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La inquietante metáfora del bebé
que tal vez jamás haya existido

La puesta de Roberto Villanueva de �El juego del bebé�, de Edward Albee, es una apuesta al lucimiento de Jorge Marrale y Norma Aleandro.

El bebé es una fuente de ambigüedades, incluyendo
un parto que no se sabe si
es real o imaginario.

Por Hilda Cabrera

Sólo en lo que dicen el Chico y la Chica sobre su bebé podrá rastrearse aquí algún signo sentimental, pues lo que abunda en esta obra del estadounidense Edward Albee –estrenada en 1998 en Londres y reescrita y presentada en 2000 en Nueva York– no es la ternura sino la malicia. Si bien nada es transparente, es posible advertir en cada escena la manipulación a la que están sujetos los personajes. El hecho de destacar la duda como actitud primordial respecto de la existencia de un bebé –el que la muchacha imaginó parir, o parió realmente– no es en este caso un rasgo positivo, de búsqueda de la verdad. Al contrario. La duda es aquí un elemento de manipulación, y el primer indicio de una amenaza que los jóvenes perciben, pero no saben de dónde ni de quiénes proviene. Quizá de esa “gente extraña” que se les cruza de modo intempestivo, de ese Hombre y esa Mujer a los que también les importa el infante: “¿Vieron al bebé? Precioso, ¿no? Ellos lo aman, ¿no creen?”, comenta uno de los personajes adultos, de cara al público. Tiene traza de comediante, se muestra zalamero y parece disfrutar de su propio discurso, un compendio de reflexiones cómicas y crueles.
En esos apartes es donde se hace evidente la intención de los adaptadores Masllorens y González del Pino de imprimir “color local” a una obra que, en un sentido general, parece poner en duda la vida futura (si es que eso simboliza el bebé). Cualquiera haya sido la intención del autor, el juego, tal como está planteado, inquieta. Los datos surgen de lo que cuentan los personajes, incluido el parto, real o imaginado, narrado por unos jóvenes que dicen quererse mucho pero no saben cómo ayudarse.
Lo interesante de este trabajo es que, a pesar de esas imprecisiones, el espectador no queda afuera. Tal vez el propósito sea juguemos a jugar y a sacudir la conciencia, tarea que Albee (hoy con 73 años) asumió tempranamente en sus obras, incluida la famosa ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, de 1962. En Tres mujeres altas, de 1991 –descripción de una estrategia final y desesperada por morir dulcemente–, lo intentaba con observaciones semejantes a golpes. Algo que también sucede en El juego..., sólo que aquí esa clase de observaciones parten de un Hombre y una Mujer bastante divertidos.
Podría pensarse que el eje de esta historia (o fragmentos de historias) no es sino un enfrentamiento entre generaciones, pero la puesta de Roberto Villanueva no informa. No existe una única pista para entender lo que sucede. Es posible, sin embargo, descubrir lazos y hasta una superestructura que condiciona. Esta puede ser la misma sociedad en la que están insertos el autor y sus personajes, convertidos en conejillos de Indias. El formato elegido (teatro dentro del teatro) refuerza esa impresión, aun cuando, como aconsejan algunos estudiosos de las obras deAlbee, lo más sensato para el espectador sea aflojarse y dejar que los símbolos ejerzan su influencia.
A diferencia de los jóvenes, los mayores tienen un aire travieso. El Hombre que compone con maestría Jorge Marrale adopta, regocijándose, posturas y tics de clown. Una marcación que, aunque diferente, retrotrae a otra excelente dirección de actores de Villanueva: la de Botánico, obra del ítalo-argentino Elio Gallípoli, vista en el Teatro Cervantes. Otro tanto sucede con la Mujer, protagonizada con fino histrionismo por Norma Aleandro, empeñada en aclarar que no es actriz, aunque sí “un poquito teatral” y capaz de contar cuentos increíbles. Interpretados por los hiperactivos Verónica Pelaccini y Claudio Tolcachir, la Chica y el Chico parecen vivir una etapa iniciática sin falsos pudores, en un mundo que no es un Paraíso y que recién comienzan a explorar. No les interesa espiar ni arrebatar, como sí les importa a esos adultos, extraños y hábiles comediantes, de quienes podría sospecharse que están allí nada más que para mostrarle al público uno de sus trucos más monstruosos.

 

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