Por Hilda Cabrera
Sólo en lo que dicen
el Chico y la Chica sobre su bebé podrá rastrearse aquí
algún signo sentimental, pues lo que abunda en esta obra del estadounidense
Edward Albee estrenada en 1998 en Londres y reescrita y presentada
en 2000 en Nueva York no es la ternura sino la malicia. Si bien
nada es transparente, es posible advertir en cada escena la manipulación
a la que están sujetos los personajes. El hecho de destacar la
duda como actitud primordial respecto de la existencia de un bebé
el que la muchacha imaginó parir, o parió realmente
no es en este caso un rasgo positivo, de búsqueda de la verdad.
Al contrario. La duda es aquí un elemento de manipulación,
y el primer indicio de una amenaza que los jóvenes perciben, pero
no saben de dónde ni de quiénes proviene. Quizá de
esa gente extraña que se les cruza de modo intempestivo,
de ese Hombre y esa Mujer a los que también les importa el infante:
¿Vieron al bebé? Precioso, ¿no? Ellos lo aman,
¿no creen?, comenta uno de los personajes adultos, de cara
al público. Tiene traza de comediante, se muestra zalamero y parece
disfrutar de su propio discurso, un compendio de reflexiones cómicas
y crueles.
En esos apartes es donde se hace evidente la intención de los adaptadores
Masllorens y González del Pino de imprimir color local
a una obra que, en un sentido general, parece poner en duda la vida futura
(si es que eso simboliza el bebé). Cualquiera haya sido la intención
del autor, el juego, tal como está planteado, inquieta. Los datos
surgen de lo que cuentan los personajes, incluido el parto, real o imaginado,
narrado por unos jóvenes que dicen quererse mucho pero no saben
cómo ayudarse.
Lo interesante de este trabajo es que, a pesar de esas imprecisiones,
el espectador no queda afuera. Tal vez el propósito sea juguemos
a jugar y a sacudir la conciencia, tarea que Albee (hoy con 73 años)
asumió tempranamente en sus obras, incluida la famosa ¿Quién
le teme a Virginia Woolf?, de 1962. En Tres mujeres altas, de 1991 descripción
de una estrategia final y desesperada por morir dulcemente, lo intentaba
con observaciones semejantes a golpes. Algo que también sucede
en El juego..., sólo que aquí esa clase de observaciones
parten de un Hombre y una Mujer bastante divertidos.
Podría pensarse que el eje de esta historia (o fragmentos de historias)
no es sino un enfrentamiento entre generaciones, pero la puesta de Roberto
Villanueva no informa. No existe una única pista para entender
lo que sucede. Es posible, sin embargo, descubrir lazos y hasta una superestructura
que condiciona. Esta puede ser la misma sociedad en la que están
insertos el autor y sus personajes, convertidos en conejillos de Indias.
El formato elegido (teatro dentro del teatro) refuerza esa impresión,
aun cuando, como aconsejan algunos estudiosos de las obras deAlbee, lo
más sensato para el espectador sea aflojarse y dejar que los símbolos
ejerzan su influencia.
A diferencia de los jóvenes, los mayores tienen un aire travieso.
El Hombre que compone con maestría Jorge Marrale adopta, regocijándose,
posturas y tics de clown. Una marcación que, aunque diferente,
retrotrae a otra excelente dirección de actores de Villanueva:
la de Botánico, obra del ítalo-argentino Elio Gallípoli,
vista en el Teatro Cervantes. Otro tanto sucede con la Mujer, protagonizada
con fino histrionismo por Norma Aleandro, empeñada en aclarar que
no es actriz, aunque sí un poquito teatral y capaz
de contar cuentos increíbles. Interpretados por los hiperactivos
Verónica Pelaccini y Claudio Tolcachir, la Chica y el Chico parecen
vivir una etapa iniciática sin falsos pudores, en un mundo que
no es un Paraíso y que recién comienzan a explorar. No les
interesa espiar ni arrebatar, como sí les importa a esos adultos,
extraños y hábiles comediantes, de quienes podría
sospecharse que están allí nada más que para mostrarle
al público uno de sus trucos más monstruosos.
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