Por Carlos Polimeni
En un papel mugriento, preservado
de las requisas, Víctor Jara escribió entre el 11 y el 14
de setiembre en el Estadio Nacional sus palabras finales. Las palabras
salieron clandestinamente del gigantesco campo de concentración,
convertidas en una mezcla de testamento y denuncia. Somos cinco
mil/ en esta pequeña parte de la ciudad./ Somos cinco mil./ ¿Cuántos
seremos en total/ en las ciudades y en todo el país? Sólo
aquí/ diez mil manos que siembran/ y hacen andar las fábricas/.
¡Cuánta humanidad/ con hambre, frío, pánico,
dolor,/ presión moral, terror y locura! (...) ¿Es este el
mundo que creaste, dios mío? ¿Para esto tus siete días
de asombro y de trabajo? (...) ¡Canto que mal me sales cuanto tengo
que cantar espanto! Espanto como el que vivo/ como el que muero, espanto.
El 15 de setiembre, un oficial del ejército que lo había
torturado personalmente durante tres días lo había
reconocido apenas ingresó al lugar pidió que lo sacaran
de una celda y lo llevaran hacia el patio, lleno de detenidos ilegales.
El oficial era conocido por El Príncipe por sus modos
soberbios, su altanería. Que Jara hubiese resistido las vejaciones
lo tenía en ascuas. ¡Canta ahora si puedes, hijo de
puta!, dicen que le dijo, mientras lo empujaba hacia el centro del
patio. Jara lo miró a los ojos y empezó a cantar el Himno
de la Unidad Popular, Venceremos. Los soldados lo golpearon
como a un perro rabioso.
En la mañana del domingo 16 de setiembre los pobladores del barrio
obrero de San Miguel, al lado del cementerio metropolitano de Santiago
de Chile, reconocieron su cadáver entre los de otros seis, ordenados
con prolijidad. Todos estaban desfigurados por los golpes y cosidos a
balazos de metralleta. Un rato después, un furgón retiró
los cuerpos, que fueron a parar a la morgue. El 18 de setiembre, la bailarina
inglesa Joan Alinson Turnes Roberts de Jara reconoció el cuerpo.
¿Qué te hicieron para consumirte así en una
semana?, pensó, parada como una autómata en ese depósito
repleto de cadáveres. En ese momento escribió
años después Joan, en Víctor Jara, un canto truncado
también murió una parte de mí. Sentía que
una buena parte de mí moría, mientras permanecía
allí, inmóvil y callada...incapaz de moverme ni hablar.
Víctor Jara era un símbolo de una sociedad chilena cruzada
de entusiasmos y contradicciones a finales de los 60 y principios
de los 70. La valentía con que soportó su destino,
y la vileza de sus asesinos, lo ascendieron luego de su muerte a un pedestal
de símbolo internacional. Su ¿final?, como el del presidente
Salvador Allende, y por motivos de salud agravados por el golpe, el del
poeta Pablo Neruda, operaron como una síntesis de aquello que significó
para la historia universal de la infamia el pinochetismo. Jara pasó
de artista comprometido con una causa política que sentía
justa, a mártir, dramático ejemplo de lo que los militares
latinoamericanos hicieron en sus horas más salvajes. Ni sus asesinos
ni los que dieron las órdenes fueron juzgados. El mundo ni siquiera
conoce sus nombres. La mención de Víctor Jara, en cambio,
suele iluminar rostros.
Jara, que era hijo de una hija de mapuches, nació en la población
rural de Lonquen, 80 kilómetros al sur de Santiago. Trabajó
como bestia desde niño en el campo junto a un padre elemental e
irascible y, acaso por eso, lloró el día que leyó
el poema Niño yuntero, de Miguel Hernández.
Aprendió a cantar acompañando a su madre, Amanda, a los
velorios de niños (que en Chile son festejo, bajo la certeza de
que los angelitos se van al cielo). Lo atormentaba la imagen del diablo,
sobre todo cuando en las noches de verano los campesinos de Lonquen se
sentaban a contar historias de malos espíritus. Cuando la familia
se trasladó a Santiago, estudió en un colegio religioso.
Quiso ser cura, pero se fue del seminario porque, a pesar de que le fascinaba
el canto gregoriano, no estaba dispuesto al celibato. Pensó en
ser militar, pero no le gustaron los cuarteles. Ingresó a un grupo
de teatro municipal y se convirtió en actor aficionado. En 1956,
ingresó a la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile. Allí,Joan
fue su profesora de Expresión Corporal. En 1957, una mujer le compró
su primera guitarra.
El resto fue en cámara rápida. En los 60, junto al
lento ascenso de la izquierda chilena en las votaciones hasta el triunfo
de Allende en 1969, un grupo de artistas se volcó de lleno al intento
de que las transformaciones de la sociedad se reflejaran en la canción
popular. Quilapayún, Inti Illimani, Los Parra, Tiempo Nuevo, Los
Amerindios, Patricio Manss y El Payo Grondona, entre otros, fueron voces
de una canción chilena comprometida con la historia. La aparición
en la Argentina de los seis discos que Jara grabó en aquellos años
veloces, definitorios y hermosos, con remezclas, bonus track y todos los
chiches que el siglo XXI permite, parece un acto de justicia para con
un artista inolvidable, por múltiples motivos. Te recuerdo
Amanda, Cuando voy al trabajo, Plegaria a un labrador
o Preguntas por Puerto Montt hablan desde la historia de su
apuesta a la belleza, concebida como una de las formas de la justicia.
Un homenaje, con Inti
Illimani
Este sábado, en Buenos Aires, la memoria de Víctor
Jara será homenajeada en un recital en el anfiteatro del
Parque Centenario. El grupo Inti Illimani y la viuda del músico,
Joan Jara, encabezan una cartelera en que habrá invitados
especiales y sorpresas. El conjunto y el cantante se conocieron
en la década del 60, en una era de efervescencias. Cuando
Jara dejó de trabajar con el primer grupo del nuevo folklore
con que se había relacionado, Quilapayún, planteó
la posibilidad de ser uno más del grupo. Aunque la idea no
prosperó, se produjo a partir de entonces una interesante
alquimia artística. Inti-Illimani participó en la
grabación de los discos Canto libre y El derecho de vivir
en paz. Después del asesinato de Jara, Jorge Coulon y Horacio
Salinas (compositores de Inti-Illimani) escribieron, durante una
gira por Escandinavia, Canción a Víctor,
que se convirtió en un clásico del exilio. El recital
del sábado comienza a las 18 y mañana Joan y los miembros
del grupo serán declarados huesped de honor de la ciudad.
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