LOGICAS
Considerar los problemas de la seguridad pública a partir
del impacto emocional en la sociedad, excitada además por
los recursos espectaculares de los medios electrónicos, desemboca
con facilidad en proposiciones estereotipadas, más propensas
al efectismo demagógico que a soluciones verdaderas. Esas
simplificaciones en el análisis de las causas y los efectos
de la violencia delictiva terminan instalando, en ciertos núcleos
vecinales atemorizados por los datos cotidianos, demandas de castigos
extremos para los infractores. Pena de muerte, castración,
linchamiento, justicia por mano propia, policía que dispare
primero y pregunte después son algunas opciones en circulación,
tanto o más estremecedoras que los delitos que pretenden
reprimir. Las mismas voces descalifican con el mote de garantistas
a los que reivindican los derechos constitucionales como fundamento
doctrinario de cualquier política activa sobre seguridad
ciudadana. La tentación de renunciar a las garantías
de la Constitución para hacer frente a las dificultades coyunturales,
sobre todo es el residuo cultural de más de medio siglo de
inestabilidad institucional, incluido el terrorismo de Estado de
la última dictadura del siglo XX. Hay que anotar, de paso,
que fueron esas experiencias históricas las que más
envilecieron a las fuerzas de seguridad y deshonraron sus uniformes
cada vez que sustituyeron los mandatos legales por prácticas
perversas, desde la tortura y la desaparición
de detenidos hasta el derecho al botín. Ya es
grave que algunos opinadores acudan a los estantes polvorientos
de la propaganda dictatorial para atribuir ese desprestigio a una
supuesta prédica subversiva, o que haya ciudadanos
que extravían la memoria por el susto, aunque esté
justificado, pero es peor que los legisladores de la democracia
dejen de lado sus compromisos con la libertad para endurecer
la represión, estimulados por las urgencias del clientelismo
político en lugar de atender a las responsabilidades de Estado.
Sería necio desconocer el auge de las actividades delictuosas
de todo tipo o la creciente aplicación de violencia criminal,
inspirada más de una vez por el resentimiento, o el precipitado
ingreso de adolescentes, hasta de niños madurados de apuro,
a la encrucijada de matar o morir, aunque sea por un par de zapatillas
o un puñado de monedas. Tampoco hay posibilidad de negar
que nadie está a salvo de convertirse en víctima,
no importa el horario o la vecindad, si es rico o pobre, de a pie
o al volante de un auto lujoso o de una modesta bicicleta. Es fácil
ponerse de acuerdo en la descripción del paisaje de la inseguridad
generalizada porque sobran las evidencias diarias y las estadísticas
confirman las impresiones de simple vista. Las versiones maniqueas
aparecen cuando se trata de identificar las causas y, en consecuencia,
los remedios pertinentes. La pobreza por desocupación o marginalidad,
la droga, la corrupción impune de los de arriba,
la crisis de valores morales, la desintegración familiar,
la presentación del consumo como condición de identidad,
la ausencia de futuro, la desigualdad de oportunidades, el sinsentido
de las vidas desamparadas, las injusticias, la ineptitud cuando
no la complicidad con el delito de los que tienen que prevenirlo...
Cada uno se aferra a su fragmento explicativo, emergente a veces
de prejuicios discriminatorios, y lo presenta como el principal
factor determinante. Pocos se atreven a reconocer las múltiples
facetas del prisma singular, porque aceptar esa complejidad implicaría
que no existe la receta simple y definitiva para esta dolencia social.
Más cómodo, en especial para los que tienen la obligación
de encontrar respuestas adecuadas, es reducirlo todo a dos conductas
simplificadas garantismo o mano dura
en una pueril apuesta a cara o ceca de la moneda.
Son vanas las expectativas de los que esperan salidas rápidas
y directas de la inseguridad o la depuración virtuosa de
las fuerzas de seguridad mediante el trámite de mudarlos
de jurisdicción o reemplazar unos mandos por otros, de acuerdo
con las conveniencias de imagen del gobernante de turno. La procuración
de justicia es una tarea lenta, paciente, abnegada, con avances
y retrocesos, con instantes de resplandor y otros de opacidad nocturna.
Lo saben bien los defensores de derechos humanos que buscan la verdad,
la justicia y el debido castigo para los terroristas de Estado que
dejaron un reguero de miles de víctimas, pese a lo cual en
democracia no hay registro de ningún caso de venganza personal
por mano propia, ni se enarbolaron exigencias de castigos ejemplares
por fuera de la ley. Tampoco los hubo de parte de los damnificados
por el atentado que destruyó vidas y bienes en la antigua
sede de la AMIA. Son dos testimonios, entre muchos otros que podrían
citarse, de los que la sociedad y los gobernantes deberían
tomar lecciones de civilidad y ética. En resumen, no hay
vías de fuga en situaciones de complejas tramas y sólo
cabe asumirlas con coraje y honestidad en la plenitud de sus desafíos.
