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25 DE MAYO DE 1810-25 DE MAYO DE 2001
¿Fueron eternos los laureles que supimos conseguir?

Un grupo de ciudadanos produjo hace 191 años la madre de los hechos políticos de la historia argentina. Recordar lo que la tradición llama la Gesta de Mayo no es un acto anacrónico, si se tiene en cuenta que las demandas de aquella Revolución en buena medida son asignaturas pendientes, demandas de una sociedad insatisfecha. En estas páginas, tres visiones sobre el tema. En la contratapa, la mirada de José Pablo Feinmann.

El visto bueno de Inglaterra

Por Pacho O’Donnell*
Corría 1810. El virrey Cisneros enfrentaba la desesperante escasez de recursos determinada por la decadencia política y económica de la metrópoli española, a la que se sumaba la circunstancia de que Gran Bretaña dominaba los mares impidiendo el tráfico entre Cádiz y el Río de La Plata. Entonces toma una medida extrema contra la oposición de los comerciantes más poderosos y aprueba un reglamento provisorio de libre comercio que significaba poner fin a siglos de monopolio español y autorizaba el intercambio con los ingleses.
En Buenos Aires los grupos económicos se fueron dividiendo en dos fracciones: los monopolistas y los exportadores. Los españoles pertenecientes al primer grupo quería mantener el privilegio de ser los únicos autorizados para introducir y vender los productos extranjeros que llegaban desde España. Estos llegaban sobrevaluados porque España, sin capacidad productiva, los compraba a otros países como Francia e Inglaterra para después revenderlos en América.
En cambio los productores, en su gran mayoría criollos, tanto agrícologanaderos como de las rudimentarias pero pujantes industrias del vino, del cuero, del tasajo, del tejido, querían comerciar directa y libremente con Inglaterra. Sostenían que España se había transformado en una cara, ineficiente y prescindible intermediaria y su crítica se expandía también hacia lo ideológico, cuestionando su oscurantismo religioso y sus convicciones detenidas en el pasado.
El administrador de la Aduana informará al virrey que desde la apertura de los puertos habían ingresado a ese ente recaudador unos 400.000 pesos, “cantidad que jamás ha producido esta Aduana en tan corto tiempo”. La suma equivalía a lo recaudado en todo el año 1806.
Creció de tal manera el comercio con los ingleses que las protestas de los poderosos monopolistas fueron tan amenazantes que el virrey dio marcha atrás en su liberalidad y ordenó, a principios de abril, la suspensión de la medida y la expulsión de los comerciantes extranjeros, dándoles a los mercaderes británicos un plazo de ocho días para dejar Buenos Aires.
Como era práctica siempre que sus intereses económicos eran amenazados los barcos de guerra británicos se hicieron presentes y amarraron en el puerto. Además el embajador inglés en Río de Janeiro, con competencia en el río de La Plata, lord Strangford, hizo conocer sus airadas protestas que mucho se parecían a amenazas.
Nuevamente Cisneros dio muestras de la poca firmeza de sus decisiones y amplió el plazo de la expulsión en cuatro meses, que expiraría el 20 de mayo. El asunto es que la revuelta del 25 de Mayo tuvo lugar bajo la cómplice presencia de la escuadra inglesa y sirvió para que la expulsión nunca tuviera efecto.
En una de las primeras reuniones de la Junta se discutió el tema de las relaciones con Inglaterra. Fue así que en los inmediatos días subsiguientes se rebajaron en un 100 por ciento los derechos de exportación y se declaró libre la salida de oro y plata sin más recaudos que pagar derecho como mercancía, tal como se había pedido en “La Representación de los Hacendados”.
El embajador Strangford informará al Foreign Office: “Tenemos promesas del presente gobierno de protección, amistad y todos los privilegios de ciudadanos”.
Era claro que Inglaterra apoyaba y condicionaba. El capitán de la escuadra, Charles Montagu Fabian, no sólo empavesó las naves y disparó salvas de festejo el 26 sino que también arengó al pueblo a favor de la revolución. Además a pedido de la junta accedió a trasladar a Inglaterra a un enviado, Matías Irigoyen, que informaría a la Corona de las novedades “a nombre de Fernando VII” y solicitaría la ayuda y la protección británica. Irigoyen debía, además, y no era eso lo menos importante de su misión, conseguir autorización para importar armas.

