El visto bueno de
Inglaterra
Por Pacho ODonnell*
Corría 1810. El virrey Cisneros enfrentaba la desesperante
escasez de recursos determinada por la decadencia política
y económica de la metrópoli española, a la
que se sumaba la circunstancia de que Gran Bretaña dominaba
los mares impidiendo el tráfico entre Cádiz y el Río
de La Plata. Entonces toma una medida extrema contra la oposición
de los comerciantes más poderosos y aprueba un reglamento
provisorio de libre comercio que significaba poner fin a siglos
de monopolio español y autorizaba el intercambio con los
ingleses.
En Buenos Aires los grupos económicos se fueron dividiendo
en dos fracciones: los monopolistas y los exportadores. Los españoles
pertenecientes al primer grupo quería mantener el privilegio
de ser los únicos autorizados para introducir y vender los
productos extranjeros que llegaban desde España. Estos llegaban
sobrevaluados porque España, sin capacidad productiva, los
compraba a otros países como Francia e Inglaterra para después
revenderlos en América.
En cambio los productores, en su gran mayoría criollos, tanto
agrícologanaderos como de las rudimentarias pero pujantes
industrias del vino, del cuero, del tasajo, del tejido, querían
comerciar directa y libremente con Inglaterra. Sostenían
que España se había transformado en una cara, ineficiente
y prescindible intermediaria y su crítica se expandía
también hacia lo ideológico, cuestionando su oscurantismo
religioso y sus convicciones detenidas en el pasado.
El administrador de la Aduana informará al virrey que desde
la apertura de los puertos habían ingresado a ese ente recaudador
unos 400.000 pesos, cantidad que jamás ha producido
esta Aduana en tan corto tiempo. La suma equivalía
a lo recaudado en todo el año 1806.
Creció de tal manera el comercio con los ingleses que las
protestas de los poderosos monopolistas fueron tan amenazantes que
el virrey dio marcha atrás en su liberalidad y ordenó,
a principios de abril, la suspensión de la medida y la expulsión
de los comerciantes extranjeros, dándoles a los mercaderes
británicos un plazo de ocho días para dejar Buenos
Aires.
Como era práctica siempre que sus intereses económicos
eran amenazados los barcos de guerra británicos se hicieron
presentes y amarraron en el puerto. Además el embajador inglés
en Río de Janeiro, con competencia en el río de La
Plata, lord Strangford, hizo conocer sus airadas protestas que mucho
se parecían a amenazas.
Nuevamente Cisneros dio muestras de la poca firmeza de sus decisiones
y amplió el plazo de la expulsión en cuatro meses,
que expiraría el 20 de mayo. El asunto es que la revuelta
del 25 de Mayo tuvo lugar bajo la cómplice presencia de la
escuadra inglesa y sirvió para que la expulsión nunca
tuviera efecto.
En una de las primeras reuniones de la Junta se discutió
el tema de las relaciones con Inglaterra. Fue así que en
los inmediatos días subsiguientes se rebajaron en un 100
por ciento los derechos de exportación y se declaró
libre la salida de oro y plata sin más recaudos que pagar
derecho como mercancía, tal como se había pedido en
La Representación de los Hacendados.
El embajador Strangford informará al Foreign Office: Tenemos
promesas del presente gobierno de protección, amistad y todos
los privilegios de ciudadanos.
Era claro que Inglaterra apoyaba y condicionaba. El capitán
de la escuadra, Charles Montagu Fabian, no sólo empavesó
las naves y disparó salvas de festejo el 26 sino que también
arengó al pueblo a favor de la revolución. Además
a pedido de la junta accedió a trasladar a Inglaterra a un
enviado, Matías Irigoyen, que informaría a la Corona
de las novedades a nombre de Fernando VII y solicitaría
la ayuda y la protección británica. Irigoyen debía,
además, y no era eso lo menos importante de su misión,
conseguir autorización para importar armas.
* Escritor, psicoanalista, dramaturgo, ex secretario de Cultura
de la Ciudad y de la Nacion, actual diputado porteño.