Lo demás es engaña pichanga, pura cháchara
para ir zafando.
Coraje y honestidad, sin embargo, son indispensables pero no alcanzan.
Hace falta, además, una lógica de procedimiento, si
se quiere una filosofía transformadora. Hoy en día,
el país está atosigado de situaciones complejas: la
deuda pública, el desempleo, la reactivación económica,
la educación, la salud, la red de protección social,
la reforma política, el saneamiento institucional, la educación,
la salud, la seguridad, la justicia... El catálogo es largo
aunque conocido, más que nada sufrido por muchos, lo que
exime de entrar en detalles. Cada uno de los rubros tiene retos
específicos, pero observados en conjunto hay un común
denominador que los contiene: la lógica de autoridad, o sea
quién posee el poder de decisión y para qué
lo usa. En la actualidad y desde hace más de una década,
esa lógica es de transferencia de la autoridad a factores
exógenos a las instituciones republicanas y, por lo tanto,
fuera del alcance de las decisiones democráticas de los ciudadanos.
Por eso, da lo mismo votar por cualquiera de los partidos mayoritarios,
porque al final terminan por hacer lo mismo, indiferentes a sus
tradiciones y a los compromisos con sus partidarios y con la sociedad
en general.
Así ocurre con la deuda pública, sobre la que el Gobierno
se limita a administrar los intereses de los acreedores, quienes
resuelven cuánto y cómo pagarán los argentinos,
en lugar de por lo menos intentar una renegociación de los
compromisos de acuerdo con las inmediatas prioridades populares.
El megacanje de bonos, tan zarandeado como lo fue el
blindaje, no es el final de la recesión sino
la compra a precios exorbitantes de nuevos plazos de pago, pero
sin ningún plan para aprovechar el tiempo comprado en beneficio
de la mayoría. Al contrario, puesto que la economía
sigue dominada por la lógica de los mercados,
o sea del mismo capital financiero poseedor de los bonos, que exigen
más ajustes recesivos, la deuda social quedará postergada
sin plazo fijo. Dado que un propósito absoluto de la lógica
dominante es cuadrar la caja fiscal, los ahorros van a parar al
mismo fangal, en vez de trasladarse hacia las zonas de pobreza mediante
una equitativa redistribución de las riquezas nacionales.
Otro caso emblemático de autoridad transferida: el premeditado
vaciamiento de Aerolíneas Argentinas por obra de un directorio
empresario cuya mayoría controla el Estado español,
que gestiona el asunto como en la época previa al 25 de Mayo
de 1810, en tanto la administración criolla se comporta con
la lógica del virreinato, agradecida porque España
le presta dinero que antes obtuvo de las remesas de ganancias giradas
por las filiales locales de sus empresas, que las consiguieron de
las plusvalías que producen los argentinos. El absurdo es
tan grosero que, para conservar sus empleos, los trabajadores de
la aerolínea deberían agradecer que la empresa norteamericana
Delta, u otra similar, se apropie de la línea de bandera
que daba ganancias cuando fue privatizada de mala manera por el
menemismo, cuyo fundador está siendo investigado en tribunales
por presunta jefatura de una asociación ilícita, por
la que ya están detenidos un cuñado curtidor y un
ministro guitarrista con ínfulas de Sup-Erman, comprovincianos
dilectos del ex presidente.
Fernando de la Rúa se irrita cuando alguien pone en duda
el mando presidencial y el ministro salvacionista, Domingo Cavallo,
se autoelogia asegurando que nunca antes hubo un gobierno con el
mismo poder que el actual, porque se niegan a reconocer que lo que
está en crisis es la lógica de la abdicación
que los identifica. Sin Estado activo en el ejercicio de los poderes
otorgados por el voto popular, la dinámica recesiva queda
fuera de control y precipita los efectos devastadores, hasta que
se vuelva ingobernable como un huracán. En vísperas
electorales, algunos políticos han decidido rebajarse los
sueldos por voluntad propia para atraer alguna simpatía popular
que compense las oleadas de repudio, pero serán gestos poco
agradecidos. El verdadero cambio podría derivarse de recuperar
la lógica de autoridad para el interés del país
y de su gente, para lo cual necesitan responder con urgencia a una
pregunta básica: ¿Es posible otro pensamiento, distinto
al actual? Había una vez un cachorro de ratón que
veía volar murciélagos y creía que eran ángeles.
Estas confusiones son típicas del minimundo de los ratones.
|