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ESTRENOS DE LA SEMANA
“CONFESIONES DEL DOCTOR SACHS”, DE MICHEL DEVILLE
Cuando el infierno son los otros

El director de �La lectora� vuelve a la cartelera de Buenos Aires con un film coral, que refleja los conflictos de un médico a través de la mirada de sus pacientes. Por su parte, �La fuga�, de Eduardo Mignogna, apela a un elenco multiestelar para narrar un rosario de historias porteñas de los años 20.
Albert Dupontel y Marie-France Santon en el film de Deville. Le valió el premio
al mejor director en el Festival de San Sebastián.


Por Luciano Monteagudo

Es curioso el lugar que ocupa Michel Deville en el cine francés. Inició su carrera como director con Esta noche o nunca, cuando despuntaban los primeros años 60, en pleno apogeo de la nouvelle vague, pero su obra –que también se apartaba del esclerosado cinéma de qualité que venía arrastrándose de la década anterior– se mantuvo siempre al margen de las rupturas formales de Godard, Truffaut, Rohmer y compañía. Una cierta predilección por el tono de comedia ligera, pero cuidadosamente construida, pudieron, al principio, haber acercado su cine al de Philippe de Broca, pero una inclinación posterior hacia films de tono más cínico y desencantado (El oso y la muñeca, El cordero enardecido), o de gran artificio (El patán), mostraron facetas completamente distintas. Olvidado en Argentina desde hacía más de una década, desde el lejano estreno de esa rara comedia libertina que fue La lectora, en 1989, Deville reaparece ahora con Las confesiones del doctor Sachs, un film singular, que le valió el premio al mejor director en el Festival de San Sebastián.
Esa singularidad del nuevo film de Deville parece reflejar un poco la del propio realizador y también la del protagonista, el doctor Sachs, un joven médico de pueblo, que asume su tarea con una preocupación casi artesanal por sus pacientes. Refractario a toda arrogancia del saber, renuente a ejercer el poder sobre el cuerpo ajeno al que están tan habituados sus colegas, dispuesto siempre a la comprensión y la compasión, Sachs se presenta como una suerte de confesor de guardapolvo blanco. Se diría que la principal tarea de Sachs en su consultorio es, ante todo, escuchar, prestar su infinita paciencia frente al sufrimiento ajeno, estar atento a los dolores físicos, a los problemas domésticos, a las somatizaciones de hombres, mujeres y niños que pasan frente a sus ojos cansados pero alertas. A la noche, como una catarsis, el médico volcará en una libreta manuscrita todas y cada una de las impresiones del día, como para ir exorcizando esa carga, esa impotencia, lo que él mismo describe como su “enfermedad”, esa de la que habla el título original del film, La maladie de Sachs.
Lo que más llama la atención del nuevo film de Deville es su construcción, coral, polifónica se diría. El retrato de Sachs (un excelente Albert Dupontel) se va completando a partir de lo que reflejan de él sus pacientes, de las decenas de pequeñas visitas a su consultorio, en las que primero uno cree saber algo del enfermo, para después comprender que se trata de ir dando cuenta de la personalidad del médico, de sus dudas, sus cuestionamientos y sus propias debilidades. Esa manera en escorzo de abordar un personaje remite sin duda a la obra maestra de Deville, Dossier 51 (1978), en la que se accedía a los secretos más íntimos de un diplomático francés a partir de los datos que iba recogiendo de él entre terceros un servicio de inteligencia, representado por una eterna cámara subjetiva, que acentuaba el carácter paranoico del film.
Aquí también el protagonista va siendo representado de manera especular, como en un espejo, un procedimiento en el que los distintos reflejos terminan conformando su figura. Se le podría cuestionar al film cierta atonía, una lasitud que parece un poco la misma del doctor Sachs, pero esamímesis entre película y personaje parece siempre deliberada, como si Deville quisiera poner al espectador en la misma posición de su protagonista, frente al compromiso de tener que reflexionar sobre las infinitas variaciones cotidianas del dolor y de la felicidad.

