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UN EQUIPO ARGENTINO EN UNA INVESTIGACION CLAVE SOBRE OBESIDAD
Los motivos ocultos de la gordura

Investigadores argentinos y norteamericanos participaron en
un trabajo que permite entender un mecanismo clave de la obesidad:
el funcionamiento de una hormona llamada leptina. El estudio, realizado con ratones transgénicos, podría desembocar en un fármaco esencial.

Marcelo Rubinstein, del Instituto
de Investigaciones en Ingeniería Genética y Biología Molecular.

Por Pedro Lipcovich

Una clave para entender la obesidad fue desentrañada por el trabajo conjunto de dos equipos científicos, uno estadounidense y otro argentino. Se trata del funcionamiento de una hormona llamada “leptina”, que, producida por las células adiposas, le “avisa” al cerebro que la persona está engordando: el cerebro produce entonces un anorexígeno natural que le quitará las ganas de comer. Pero si la persona –con anorexígeno natural y todo– sigue comiendo, llega un momento en que su sistema nervioso se hace resistente a la leptina, con lo cual la sensación de saciedad no llega nunca y los kilos se multiplican. También hay personas que directamente carecen del gen de la saciedad y, para ellas, 180 kilos no es nada. La investigación –que se efectuó sobre células de ratones transgénicos, desarrollados en la Argentina– podría conducir a un fármaco que de verdad sirva contra la obesidad: es decir (no hacerse falsas ilusiones), no para que la gente coma y coma sin engordar sino para que los excedidos de peso puedan cambiar su conducta alimentaria.
Los resultados se publican hoy en la prestigiosa revista Nature, firmados por los científicos argentinos Marcelo Rubinstein y Marcelo Cerdán –del Instituto de Investigaciones en Ingeniería Genética y Biología Molecular, Ingebi, dependiente del Conicet– y por un equipo norteamericano dirigido por Malcolm Low –de la Oregon Health Sciences University–.
Se sabía ya que las células grasas, las del tejido adiposo, producen una hormona llamada leptina (de leptos, delgado, en griego); esta hormona circula por la sangre y, en el cerebro, contribuye a generar la sensación de saciedad: cuando una persona engorda, al tener más células adiposas produce más leptina y, como esta hormona causa saciedad, la persona come menos... Pero cualquier gordito sabe que esto no funciona tan bien.
Hay una causa principal para que esto no funcione bien: si a lo largo del tiempo la persona desoyó el mensaje de saciedad y siguió comiendo, y engordando y generando más leptina desoída, pudo producirse en ella una resistencia, una tolerancia fisiológica a la leptina. Entonces, el mensaje fisiológico de saciedad decrece y la hiperfagia, el exceso en el comer, que primero fue un problema en la conducta de esa persona, ahora tiene también una razón fisiológica.
Pero, ¿cómo actúa la leptina en el cerebro? En esta pregunta se anota el trabajo que hoy se da a conocer. Las neuronas que responden a esta hormona producen a su vez una sustancia de nombre difícil, “proopiomelanocortina”, que es ¡anorexígena! “Si uno inyecta esta sustancia en el cerebro de un ratón, deja de comer por días y días, incluso hasta morir de hambre”, comenta Marcelo Rubinstein.
El problema era cómo visualizar las neuronas que producen el anorexígeno natural, para estudiar qué les hace la leptina: es decir, para reconstruir el perdido camino que debiera ir desde los “rollitos” de grasa hasta la sensación de saciedad. Para esto, los investigadores empezaron por producir unos ratones transgénicos, en los que, gracias a un recurso tomado de las medusas marinas (ver recuadro), podían identificar las células cerebrales que querían estudiar.
Cuenta Rubinstein: “Descubrimos que, en presencia de leptina, esas neuronas se volvían hiperactivas, se ponían a disparar y disparar potenciales eléctricos”: quería decir que estaban produciendo aquel anorexígeno natural, que a su vez es recibido, en otro lugar del cerebro, por el centro de regulación de la saciedad, donde se desencadena el “¡no quiero más!” que el gordo estuvo esperando toda su vida.
Recapitulemos, porque entender esto puede ser casi tan difícil como adelgazar: las células adiposas producen leptina, la cual le “avisa” al cerebro que el tipo engordó; pero, como el gordo se hizo resistente al exceso de leptina, se quedó sin señal de saciedad y engorda cada vez más. La leptina hace que el cerebro produzca –se sabe ahora, gracias a esta investigación– el anorexígeno natural llamado “proopiomelanocortina”. ¿Qué aplicación práctica tendrá todo esto?: “Se podrían producir fármacos que actuaran igual que ese anorexígeno natural, trabajando directamente sobre el centro de regulación de la saciedad aunque el organismo se hubiera hecho resistente a la leptina”, contesta Rubinstein.
Para el investigador del Ingebi, su descubrimiento “es una pieza clave, aunque no la única, en la comprensión de los mecanismos que llevan a comer y a dejar de comer”, que son, en esencia, los de la obesidad, cuyas causas ¿son o no son fisiológicas?: que al gordo no le funcione la leptina es fisiológico: sin embargo, esta resistencia fisiológica pudo ser causada por su propia conducta, al comer mucho. Por eso el mismo Rubinstein observa que “la alimentación es una conducta donde las señales que vienen desde lo fisiológico tienen que articularse con los aspectos socioculturales y psicológicos”
Pero, también, pudo haber causas genéticas. “Se detectaron personas que no producen leptina en absoluto –cuenta Rubinstein–: son obesos, pueden pesar 180 kilos”, porque nunca se sacian. Hay personas que no pueden fabricar el anorexígeno natural, y también son obesas. Se concluye que “con un solo gen mutado, alguien puede ser llevado a la obesidad, por no poder nunca saciarse”, señala el investigador.
Por esta línea va el camino que ya iniciaron los investigadores, luego de cerrar su hallazgo clave. “Ahora estamos trabajando con ratones transgénicos, estudiando distintas mutaciones de genes para ver cuáles de ellas, por el camino de impedir la sensación de saciedad, generan obesidad”, anticipa Rubinstein.

