Por Diego Fischerman
Intentar reducir algunos de
los géneros musicales surgidos a lo largo del siglo XX a las categorías
de clásico o popular o, como solía hacerse hace un par de
décadas, complaciente o progresivo, es como querer meter a los
mamíferos en la taxonomía de los dinosaurios. Aunque, en
realidad, jamás existieron sólo dos clases de música
y, mucho menos, asimilables a tradiciones clásicas y populares.
Había música en la corte y la iglesia y, más tarde,
en los salones. Alguna era de entretenimiento puro, otra tenía
características más abstractas y especulativas; alguna se
bailaba, alguna se integraba a la escena teatral. Y estaba, también,
lo que pasaba en las calles, en las fiestas del pueblo, en los ámbitos
domésticos (que tampoco eran los mismos cuando se trataba de gente
pobre y de gente rica).
Pero, los medios masivos de comunicación vinieron a dinamitar el
terreno haciéndolo explotar en múltiples e imprevisibles
direcciones. En ese marco surge el rock. Y si el nuevo disco de R.E.M.
resulta particularmente interesante, además de por la calidad de
sus canciones, por tener un cantante extraordinario y por animarse a bucear
en las posibilidades formales y tímbricas de cada tema, es porque
actualiza y pone nuevamente en escena estas cuestiones. Estas son canciones,
claramente, para ser escuchadas. Están los orígenes populares,
es cierto, pero el resultado, sin tener por eso nada de pretenciosidad
ni de hibridez, requiere de la atención que se imaginan exclusivas
de la llamada música clásica.
El rock fue, en los comienzos, una música popular que cumplía
por lo menos con dos funciones de tipo ritual: la de identificar una generación
y (algo absolutamente relacionado con lo anterior) la de ser bailada.
A estas funcionalidades algunos músicos fueron agregándole
otra, posibilitada en primera instancia por el disco y la radio (ámbitos
donde la escucha privada resultaba privilegiada sobre el baile colectivo)
y, más adelante, por el paso de los salones de baile y las fiestas
a los recitales y conciertos. Mucho de lo que sucedió a partir
de 1964, aproximadamente, ganó en densidad musical (en algunos
casos llegó a niveles increíbles de complejidad y de concentración
de la información) aunque sin perder del todo masividad. Eran,
todavía, tiempos en que las revoluciones gozaban del favor general
y en que la novedad era un argumento de venta. Hubo un flujo, marcado
por la marcada sofisticación de los Beatles, por el surgimiento
de grupos como Pink Floyd y King Crimson y por los abismos a los que se
asomó Jimi Hendrix. Y hubo un reflujo, en el que se abominó
de casi todo y a partir del cual el rock volvió, casi con exclusividad.
a sus funcionalidades rituales.
R.E.M., ya desde sus comienzos en los primeros 80, cuando Michael Stipe
buscaba diferenciarse de la llamada new wave y de objetos como The B52s
(no tenemos una mierda que ver con ellos, salvo que somos del mismo
pueblo), se perfiló como una banda a la vieja usanza. Las
letras buscaban hablar de lo que antes, sin vergüenza, se consideraba
trascendente. La pertenencia al Sur Profundo de los Estados Unidos (la
ciudad de Athens) hizo que alguno los comparara con Faulkner. El folklore
habla de la casi separación, de la reciente confesión de
homosexualidad por parte de Stipe (algo bastante fácil de deducir
si se piensa en los dedicatarios de varios de los homenajes de Automatic
for the People, Montgomery Clift entre ellos) y del contrato millonario
con la Warner de un ex grupo alternativo (extraña definición
inventada desde que la palabra rock no quiere decir nada en
especial). Reveal habla de otra cosa. De cómo la rítmica,
la instrumentación y una cierta manera de entender a la canción
como universo estético, heredada de los Beatles y de lo mejor de
los Beach Boys, pueden seguir sirviendo para algo. De cómo un trío
que no le teme a la tristeza e incluso a las melancolías más
oscuras (¿quién dijo que el arte debe ser alegre?) logra,
a casi veinte años de sus primeros trabajos, el que probablemente
sea no sólo el mejor disco de su carrera sino el mejor disco, en
mucho tiempo, de un género (o conjunto de géneros) que,
según parece, todavía puede seguir dando buenos frutos.
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