Por Luciano Monteagudo
Es curioso el lugar que ocupa
Michel Deville en el cine francés. Inició su carrera como
director con Esta noche o nunca, cuando despuntaban los primeros años
60, en pleno apogeo de la nouvelle vague, pero su obra que también
se apartaba del esclerosado cinéma de qualité que venía
arrastrándose de la década anterior se mantuvo siempre
al margen de las rupturas formales de Godard, Truffaut, Rohmer y compañía.
Una cierta predilección por el tono de comedia ligera, pero cuidadosamente
construida, pudieron, al principio, haber acercado su cine al de Philippe
de Broca, pero una inclinación posterior hacia films de tono más
cínico y desencantado (El oso y la muñeca, El cordero enardecido),
o de gran artificio (El patán), mostraron facetas completamente
distintas. Olvidado en Argentina desde hacía más de una
década, desde el lejano estreno de esa rara comedia libertina que
fue La lectora, en 1989, Deville reaparece ahora con Las confesiones del
doctor Sachs, un film singular, que le valió el premio al mejor
director en el Festival de San Sebastián.
Esa singularidad del nuevo film de Deville parece reflejar un poco la
del propio realizador y también la del protagonista, el doctor
Sachs, un joven médico de pueblo, que asume su tarea con una preocupación
casi artesanal por sus pacientes. Refractario a toda arrogancia del saber,
renuente a ejercer el poder sobre el cuerpo ajeno al que están
tan habituados sus colegas, dispuesto siempre a la comprensión
y la compasión, Sachs se presenta como una suerte de confesor de
guardapolvo blanco. Se diría que la principal tarea de Sachs en
su consultorio es, ante todo, escuchar, prestar su infinita paciencia
frente al sufrimiento ajeno, estar atento a los dolores físicos,
a los problemas domésticos, a las somatizaciones de hombres, mujeres
y niños que pasan frente a sus ojos cansados pero alertas. A la
noche, como una catarsis, el médico volcará en una libreta
manuscrita todas y cada una de las impresiones del día, como para
ir exorcizando esa carga, esa impotencia, lo que él mismo describe
como su enfermedad, esa de la que habla el título original
del film, La maladie de Sachs.
Lo que más llama la atención del nuevo film de Deville es
su construcción, coral, polifónica se diría. El retrato
de Sachs (un excelente Albert Dupontel) se va completando a partir de
lo que reflejan de él sus pacientes, de las decenas de pequeñas
visitas a su consultorio, en las que primero uno cree saber algo del enfermo,
para después comprender que se trata de ir dando cuenta de la personalidad
del médico, de sus dudas, sus cuestionamientos y sus propias debilidades.
Esa manera en escorzo de abordar un personaje remite sin duda a la obra
maestra de Deville, Dossier 51 (1978), en la que se accedía a los
secretos más íntimos de un diplomático francés
a partir de los datos que iba recogiendo de él entre terceros un
servicio de inteligencia, representado por una eterna cámara subjetiva,
que acentuaba el carácter paranoico del film.
Aquí también el protagonista va siendo representado de manera
especular, como en un espejo, un procedimiento en el que los distintos
reflejos terminan conformando su figura. Se le podría cuestionar
al film cierta atonía, una lasitud que parece un poco la misma
del doctor Sachs, pero esamímesis entre película y personaje
parece siempre deliberada, como si Deville quisiera poner al espectador
en la misma posición de su protagonista, frente al compromiso de
tener que reflexionar sobre las infinitas variaciones cotidianas del dolor
y de la felicidad.
PUNTOS
SER
O NO SER, DE MICHAEL ALMEREYDA
Hamlet se mudó a Manhattan
Por Martín
Pérez
Ser o no ser, ésa
es la cuestión, piensa el Hamlet del director Michael Almereyda,
interpretado en su film Ser o no ser por un frágil y melancólico
Ethan Hawke. Pero Hawke no declama semejante línea inmortal calavera
en mano, sino paseándose con las manos en los bolsillos por la
sección de acción de un Blockbuster cualquiera tal
vez el mejor ámbito contemporáneo para dicha cuestión,
en una brillante puesta en escena que funciona como el mejor ejemplo de
la audaz adaptación contemporánea a la que apostó
Almereyda para su Hamlet.
