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EL CIRCO DE PEKIN, UNA HORA Y MEDIA PARA EL ASOMBRO
Sonrisas en la cuerda floja

Los acróbatas chinos desafían las leyes de la naturaleza, en un
espectáculo con rasgos muy for export-new age, pero impactante.

La Sheng Yang Acrobatic Troupe
of China se supera a cada número.

El grupo vino por cuatro
funciones y agregó una semana más.

Por Pablo Plotkin

No hay animales graciosos, ni payasos repartiéndose tortazos, ni freaks: nada de mujeres barbudas, enanos u hombres con dos cabezas. El efecto asombro del espectáculo que trajo a América latina la Sheng Yang Acrobatic Troupe of China es rigurosamente físico. Aunque la palabra rigor parece perder sentido ante la sucesión de desafíos que los 47 acróbatas le juegan a la naturaleza. A través de los trece actos del show, los jóvenes pekineses se presentan como la humillación atlética del hombre común. Se trata de una exhibición –casi siempre bella, por momentos exasperantemente imposible– de la capacidad humana para sobreponerse a las leyes terrenales. Y para no limitar el asunto a una ostentación aeróbica, ahí están el sonido y las luces dictando la atmósfera de las proezas y expandiendo las hazañas atléticas a (otros) terrenos del arte como el ballet y el kung fu.
El primer acto es uno de los momentos visualmente más asombrosos, aunque no incluya piruetas extravagantes. Hay dos chicos meciéndose, girando como trompos y entrelazándose alrededor de un trapecio que pende de una bola de espejos. La escena –que parece transcurrir en cámara lenta al paso de una música épica, con ADN oriental y arreglos for export- tiene algo de erótica y algo de olímpica, y es un certero primer golpe a los sentidos para un público poco habituado a esta clase de shows. Luego hay un quiebre atmosférico un tanto estridente cuando un grupo de chinas que son todo sonrisas irrumpe bailando una marcha disco que podría funcionar como cortina alterna de “Todo X 2$”. Las chicas se sacan chispas revoleando unas cazuelitas que el público descubrirá llenas de agua al final, pero que no mojan el piso durante la coreografía.
La siguiente pieza se vuelve un poco redundante: unas chicas ruedan entre los brazos y piernas de unos pibes musculosos, y después se instala en el escenario una exhibición grandilocuente acompañada de música new age. Cantan algunos pajaritos artificiales, se oye el rugido del viento en stereo, y una tropa de acróbatas vestidas de verde entra en escena para rodear a las vedettes del instante: dos chicas que sostienen con lo que se les ocurra un racimo de palitos rematado con una pirámide de copas finas llenas de agua. Montadas a un trapecio, llevarán su artefacto a las alturas y deslumbrarán con una demostración escandalosa de equilibrio. Al espectador medio empiezan a dolerle las mandíbulas al ver a esas acróbatas que sostienen todo un centro de mesa con los dientes a 20 metros del suelo, sin derramar una sola gota de agua.
El quinto acto es el acto pensado-para-los-chicos. Unos perros con cabeza de dragón (los propios acróbatas disfrazados) hacen piruetas y juegan a ser torpes con pelotas gigantes, subibajas y rampas. Lo que sigue es un momento de tranquilidad animado por pequeñas hazañas con velas y candelabros, antes de la aparición de una rueda atlética deslumbrante. Los acróbatas mejor entrenados se la pasan superándose en los saltos ornamentales y atravesando aros apilados con mortales dobles, triples y toda clase de bestialidades olímpicas. Adrenalina pura. Enseguida, pibes con una media en la cabeza (representando la calvicie de los monjes shaolín) se mueven como monos por unos palos y demuestran su instrucción marcial con movimientos de kung fu. Aquí se exponen las intenciones de comercio global: la tradición milenaria oriental puesta en escena para el consumo de Occidente. Luego hay una especie de número de clowns con nenes disfrazados de vaquitas de San Antonio. Entonces dos de las estrellas de la compañía toman la escena con un acto de capacidad muscular. El niño mimado de la troupe, Zhang Gong Li (19 años), se queda para concretar su especialidad de Mr. Vértigo: demostraciones en una torre de sillas que parece tambalear con cada exclamación de los espectadores. Es la última concesión de riesgo antes del estallido del final con el elenco entregándose a un número de acrobacia más bien clásica, con música estilo Broadway atronando los parlantes y el desfile de los artistas sonriéndole a los aplausos.

 

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