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“SER O NO SER”, DE MICHAEL ALMEREYDA
Hamlet se mudó a Manhattan

Por Martín Pérez

“Ser o no ser, ésa es la cuestión”, piensa el Hamlet del director Michael Almereyda, interpretado en su film Ser o no ser por un frágil y melancólico Ethan Hawke. Pero Hawke no declama semejante línea inmortal calavera en mano, sino paseándose con las manos en los bolsillos por la sección de acción de un Blockbuster cualquiera –tal vez el mejor ámbito contemporáneo para dicha cuestión–, en una brillante puesta en escena que funciona como el mejor ejemplo de la audaz adaptación contemporánea a la que apostó Almereyda para su Hamlet.
Conocido dentro del medio local apenas por el film Najda (1994), en el que –con el guiño del productor David Lynch– puso al día y en Nueva York el mito del vampiro, Almereyda realizó el mismo trabajo con Hamlet para Ser o no ser. Inspirándose en Hamlet goes business (1987), una adaptación de la obra de Shakespeare realizada por el finlandés Aki Kaurismaki, Almereyda instaló a Hamlet, Claudio, Polonio, Ofelia, Laertes, Horacio y demás en la Nueva York contemporánea y transformó a la Dinamarca original en la multinacional Denmark Corporation.
Alejándose de la trampa de la parodia en la que terminaba cayendo aquel aggiornamiento vampírico, su adaptación de Hamlet no abandona jamás el tono de tragedia, en sincronía con la melancólica urgencia de los versos originales, que se conservan aquí entre faxes, contestadores automáticos y celulares, símbolos de un mundo contemporáneo y material. A diferencia de la carga teatral de las celebradas adaptaciones shakesperianas marca Branagh, el Hamlet de Almereyda encarna desde el primer momento la carga visual de los nuevos tiempos, y es así como –entre otros detalles– los pétalos que Ofelia arroja luego de la muerte de su padre devienen en polaroids, o el fantasma del padre de Hamlet es visto por primera vez a través de una cámara de seguridad.
Otro gran logro de la adaptación es el casting, que escogió rostros principalmente cinematográficos para cada uno de los roles. Así, el lynchiano Kyle MacLachlan (Twin Peaks, Terciopelo azul) es Claudio, un fascinante Bill Murray es Polonio y Sam Shepard encarna mejor que ningún otro al Fantasma del padre de Hamlet. Dentro de semejante reparto de lujo no desentonan Ethan Hawke como Hamlet y la bellísima Julia Stiles (que ya había protagonizado otra adaptación de Shakespeare en la disfrutable 10 cosas que odio de ti) en el papel de Ofelia.
Una meditación sobre Shakespeare –un remix, ¿por qué no?– antes que una adaptación formal, el Hamlet de Almereyda es toda una sorpresa cinematográfica, un poema que, tal como lo menciona su propio director, recuerda la fragilidad de los valores espirituales en un mundo material.

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LOS PREMIOS DE LA CRITICA
El Cóndor vuelve

La Asociación de Cronistas Cinematográficos de la Argentina entregará el próximo martes los premios Cóndor de Plata a la producción cinematográfica nacional del año 2000. La ceremonia se realizará en el Teatro Nacional Cervantes de Libertad 815 a las 19, y será televisada por Canal 7. Este año, las nominadas como “Mejor película” son Nueve reinas (Fabián Bielinsky), Felicidades (Lucho Bender), Nueces para el amor (Alberto Lecchi), Esperando al Mesías (Daniel Burman) y 76-89-03 (Cristian Bernard & Flavio Nardini). Por primera vez se entregará el Cóndor de Plata a la Mejor Película de Animación, en tanto que se otorgarán premios especiales a la trayectoria de las actrices María Duval, Alicia Vignoli y Silvana Roth. Además se entregarán galardones al actor José María Gutiérrez, al realizador y director de fotografía Aníbal Di Salvo y a Alberto Kipnis, impulsor de los cines de arte en la Argentina durante los años 60 y 70 (Lorraine, Losuar, Loire y Lorange). En la ceremonia, la Orquesta Sinfónica Municipal General San Martín, dirigida por el maestro Alfonso Devita, interpretará una suite de temas de famosas películas argentinas, como Juan Moreira, La Mary y Camila, entre otras. Marikena Monti, en tanto, tendrá a su cargo un solo musical de La Mary.