 

Los ratones que brillan

En la penumbra del océano, las medusas fluorescen. Hace cinco años, científicos de la Universidad de Yale, en Estados Unidos, establecieron qué gen las hace fluorescentes y lo modificaron de manera que pudiera funcionar en células de mamíferos. El equipo del Ingebi dirigido por Marcelo Rubinstein se valió de esto para producir ratones transgénicos que permiten estudiar la obesidad.
El truco es: a las células que tienen activado el gen de la “proopiomelanocortina” (anorexígeno natural) se les activa también el gen de la fluorescencia, de modo que, mediante un microscopio especial, se las puede distinguir fácilmente de todas las demás. Brillan con luz verde.
Entonces, para investigar las causas que llevan a la obesidad, Rubinstein ofrece la siguiente, casi culinaria receta: “Se toma un cerebro de ratón recién sacrificado; se lo corta en rebanadas finas, de 200 a 300 micrones; se lo pone en una cámara de cultivo y, mediante un microscopio de fluorescencia, se identifican las neuronas verdes. Una vez identificadas, es posible aplicarles electrodos para medir su actividad”.

 

ADVIERTEN CONTRA EL CONSUMO EXCESIVO DE JUGOS
No son tan buenos como parecen

Por G. Casino *

A pesar de la imagen intachable de alimento nutritivo y saludable que tienen los jugos de fruta, su consumo inmoderado puede ser perjudicial para la salud de los niños. Un informe de la Academia Americana de Pediatría (AAP), una de las principales autoridades mundiales en materia de salud infantil, advierte a padres y pediatras que los jugos no son siempre la opción más saludable y que su consumo excesivo puede asociarse con diarrea, caries, problemas estomacales y un desequilibrio dietético que puede conducir a la malnutrición y el sobrepeso.
Los jugos ejemplifican perfectamente la máxima dietética de que cualquier producto saludable puede ser perjudicial cuando se toma en exceso. Y los jugos reúnen todas las condiciones para ello. A la gran aceptación que tienen entre los niños de todas las edades, hay que añadir la “etiqueta” de producto natural, sano y rico en vitaminas que hace que los padres generalmente no vean razones para limitar su consumo.
La mayoría de los jugos no contiene una cantidad significativa de proteínas, grasas, minerales o vitaminas, aparte de la vitamina C. En cambio sí poseen abundantes carbohidratos en forma de azúcares, que cuando son consumidos en exceso pueden originar flatulencia, empacho, dolor abdominal y diarrea, además de favorecer la malnutrición y el sobrepeso, según la AAP. Además, muchos de los jugos de frutas envasados carecen de fibra, por lo que “no ofrecen ninguna ventaja nutritiva sobre la fruta entera”.
Aunque los jugos con un 100 por ciento de frutas son un alimento saludable que puede tener su hueco en la dieta infantil, todo es una cuestión de límites. Y éstos dependen, entre otras cosas, de la edad del niño. La AAP trata de poner las cosas en su sitio con el informe que publica en el número de mayo de su revista Pediatrics, que incluye recomendaciones para niños de todas las edades. Así, recomienda que los niños de uno a seis años no tomen más de un vaso diario (apenas 200 mililitros) y a partir de los siete años, no más de dos vasos.
El caso de los lactantes es especial por el riesgo de sustituir la insustituible leche. La AAP indica tajantemente que “no hay ninguna indicación nutricional para dar jugos a niños menores de seis meses”. A partir del medio año, los pediatras desaconsejan a los padres que lleven permanentemente un biberón con jugo para calmar la sed del niño, porque esto favorece un consumo excesivo. También se advierte de que no deben darse jugos antes de dormir, para evitar las caries dentales, y que no son el tratamiento apropiado para la deshidratación o la diarrea.

* El País, especial para Página/12.

 

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