* Escritor, psicoanalista, dramaturgo, ex secretario de Cultura de la Ciudad y de la Nacion, actual diputado porteño.

 

La vida es sueño

Por Andrés Rivera*
¿Sabían los jacobinos de la Primera Junta en esa remota, casi improbable fría y lluviosa mañana de mayo de 1810, qué vientos corrían por el planeta? Hasta donde eran jacobinos, hasta donde alcanzaba su lectura de la historia, hasta donde se decían que la historia no era una pesadilla de la que deseaban evadirse, sabían que la Santa Alianza levantaba, en Europa, los estandartes del retorno al viejo orden, y que Napoleón, el representante más sagaz de la burguesía francesa –a quien el bueno de Hegel llamó el alma del mundo– cumplía, con prolijidad y genio, la tarea de enterrar los ecos del desmoronamiento de la Bastilla, de Valmy, y del sueño igualitario de los sansculottes.
Y, sin embargo, pocos como fueron, tal vez desesperados, en una tierra de vacas, contrabandistas y evasores de impuestos, ausente la base social que los respaldase, confiaron al futuro su venganza y su reivindicación.
Escribieron sus proclamas en La Gazeta de Buenos Aires; trazaron, en la penumbra de la clandestinidad, un plan de operaciones que Maquiavelo hubiese aprobado; colgaron de un poste a Martín de Alzaga y fusilaron a Santiago de Liniers, dos de las cabezas más prestigiosas de la contrarrevolución; fundaron regimientos; liberaron esclavos, pardos y morenos, y con ellos conocieron la derrota en Huaqui, Vilcapugio, Ayohuma, y triunfaron, sobre los ejércitos monárquicos, en Tucumán y Salta, en Florida y Chiquitas y Chacabuco. Y, llegado el momento, no rehusaron ser implacables. Eso se les reprochó a los revolucionarios de mayo: que fueran implacables. Nicolás Rodríguez Peña, que habló por los que no tenían fortuna ni vacas ni tierras, supo responder a los hipócritas, a los saciados y conversos. “Castelli –dijo– no era feroz ni cruel. Obraba así porque así estábamos comprometidos a obrar todos. Cualquier otro, debiéndole a la patria lo que nos habíamos comprometido a darle, habría obrado como él. Lo habíamos jurado todos y hombres de nuestro temple no podían echarse atrás. Repróchennos ustedes que no han pasado por las mismas necesidades ni han tenido que obrar en el mismo terreno. ¡Que fuimos crueles...! ¡Vaya con el cargo!; mientras tanto, ahí tienen ustedes una patria que no está ya en compromiso de serlo. ¿Hubo otros medios? Así será; nosotros no lo vimos ni creímos que con otros medios fuéramos capaces de hacer lo que hicimos.” Hubo otra voz que juzgó a los que no renegaron del esplendor fugaz y salvaje de la Revolución. El brigadier Juan Manuel de Rosas, que no militó en los ejércitos de la independencia, exaltó, no sin melancolía, los apacibles días que precedieron al 25 de Mayo de 1810.
¿A qué se alude, entonces, cuando se nombra esa fecha? ¿A una celebración escolar, rutinaria y aburrida? Sí. ¿A calles y monumentos que nivelan, en los altares erigidos por los apologistas de la unidad nacional, a enemigos profundos, irreconciliables? Sí. ¿A un país poseído por los Anchorena, los Pereyra, los Leloir y otros caballeros de quienes el señor Domingo Faustino Sarmiento, un entusiasta paranoico del progreso a la norteamericana, abominó en un instante de lucidez? Sí. Pero también a la utopía, y a los que todavía no desisten de ella.

* * Escritor, autor de "Los que no mueren", "Ajuste de cuentas", "Nada que perder", "La revolución es un sueño eterno" y "Los vencedores no dudan", entre otras obras. La primera versión de esta nota fue publicada por Página/12 en mayo de 1990.

 

¡Viva la patria!