 


 

Una fuga hecha de amor, rencor y de pasión ciega

Por L. M.

Verano de 1928, en Buenos Aires. Un grupo de presos de la Penitenciaría de Las Heras apura su libertad, haciendo uso de un largo túnel que sale de la panadería del presidio y que debería dejarlos en un baldío aledaño. Un error de cálculo, sin embargo, los deposita en el piso turbio de una carbonería, propiedad de un matrimonio de ancianos españoles. La sorpresa no arredra a los fugitivos. Han soñado mucho con esa evasión y no van a detenerse por un simple percance. A partir de ese momento, La fuga, el sexto largometraje de Eduardo Mignogna, seguirá los tristes destinos de cada uno de esos seis evadidos, que cargan sobre su conciencia con su propia condena, que puede ser el amor, el rencor o la pasión por una causa ciega.
A diferencia de la novela homónima del propio Mignogna, que sirve de base al film, la adaptación cinematográfica elige a uno de esos fugitivos como narrador. La voz en off de Laureano Irala (Miguel Angel Solá), con deliberado acento literario, será la que se proponga estructurar el relato. El hecho de que Irala sea de profesión estafador le sirve a su vez al film para borrar los límites entre ficción y realidad, considerando -como sugiere el propio Irala en el epílogo– que todo puede ser “cuento”, por qué no.
Hay algo sin duda folletinesco en las historias de cada uno de los evadidos. La de propio Irala, en primer lugar, que siente el peso de una deuda con ese viejo español que quedó viudo después de que la fuga matara del susto a su esposa. Pero también en la sed de venganza de Opitti (Alejandro Awada), en el recuerdo del amor que consume a Bordiola (Gerardo Romano), en la trampa en la que cae un jugador profesional como Santaló (Ricardo Darín) y hasta en la inmolación romántica del anarquista Vallejo (el español Alberto Jiménez) se intuye el deseo del director de entroncar a sus personajes y sus historias con cierta narrativa popular de la época en que transcurren los hechos.
Esa intención, sin embargo, queda opacada en La fuga por problemas de relato y de tono. A diferencia de lo que sucedía en la novela, que iba engarzando con equilibrio distintas historias, aquí en el film no todas esas historias tienen la misma dimensión ni funcionan a niveles equivalentes. El sordo melodrama triangular que vive Santaló en manos de un tahúr profesional y su ambigua esposa (Arturo Maly, Inés Estévez) es sin duda lo mejor de La fuga, por la precisión con que están pintados los personajes y la tensión dramática de las situaciones, pero los méritos evidentes de este episodio desnudan la debilidad de otros, como el de Jazur (Vando Villamil), que vive del recuerdo de su amor por el temible Pampa Zacarías (Omar Alegre), una historia que en el film nunca alcanza a cobrar un peso propio. A su vez, el uso reiterado de flashbacks –que cada tanto devuelven al film al escenario de la prisión– contribuye a cierta confusión narrativa, como si Mignogna nunca terminara de presentar a suspersonajes, y provoca como resultado una dispersión de los tiempos internos del relato. No es fácil manejar simultáneamente diferentes relatos paralelos sin perder el ritmo general de una película y La fuga no sale del todo airosa de esa prueba.
Más perjudicial (más sorprendente) es el tono que eligió el director para su película. Cuesta entender por qué un libro que hacía de la sobriedad, el pudor y el laconismo algunas de sus mejores virtudes pasa a convertirse, en manos de su mismo autor, en un film en muchos momentos solemne, declamatorio, altisonante. La música enfática, abusiva de Federico Jusid, que subraya la mayoría de las situaciones, tiene mucho que ver en esta grandilocuencia que se va adueñando de La fuga. Pero quizás esa grandilocuencia esté determinada desde antes, desde la concepción misma del film, un proyecto de producción sumamente ambicioso -reconstrucción de época, efectos especiales, múltiples líneas narrativas, elenco multiestelar– y que parece cargar con esa ambición como una penitencia.

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