Por Silvina Szperling
Momento de espera antes de
la función. La clásica instancia de hall que, en este caso,
se aplica al patio contiguo al auditorio del Centro Cultural Recoleta.
Algunos espectadores, sin embargo, en lugar de charlar entre ellos se
juntan frente a la escalera vidriada, se asoman por sobre las cabezas
de otros, esquivan columnas para poder ver los movimientos de unas personas
que suben y bajan los escalones, se recuestan sobre pasamanos, salen por
una puerta y vuelven a entrar. Ya ha comenzado la función y la
totalidad de los presentes observa detenidamente a estas siluetas en blanco,
negro y rojo que serán las encargadas de guiar de aquí en
más al público a través de distintos espacios de
la otrora capilla convertida en auditorio. Teresa Duggan, directora y
coreógrafa de Two, llama a estos personajes de enlace acomodadores.
Lo cierto es que el recurso es eficaz y aporta un toque de humor a una
experiencia de uso no convencional del espacio que remite a ciclos caros
al aficionado a la danza en los 80, como Otras danzas, que coordinó
la maestra Ana Itelman en el mismo Centro Recoleta.
El recorrido continúa, ya dentro del auditorio, en la fuente de
mármol, espacio circular que Duggan aprovecha ambientando con velas
y poblándolo con dos mujeres salidas de uno de sus trabajos anteriores,
Kyo. Interpretando el primero de los dúos que se ven a lo largo
de Two, Daniela Lieban y María Laura García desarrollan
una danza con muchas curvas, algo de introspección y la particularidad
de que Lieban pinta el cuerpo de García a lo largo de la performance
mientras ésta baila y suena la música de Sainko sobre la
pieza, llamada Nácar y seda.
Otro interludio a cargo de los acomodadores ubica al público en
la platea, desde la cual se observarán las dos siguientes escenas,
que transcurren en el escenario y marcan el eclecticismo que es sello
de la velada. En Magma, Magdalena Ingrey y Matías Plaul
se internan, enfundados en trajes de colores, en un juego con ecos circenses
que no llega a definirse del todo. Por momentos aparece una relación
entre el hombre y la mujer, que luego cae ante el diseño de movimientos
con acentos formales. En Número cerrado, en cambio,
Duggan levanta nuevamente el vuelo sobre una fuerte pieza musical interpretada
por el Kronos Quartet.
En la partitura de Scott Johnson abundan las sonoridades filosas, las
referencias tecnológicas que generan una base sobre la cual una
voz habla de globalización y encuentros humanos, en un discurso
interrumpido y resignificado permanentemente. La coreografía se
sube a la concepción de la pieza musical, generando un lenguaje
lineal, con roles intercambiables, en el que los bailarines de uno u otro
género no tienen predilección por sostener o ser sostenido,
liderar o ser llevado por el otro. Algunos chistes para entendidos y/o
angloparlantes aquí o allá (como cuando el hablante dice
hang up mientras un cuerpo cuelga sobre otro) fluyen en el
devenir de la danza, aprovechando coincidencias de la palabra y el movimiento,
pero sin detenerse en ellas, eludiendo el riesgo de la cristalización
caricaturesca. Germán Fonzalida y María Laura García
se complementan perfectamente, interpretando esta escena con fuerte presencia,
buen manejo técnico y una comunicación que valida a este
dúo como el punto más alto de la noche. Para finalizar,
un remedo de El joven Frankenstein en tema, clima y sentido del humor.
Precedida por los acomodadores, quienes anuncian al público que
deberá subirse al escenario para ver la escala final mientras iluminan
sus propias caras con linternas desde abajo, una pareja desarrolla un
juego de persecuciones en el balcón del primer piso. En Luna
llena, la seducción va de la mano de un terror en solfa,
mientras se cuenta la clásica escena del vampiro. Si bien en cierta
medida previsibles, no dejan de causar simpatía estos devaneos
sobreactuados y la construcción de un remate muy acorde a la historia
y al clima construidos hasta aquí.
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