. Hubo un flujo, marcado por la marcada sofisticación de los Beatles, por el surgimiento de grupos como Pink Floyd y King Crimson y por los abismos a los que se asomó Jimi Hendrix. Y hubo un reflujo, en el que se abominó de casi todo y a partir del cual el rock volvió, casi con exclusividad. a sus funcionalidades rituales.
R.E.M., ya desde sus comienzos en los primeros 80, cuando Michael Stipe buscaba diferenciarse de la llamada new wave y de objetos como The B52’s (“no tenemos una mierda que ver con ellos, salvo que somos del mismo pueblo”), se perfiló como una banda a la vieja usanza. Las letras buscaban hablar de lo que antes, sin vergüenza, se consideraba trascendente. La pertenencia al Sur Profundo de los Estados Unidos (la ciudad de Athens) hizo que alguno los comparara con Faulkner. El folklore habla de la casi separación, de la reciente confesión de homosexualidad por parte de Stipe (algo bastante fácil de deducir si se piensa en los dedicatarios de varios de los homenajes de Automatic for the People, Montgomery Clift entre ellos) y del contrato millonario con la Warner de un ex grupo alternativo (extraña definición inventada desde que la palabra “rock” no quiere decir nada en especial). Reveal habla de otra cosa. De cómo la rítmica, la instrumentación y una cierta manera de entender a la canción como universo estético, heredada de los Beatles y de lo mejor de los Beach Boys, pueden seguir sirviendo para algo. De cómo un trío que no le teme a la tristeza e incluso a las melancolías más oscuras (¿quién dijo que el arte debe ser alegre?) logra, a casi veinte años de sus primeros trabajos, el que probablemente sea no sólo el mejor disco de su carrera sino el mejor disco, en mucho tiempo, de un género (o conjunto de géneros) que, según parece, todavía puede seguir dando buenos frutos.

 

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