Conocido dentro del medio local apenas por el film Najda (1994), en el
que con el guiño del productor David Lynch puso al
día y en Nueva York el mito del vampiro, Almereyda realizó
el mismo trabajo con Hamlet para Ser o no ser. Inspirándose en
Hamlet goes business (1987), una adaptación de la obra de Shakespeare
realizada por el finlandés Aki Kaurismaki, Almereyda instaló
a Hamlet, Claudio, Polonio, Ofelia, Laertes, Horacio y demás en
la Nueva York contemporánea y transformó a la Dinamarca
original en la multinacional Denmark Corporation.
Alejándose de la trampa de la parodia en la que terminaba cayendo
aquel aggiornamiento vampírico, su adaptación de Hamlet
no abandona jamás el tono de tragedia, en sincronía con
la melancólica urgencia de los versos originales, que se conservan
aquí entre faxes, contestadores automáticos y celulares,
símbolos de un mundo contemporáneo y material. A diferencia
de la carga teatral de las celebradas adaptaciones shakesperianas marca
Branagh, el Hamlet de Almereyda encarna desde el primer momento la carga
visual de los nuevos tiempos, y es así como entre otros detalles
los pétalos que Ofelia arroja luego de la muerte de su padre devienen
en polaroids, o el fantasma del padre de Hamlet es visto por primera vez
a través de una cámara de seguridad.
Otro gran logro de la adaptación es el casting, que escogió
rostros principalmente cinematográficos para cada uno de los roles.
Así, el lynchiano Kyle MacLachlan (Twin Peaks, Terciopelo azul)
es Claudio, un fascinante Bill Murray es Polonio y Sam Shepard encarna
mejor que ningún otro al Fantasma del padre de Hamlet. Dentro de
semejante reparto de lujo no desentonan Ethan Hawke como Hamlet y la bellísima
Julia Stiles (que ya había protagonizado otra adaptación
de Shakespeare en la disfrutable 10 cosas que odio de ti) en el papel
de Ofelia.
Una meditación sobre Shakespeare un remix, ¿por qué
no? antes que una adaptación formal, el Hamlet de Almereyda
es toda una sorpresa cinematográfica, un poema que, tal como lo
menciona su propio director, recuerda la fragilidad de los valores espirituales
en un mundo material.
PUNTOS
LOS
PREMIOS DE LA CRITICA
El Cóndor vuelve
La Asociación de Cronistas
Cinematográficos de la Argentina entregará el próximo
martes los premios Cóndor de Plata a la producción cinematográfica
nacional del año 2000. La ceremonia se realizará en el Teatro
Nacional Cervantes de Libertad 815 a las 19, y será televisada
por Canal 7. Este año, las nominadas como Mejor película
son Nueve reinas (Fabián Bielinsky), Felicidades (Lucho Bender),
Nueces para el amor (Alberto Lecchi), Esperando al Mesías (Daniel
Burman) y 76-89-03 (Cristian Bernard & Flavio Nardini). Por primera
vez se entregará el Cóndor de Plata a la Mejor Película
de Animación, en tanto que se otorgarán premios especiales
a la trayectoria de las actrices María Duval, Alicia Vignoli y
Silvana Roth. Además se entregarán galardones al actor José
María Gutiérrez, al realizador y director de fotografía
Aníbal Di Salvo y a Alberto Kipnis, impulsor de los cines de arte
en la Argentina durante los años 60 y 70 (Lorraine, Losuar, Loire
y Lorange). En la ceremonia, la Orquesta Sinfónica Municipal General
San Martín, dirigida por el maestro Alfonso Devita, interpretará
una suite de temas de famosas películas argentinas, como Juan Moreira,
La Mary y Camila, entre otras. Marikena Monti, en tanto, tendrá
a su cargo un solo musical de La Mary.
