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EL REGRESO DE VICTOR JARA
Retrato del hombre que venció a la muerte

Era el más famoso de los músicos populares chilenos que adherían a la revolución democrática encabezada
por Salvador Allende. Lo asesinaron en el Estadio Nacional, luego del golpe de 1973. Acaba de aparecer aquí su discografía completa.

Por Carlos Polimeni

En un papel mugriento, preservado de las requisas, Víctor Jara escribió entre el 11 y el 14 de setiembre en el Estadio Nacional sus palabras finales. Las palabras salieron clandestinamente del gigantesco campo de concentración, convertidas en una mezcla de testamento y denuncia. “Somos cinco mil/ en esta pequeña parte de la ciudad./ Somos cinco mil./ ¿Cuántos seremos en total/ en las ciudades y en todo el país? Sólo aquí/ diez mil manos que siembran/ y hacen andar las fábricas/. ¡Cuánta humanidad/ con hambre, frío, pánico, dolor,/ presión moral, terror y locura! (...) ¿Es este el mundo que creaste, dios mío? ¿Para esto tus siete días de asombro y de trabajo? (...) ¡Canto que mal me sales cuanto tengo que cantar espanto! Espanto como el que vivo/ como el que muero, espanto”. El 15 de setiembre, un oficial del ejército que lo había torturado personalmente durante tres días –lo había reconocido apenas ingresó al lugar– pidió que lo sacaran de una celda y lo llevaran hacia el patio, lleno de detenidos ilegales. El oficial era conocido por “El Príncipe” por sus modos soberbios, su altanería. Que Jara hubiese resistido las vejaciones lo tenía en ascuas. “¡Canta ahora si puedes, hijo de puta!”, dicen que le dijo, mientras lo empujaba hacia el centro del patio. Jara lo miró a los ojos y empezó a cantar el Himno de la Unidad Popular, “Venceremos”. Los soldados lo golpearon como a un perro rabioso.
En la mañana del domingo 16 de setiembre los pobladores del barrio obrero de San Miguel, al lado del cementerio metropolitano de Santiago de Chile, reconocieron su cadáver entre los de otros seis, ordenados con prolijidad. Todos estaban desfigurados por los golpes y cosidos a balazos de metralleta. Un rato después, un furgón retiró los cuerpos, que fueron a parar a la morgue. El 18 de setiembre, la bailarina inglesa Joan Alinson Turnes Roberts de Jara reconoció el cuerpo. “¿Qué te hicieron para consumirte así en una semana?”, pensó, parada como una autómata en ese depósito repleto de cadáveres. “En ese momento –escribió años después Joan, en Víctor Jara, un canto truncado– también murió una parte de mí. Sentía que una buena parte de mí moría, mientras permanecía allí, inmóvil y callada...incapaz de moverme ni hablar.”
Víctor Jara era un símbolo de una sociedad chilena cruzada de entusiasmos y contradicciones a finales de los ‘60 y principios de los ‘70. La valentía con que soportó su destino, y la vileza de sus asesinos, lo ascendieron luego de su muerte a un pedestal de símbolo internacional. Su ¿final?, como el del presidente Salvador Allende, y por motivos de salud agravados por el golpe, el del poeta Pablo Neruda, operaron como una síntesis de aquello que significó para la historia universal de la infamia el pinochetismo. Jara pasó de artista comprometido con una causa política que sentía justa, a mártir, dramático ejemplo de lo que los militares latinoamericanos hicieron en sus horas más salvajes. Ni sus asesinos ni los que dieron las órdenes fueron juzgados. El mundo ni siquiera conoce sus nombres. La mención de Víctor Jara, en cambio, suele iluminar rostros.
Jara, que era hijo de una hija de mapuches, nació en la población rural de Lonquen, 80 kilómetros al sur de Santiago. Trabajó como bestia desde niño en el campo junto a un padre elemental e irascible y, acaso por eso, lloró el día que leyó el poema “Niño yuntero”, de Miguel Hernández. Aprendió a cantar acompañando a su madre, Amanda, a los velorios de niños (que en Chile son festejo, bajo la certeza de que los angelitos se van al cielo). Lo atormentaba la imagen del diablo, sobre todo cuando en las noches de verano los campesinos de Lonquen se sentaban a contar historias de malos espíritus. Cuando la familia se trasladó a Santiago, estudió en un colegio religioso. Quiso ser cura, pero se fue del seminario porque, a pesar de que le fascinaba el canto gregoriano, no estaba dispuesto al celibato. Pensó en ser militar, pero no le gustaron los cuarteles. Ingresó a un grupo de teatro municipal y se convirtió en actor aficionado. En 1956, ingresó a la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile. Allí,Joan fue su profesora de Expresión Corporal. En 1957, una mujer le compró su primera guitarra.
El resto fue en cámara rápida. En los ‘60, junto al lento ascenso de la izquierda chilena en las votaciones hasta el triunfo de Allende en 1969, un grupo de artistas se volcó de lleno al intento de que las transformaciones de la sociedad se reflejaran en la canción popular. Quilapayún, Inti Illimani, Los Parra, Tiempo Nuevo, Los Amerindios, Patricio Manss y El Payo Grondona, entre otros, fueron voces de una canción chilena comprometida con la historia. La aparición en la Argentina de los seis discos que Jara grabó en aquellos años veloces, definitorios y hermosos, con remezclas, bonus track y todos los chiches que el siglo XXI permite, parece un acto de justicia para con un artista inolvidable, por múltiples motivos. “Te recuerdo Amanda”, “Cuando voy al trabajo”, “Plegaria a un labrador” o “Preguntas por Puerto Montt” hablan desde la historia de su apuesta a la belleza, concebida como una de las formas de la justicia.

 

Un homenaje, con Inti Illimani

Este sábado, en Buenos Aires, la memoria de Víctor Jara será homenajeada en un recital en el anfiteatro del Parque Centenario. El grupo Inti Illimani y la viuda del músico, Joan Jara, encabezan una cartelera en que habrá invitados especiales y sorpresas. El conjunto y el cantante se conocieron en la década del 60, en una era de efervescencias. Cuando Jara dejó de trabajar con el primer grupo del nuevo folklore con que se había relacionado, Quilapayún, planteó la posibilidad de ser uno más del grupo. Aunque la idea no prosperó, se produjo a partir de entonces una interesante alquimia artística. Inti-Illimani participó en la grabación de los discos Canto libre y El derecho de vivir en paz. Después del asesinato de Jara, Jorge Coulon y Horacio Salinas (compositores de Inti-Illimani) escribieron, durante una gira por Escandinavia, “Canción a Víctor”, que se convirtió en un clásico del exilio. El recital del sábado comienza a las 18 y mañana Joan y los miembros del grupo serán declarados huesped de honor de la ciudad.

 

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