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El padre de todos
Por Carlos Polimeni

El rock’n roll llevaba ya diez años de existencia, por lo menos, cuando Bob Dylan electrificó su banda de folk, en uno de los momentos claves de la historia de la música popular del siglo XX. El Festival de Newport de 1963 no importaría tanto luego por lo que originó en el folk, sino por el impacto que provocó en aquel género bizarro y menor, que hasta entonces era una proclama generacional, una forma de bailar, una moda extendida, pero, de ningún modo, una cultura. El ingreso de Dylan a su terreno, ese proceso por el cual el cantante de protesta se convirtió en un mesías eléctrico, le proporcionó al rock la experiencia poética y la conciencia social de que carecía absolutamente.
Antes de Dylan no existían letras de rock poéticas. Antes de Dylan el rock no tenía otra conciencia que la autoconciencia. Antes de Dylan, el rock era el rock de los ‘50, esa pléyade de adorables entretenedores que encabezaba Elvis Presley seguido por Chuck Berry, Little Richard, Jerry Lee Lewis y Bill Haley. Luego de Dylan, en la secuencia histórica, vienen The Beatles y The Rolling Stones. Dylan transformó al rock en un fenómeno cultural. “Elvis era el cuerpo, Dylan fue la mente”, dijo Bruce Springsteen. Dylan operó de bisagra entre un rock condenado a morir por infantil –como murieron el twist, el madison, el calipso y el cha-chacha– a un rock que se multiplicó, se parió a sí mismo docenas de veces.
Si Dylan simplemente se hubiese retirado después de su éxito en el Festival de Newport, cuando los ‘60 comenzaban a acelerarse, hubiese sido un héroe pero no un profeta. Ese festival, escribió el biógrafo An- thony Scaduto, fue el sitio en que miles de espectadores y docenas de periodistas presenciaron la transformación del trovador vagabundo inspirado en Woody Guthrie en el ecléctico héroe-poeta-visionario que parecía estar convocando a una revolución juvenil sin fronteras. Aquel Dylan del año en que los tiempos estaban cambiando para siempre, el profeta de una cultura a punto de explotar, daba miedo a las buenas conciencias burguesas. Había asumido su carrera como una especie de viaje sin retorno. El ideal punk, pero mucho antes: vivir rápida y peligrosamente, en un mundo en que ser adulto equivalía a ser cómplice de un pasado horripilante. “Para millones de jóvenes en el mundo la sensación era unívoca: había que amarlo ahora, y prestarle atención, porque quizá mañana estuviese muerto”, subraya el biógrafo. El hecho de que Dylan les haya habilitado a Los Beatles los primeros porros, en Nueva York en 1964, grafica también lo que su figura significaba en aquel mundo en que todo parecía por hacerse.
Dylan fue a partir de ahí el puente entre universos que por desconocerse se repelían: los beatniks y los rockers, los politizados militantes de la izquierda estadounidense y los jóvenes músicos del pop británico, los académicos liberales y las sectas que se complotaban para acabar con las academias, los estudiantes y los profesores. “Blowin’ in The Wind” (“Soplando en el viento”) y “Times They Are A-Changin’” (“Los tiempos están cambiando”), dos canciones de una ingeniería majestuosa, parecían entonces lo que serían por siempre: la explicación instantánea de por qué en la cúspide de la historia del rock no hay duda alguna de quién está antes, por arriba o en todo caso en el medio de los Rolling Stones y The Beatles. “El es el mejor de todos nosotros”, afirma Paul McCartney que, por lo demás, no es el tipo más modesto del mundo, ni tiene por qué serlo. En un mundo en que todos parecen necesitar un padre, Dylan fue el padre de todos.
Pensar que la influencia de Bob sobre el rock argentino se agota en León Gieco, el Dylan de las pampas, las poses, los lentes y las tapas de Andrés Calamaro, o algunas líricas de Fito Páez, como la de “Al lado del camino”, es pensar en chiquito. ¿Qué otra explicación tiene la súper abundancia de solistas, como hecho distintivo del rock nacional, que la impronta del hombre que inventó la canción inteligente de rock? Todos alguna vez, en el rock argentino de los ‘60 y ‘70, jugaron a ser Dylan, aun muchos que hoy lo ocultan, como jugaron a ser Dylan Leonard Cohen y Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina y Lou Reed, George Brassens y Jacques Brel, Tom Waits y John Lennon. El chico judío de Minnessota que homenajeó al poeta galés Dylan Thomas al pensar su nombre artístico no fue, empero, un hombre providencial. Su impronta, su explosiva aparición, su interminable influencia, pueden leerse como uno de los resultados más evidentes del estado de las cosas en la cultura occidental post Segunda Guerra Mundial. Dylan fue el emergente más pulido de una época en que cambiar los tiempos resultaba un imperativo moral, en Nueva York y en Saigón, en París y en Buenos Aires, en Praga, Estambul y Pekín. Ese era el mensaje que flotaba en el viento.

 

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