Una
fuga hecha de amor, rencor y de pasión ciega
Por
L. M.
Verano de 1928,
en Buenos Aires. Un grupo de presos de la Penitenciaría de Las
Heras apura su libertad, haciendo uso de un largo túnel que sale
de la panadería del presidio y que debería dejarlos en un
baldío aledaño. Un error de cálculo, sin embargo,
los deposita en el piso turbio de una carbonería, propiedad de
un matrimonio de ancianos españoles. La sorpresa no arredra a los
fugitivos. Han soñado mucho con esa evasión y no van a detenerse
por un simple percance. A partir de ese momento, La fuga, el sexto largometraje
de Eduardo Mignogna, seguirá los tristes destinos de cada uno de
esos seis evadidos, que cargan sobre su conciencia con su propia condena,
que puede ser el amor, el rencor o la pasión por una causa ciega.
A diferencia de la novela homónima del propio Mignogna, que sirve
de base al film, la adaptación cinematográfica elige a uno
de esos fugitivos como narrador. La voz en off de Laureano Irala (Miguel
Angel Solá), con deliberado acento literario, será la que
se proponga estructurar el relato. El hecho de que Irala sea de profesión
estafador le sirve a su vez al film para borrar los límites entre
ficción y realidad, considerando -como sugiere el propio Irala
en el epílogo que todo puede ser cuento, por
qué no.
Hay algo sin duda folletinesco en las historias de cada uno de los evadidos.
La de propio Irala, en primer lugar, que siente el peso de una deuda con
ese viejo español que quedó viudo después de que
la fuga matara del susto a su esposa. Pero también en la sed de
venganza de Opitti (Alejandro Awada), en el recuerdo del amor que consume
a Bordiola (Gerardo Romano), en la trampa en la que cae un jugador profesional
como Santaló (Ricardo Darín) y hasta en la inmolación
romántica del anarquista Vallejo (el español Alberto Jiménez)
se intuye el deseo del director de entroncar a sus personajes y sus historias
con cierta narrativa popular de la época en que transcurren los
hechos.
Esa intención, sin embargo, queda opacada en La fuga por problemas
de relato y de tono. A diferencia de lo que sucedía en la novela,
que iba engarzando con equilibrio distintas historias, aquí en
el film no todas esas historias tienen la misma dimensión ni funcionan
a niveles equivalentes. El sordo melodrama triangular que vive Santaló
en manos de un tahúr profesional y su ambigua esposa (Arturo Maly,
Inés Estévez) es sin duda lo mejor de La fuga, por la precisión
con que están pintados los personajes y la tensión dramática
de las situaciones, pero los méritos evidentes de este episodio
desnudan la debilidad de otros, como el de Jazur (Vando Villamil), que
vive del recuerdo de su amor por el temible Pampa Zacarías (Omar
Alegre), una historia que en el film nunca alcanza a cobrar un peso propio.
A su vez, el uso reiterado de flashbacks que cada tanto devuelven
al film al escenario de la prisión contribuye a cierta confusión
narrativa, como si Mignogna nunca terminara de presentar a suspersonajes,
y provoca como resultado una dispersión de los tiempos internos
del relato. No es fácil manejar simultáneamente diferentes
relatos paralelos sin perder el ritmo general de una película y
La fuga no sale del todo airosa de esa prueba.
Más perjudicial (más sorprendente) es el tono que eligió
el director para su película. Cuesta entender por qué un
libro que hacía de la sobriedad, el pudor y el laconismo algunas
de sus mejores virtudes pasa a convertirse, en manos de su mismo autor,
en un film en muchos momentos solemne, declamatorio, altisonante. La música
enfática, abusiva de Federico Jusid, que subraya la mayoría
de las situaciones, tiene mucho que ver en esta grandilocuencia que se
va adueñando de La fuga. Pero quizás esa grandilocuencia
esté determinada desde antes, desde la concepción misma
del film, un proyecto de producción sumamente ambicioso -reconstrucción
de época, efectos especiales, múltiples líneas narrativas,
elenco multiestelar y que parece cargar con esa ambición
como una penitencia.
PUNTOS
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