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La vida es sueño
Por Andrés Rivera*
¿Sabían los jacobinos de la Primera Junta
en esa remota, casi improbable fría y lluviosa mañana
de mayo de 1810, qué vientos corrían por el planeta?
Hasta donde eran jacobinos, hasta donde alcanzaba su lectura de
la historia, hasta donde se decían que la historia no era
una pesadilla de la que deseaban evadirse, sabían que la
Santa Alianza levantaba, en Europa, los estandartes del retorno
al viejo orden, y que Napoleón, el representante más
sagaz de la burguesía francesa a quien el bueno de
Hegel llamó el alma del mundo cumplía, con prolijidad
y genio, la tarea de enterrar los ecos del desmoronamiento de la
Bastilla, de Valmy, y del sueño igualitario de los sansculottes.
Y, sin embargo, pocos como fueron, tal vez desesperados, en una
tierra de vacas, contrabandistas y evasores de impuestos, ausente
la base social que los respaldase, confiaron al futuro su venganza
y su reivindicación.
Escribieron sus proclamas en La Gazeta de Buenos Aires; trazaron,
en la penumbra de la clandestinidad, un plan de operaciones que
Maquiavelo hubiese aprobado; colgaron de un poste a Martín
de Alzaga y fusilaron a Santiago de Liniers, dos de las cabezas
más prestigiosas de la contrarrevolución; fundaron
regimientos; liberaron esclavos, pardos y morenos, y con ellos conocieron
la derrota en Huaqui, Vilcapugio, Ayohuma, y triunfaron, sobre los
ejércitos monárquicos, en Tucumán y Salta,
en Florida y Chiquitas y Chacabuco. Y, llegado el momento, no rehusaron
ser implacables. Eso se les reprochó a los revolucionarios
de mayo: que fueran implacables. Nicolás Rodríguez
Peña, que habló por los que no tenían fortuna
ni vacas ni tierras, supo responder a los hipócritas, a los
saciados y conversos. Castelli dijo no era feroz
ni cruel. Obraba así porque así estábamos comprometidos
a obrar todos. Cualquier otro, debiéndole a la patria lo
que nos habíamos comprometido a darle, habría obrado
como él. Lo habíamos jurado todos y hombres de nuestro
temple no podían echarse atrás. Repróchennos
ustedes que no han pasado por las mismas necesidades ni han tenido
que obrar en el mismo terreno. ¡Que fuimos crueles...! ¡Vaya
con el cargo!; mientras tanto, ahí tienen ustedes una patria
que no está ya en compromiso de serlo. ¿Hubo otros
medios? Así será; nosotros no lo vimos ni creímos
que con otros medios fuéramos capaces de hacer lo que hicimos.
Hubo otra voz que juzgó a los que no renegaron del esplendor
fugaz y salvaje de la Revolución. El brigadier Juan Manuel
de Rosas, que no militó en los ejércitos de la independencia,
exaltó, no sin melancolía, los apacibles días
que precedieron al 25 de Mayo de 1810.
¿A qué se alude, entonces, cuando se nombra esa fecha?
¿A una celebración escolar, rutinaria y aburrida?
Sí. ¿A calles y monumentos que nivelan, en los altares
erigidos por los apologistas de la unidad nacional, a enemigos profundos,
irreconciliables? Sí. ¿A un país poseído
por los Anchorena, los Pereyra, los Leloir y otros caballeros de
quienes el señor Domingo Faustino Sarmiento, un entusiasta
paranoico del progreso a la norteamericana, abominó en un
instante de lucidez? Sí. Pero también a la utopía,
y a los que todavía no desisten de ella.
* * Escritor, autor de "Los que no mueren", "Ajuste
de cuentas", "Nada que perder", "La revolución
es un sueño eterno" y "Los vencedores no dudan",
entre otras obras. La primera versión de esta nota fue publicada
por Página/12 en mayo de 1990.
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¡Viva la patria!
Por Ema Cibotti *
Hay una tradición, legado de la Revolución,
que define la patria como un proyecto político, expresión
libre de la voluntad popular. Esta concepción ejerció
en el siglo XIX su enorme potencial transformador. Como sabemos,
la Revolución de Mayo que se consolida con la declaración
de la Independencia en 1816, nos constituye como pueblo soberano.