Por Ema Cibotti *
Hay una tradición, legado de la Revolución, que define la patria como un proyecto político, expresión libre de la voluntad popular. Esta concepción ejerció en el siglo XIX su enorme potencial transformador. Como sabemos, la Revolución de Mayo que se consolida con la declaración de la Independencia en 1816, nos constituye como pueblo soberano. Todos somos -aunque idealmente– sujetos libres e iguales ante la ley, y esto da legitimidad de origen al reclamo y a la protesta popular. Bajo esta concepción se asocia la patria con el imperio de la ley. Obviamente se trata de la ley que iguala, libera y fraterniza a unos con otros. Los escritos de Monteagudo son elocuentes al respecto. Esta inspiración revolucionaria se propaga también como símbolo. Los ejemplos abundan. La victoria de Chacabuco, en 1817, se celebra ruidosamente en Buenos Aires el 25 de mayo. Pese a los muertos, no se guarda luto, mujeres y niñas se visten de celeste y blanco y se usa el cabello “partido a la patriota” con raya a la izquierda, el pelo suelto o separado en dos trenzas y el infaltable gorro frigio en la cabeza. El ideal patriótico se mantiene vigente y es reivindicado por hombres y mujeres después de cerrada la etapa revolucionaria.
El 26 de noviembre de 1830, la revista femenina La Aljaba publica en Buenos Aires un artículo editorial titulado “Amor a la patria”. La nota recupera el espíritu de Mayo y asocia el patriotismo con el ejercicio de los derechos ciudadanos, gobierna Juan Manuel de Rosas. Las palabras, parecen cuidadosamente elegidas, la intención pedagógica resulta evidente: “El amor que debemos tener a nuestra patria no es aquella ternura de que no podemos prescindir con respecto a los que nos han dado el ser o a los que estamos ligados por los vínculos de la sangre, sentimiento, algunas veces muy fuerte, pero siempre limitado. Tampoco es el amor a la patria el afecto que tenemos a los que han nacido en nuestro país. Amor a la patria es, esa fuerte e irresistible adhesión a las leyes que nos rigen, cuando estamos convencidos de sus ventajas benéficas”.
La patria es un proyecto en común que no resigna derechos, dice la editora de La Aljaba, Petrona Rosende de Serra, en este valiente párrafo político, primera versión criolla de lo que actualmente llamamos patriotismo constitucional. No hay en el texto una sola concesión, ni a la tierra ni a la sangre, pues no son los valores que animaban a los patriotas de 1810. Por el contrario, la idea de patria definida por el vínculo de nacimiento, desgajado de todo empeño político, es posterior.
En 1830, el legado revolucionario está en disputa. Con frase lapidaria Juan Bautista Alberdi define este momento inicial de las guerras civiles. El pasado (colonial) no tenía defensores, las divisiones llegaron después, escribe Alberti. En efecto, el enfrentamiento entre unitarios y federales es ya violento y fratricida, se cobra la vida de un jefe prestigioso de la Revolución, Manuel Dorrego. La editora de La Aljaba, desesperada, apela a las mujeres, exalta la maternidad republicana, de la emancipación de la patria –dice– depende la emancipación femenina.
Es notoria la afinidad de ideas entre La Aljaba y Esteban Echeverría. El creador del Dogma Socialista, enfrentado al gobierno de Rosas y exiliado en Montevideo, acuña la fórmula Mayo, Progreso, Democracia para defender el legado de la Revolución. Su ideario puede leerse también en la piedra. En la ciudad de Buenos Aires, en la plazoleta que está en Marcelo T. de Alvear y Florida, en ángulo con la Plaza San Martín, se halla el monumento a su memoria. Sobre uno de los laterales se lee: “Los esclavos o los hombres sometidos al poder absoluto no tienen patria porque la patria no se vincula a la tierra natal sino en el libre ejercicio de los derechos ciudadanos.”
Esta es la tradición política de Mayo que se alza contra la barbarie de la guerras civiles del siglo XIX, pero también contra la de la últimadictadura militar. De siglo a siglo, el legado revolucionario perdura, pues el ejercicio del patriotismo constitucional, lejos de ser elitista, promueve la democracia, y aunque no es suficiente sí es necesario para afianzar la justicia social.

* Historiadora

 

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