Todos somos -aunque idealmente sujetos libres e iguales ante
la ley, y esto da legitimidad de origen al reclamo y a la protesta
popular. Bajo esta concepción se asocia la patria con el
imperio de la ley. Obviamente se trata de la ley que iguala, libera
y fraterniza a unos con otros. Los escritos de Monteagudo son elocuentes
al respecto. Esta inspiración revolucionaria se propaga también
como símbolo. Los ejemplos abundan. La victoria de Chacabuco,
en 1817, se celebra ruidosamente en Buenos Aires el 25 de mayo.
Pese a los muertos, no se guarda luto, mujeres y niñas se
visten de celeste y blanco y se usa el cabello partido a la
patriota con raya a la izquierda, el pelo suelto o separado
en dos trenzas y el infaltable gorro frigio en la cabeza. El ideal
patriótico se mantiene vigente y es reivindicado por hombres
y mujeres después de cerrada la etapa revolucionaria.
El 26 de noviembre de 1830, la revista femenina La Aljaba publica
en Buenos Aires un artículo editorial titulado Amor
a la patria. La nota recupera el espíritu de Mayo y
asocia el patriotismo con el ejercicio de los derechos ciudadanos,
gobierna Juan Manuel de Rosas. Las palabras, parecen cuidadosamente
elegidas, la intención pedagógica resulta evidente:
El amor que debemos tener a nuestra patria no es aquella ternura
de que no podemos prescindir con respecto a los que nos han dado
el ser o a los que estamos ligados por los vínculos de la
sangre, sentimiento, algunas veces muy fuerte, pero siempre limitado.
Tampoco es el amor a la patria el afecto que tenemos a los que han
nacido en nuestro país. Amor a la patria es, esa fuerte e
irresistible adhesión a las leyes que nos rigen, cuando estamos
convencidos de sus ventajas benéficas.
La patria es un proyecto en común que no resigna derechos,
dice la editora de La Aljaba, Petrona Rosende de Serra, en este
valiente párrafo político, primera versión
criolla de lo que actualmente llamamos patriotismo constitucional.
No hay en el texto una sola concesión, ni a la tierra ni
a la sangre, pues no son los valores que animaban a los patriotas
de 1810. Por el contrario, la idea de patria definida por el vínculo
de nacimiento, desgajado de todo empeño político,
es posterior.
En 1830, el legado revolucionario está en disputa. Con frase
lapidaria Juan Bautista Alberdi define este momento inicial de las
guerras civiles. El pasado (colonial) no tenía defensores,
las divisiones llegaron después, escribe Alberti. En efecto,
el enfrentamiento entre unitarios y federales es ya violento y fratricida,
se cobra la vida de un jefe prestigioso de la Revolución,
Manuel Dorrego. La editora de La Aljaba, desesperada, apela a las
mujeres, exalta la maternidad republicana, de la emancipación
de la patria dice depende la emancipación femenina.
Es notoria la afinidad de ideas entre La Aljaba y Esteban Echeverría.
El creador del Dogma Socialista, enfrentado al gobierno de Rosas
y exiliado en Montevideo, acuña la fórmula Mayo, Progreso,
Democracia para defender el legado de la Revolución. Su ideario
puede leerse también en la piedra. En la ciudad de Buenos
Aires, en la plazoleta que está en Marcelo T. de Alvear y
Florida, en ángulo con la Plaza San Martín, se halla
el monumento a su memoria. Sobre uno de los laterales se lee: Los
esclavos o los hombres sometidos al poder absoluto no tienen patria
porque la patria no se vincula a la tierra natal sino en el libre
ejercicio de los derechos ciudadanos.
Esta es la tradición política de Mayo que se alza
contra la barbarie de la guerras civiles del siglo XIX, pero también
contra la de la últimadictadura militar. De siglo a siglo,
el legado revolucionario perdura, pues el ejercicio del patriotismo
constitucional, lejos de ser elitista, promueve la democracia, y
aunque no es suficiente sí es necesario para afianzar la
justicia social.
* Historiadora
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