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PANORAMA POLITICO
Por J. M. Pasquini Durán

LOGICAS

Considerar los problemas de la seguridad pública a partir del impacto emocional en la sociedad, excitada además por los recursos espectaculares de los medios electrónicos, desemboca con facilidad en proposiciones estereotipadas, más propensas al efectismo demagógico que a soluciones verdaderas. Esas simplificaciones en el análisis de las causas y los efectos de la violencia delictiva terminan instalando, en ciertos núcleos vecinales atemorizados por los datos cotidianos, demandas de castigos extremos para los infractores. Pena de muerte, castración, linchamiento, justicia por mano propia, policía que dispare primero y pregunte después son algunas opciones en circulación, tanto o más estremecedoras que los delitos que pretenden reprimir. Las mismas voces descalifican con el mote de “garantistas” a los que reivindican los derechos constitucionales como fundamento doctrinario de cualquier política activa sobre seguridad ciudadana. La tentación de renunciar a las garantías de la Constitución para hacer frente a las dificultades coyunturales, sobre todo es el residuo cultural de más de medio siglo de inestabilidad institucional, incluido el terrorismo de Estado de la última dictadura del siglo XX. Hay que anotar, de paso, que fueron esas experiencias históricas las que más envilecieron a las fuerzas de seguridad y deshonraron sus uniformes cada vez que sustituyeron los mandatos legales por prácticas perversas, desde la tortura y la “desaparición” de detenidos hasta el “derecho al botín”. Ya es grave que algunos opinadores acudan a los estantes polvorientos de la propaganda dictatorial para atribuir ese desprestigio a una supuesta prédica “subversiva”, o que haya ciudadanos que extravían la memoria por el susto, aunque esté justificado, pero es peor que los legisladores de la democracia dejen de lado sus compromisos con la libertad para “endurecer” la represión, estimulados por las urgencias del clientelismo político en lugar de atender a las responsabilidades de Estado.
Sería necio desconocer el auge de las actividades delictuosas de todo tipo o la creciente aplicación de violencia criminal, inspirada más de una vez por el resentimiento, o el precipitado ingreso de adolescentes, hasta de niños madurados de apuro, a la encrucijada de matar o morir, aunque sea por un par de zapatillas o un puñado de monedas. Tampoco hay posibilidad de negar que nadie está a salvo de convertirse en víctima, no importa el horario o la vecindad, si es rico o pobre, de a pie o al volante de un auto lujoso o de una modesta bicicleta. Es fácil ponerse de acuerdo en la descripción del paisaje de la inseguridad generalizada porque sobran las evidencias diarias y las estadísticas confirman las impresiones de simple vista. Las versiones maniqueas aparecen cuando se trata de identificar las causas y, en consecuencia, los remedios pertinentes. La pobreza por desocupación o marginalidad, la droga, la corrupción impune de los “de arriba”, la crisis de valores morales, la desintegración familiar, la presentación del consumo como condición de identidad, la ausencia de futuro, la desigualdad de oportunidades, el sinsentido de las vidas desamparadas, las injusticias, la ineptitud cuando no la complicidad con el delito de los que tienen que prevenirlo... Cada uno se aferra a su fragmento explicativo, emergente a veces de prejuicios discriminatorios, y lo presenta como el principal factor determinante. Pocos se atreven a reconocer las múltiples facetas del prisma singular, porque aceptar esa complejidad implicaría que no existe la receta simple y definitiva para esta dolencia social. Más cómodo, en especial para los que tienen la obligación de encontrar respuestas adecuadas, es reducirlo todo a dos conductas simplificadas –“garantismo” o “mano dura”– en una pueril apuesta a cara o ceca de la moneda.
Son vanas las expectativas de los que esperan salidas rápidas y directas de la inseguridad o la depuración virtuosa de las fuerzas de seguridad mediante el trámite de mudarlos de jurisdicción o reemplazar unos mandos por otros, de acuerdo con las conveniencias de imagen del gobernante de turno. La procuración de justicia es una tarea lenta, paciente, abnegada, con avances y retrocesos, con instantes de resplandor y otros de opacidad nocturna. Lo saben bien los defensores de derechos humanos que buscan la verdad, la justicia y el debido castigo para los terroristas de Estado que dejaron un reguero de miles de víctimas, pese a lo cual en democracia no hay registro de ningún caso de venganza personal por mano propia, ni se enarbolaron exigencias de castigos “ejemplares” por fuera de la ley. Tampoco los hubo de parte de los damnificados por el atentado que destruyó vidas y bienes en la antigua sede de la AMIA. Son dos testimonios, entre muchos otros que podrían citarse, de los que la sociedad y los gobernantes deberían tomar lecciones de civilidad y ética. En resumen, no hay vías de fuga en situaciones de complejas tramas y sólo cabe asumirlas con coraje y honestidad en la plenitud de sus desafíos. Lo demás es “engaña pichanga”, pura cháchara para ir zafando.
Coraje y honestidad, sin embargo, son indispensables pero no alcanzan. Hace falta, además, una lógica de procedimiento, si se quiere una filosofía transformadora. Hoy en día, el país está atosigado de situaciones complejas: la deuda pública, el desempleo, la reactivación económica, la educación, la salud, la red de protección social, la reforma política, el saneamiento institucional, la educación, la salud, la seguridad, la justicia... El catálogo es largo aunque conocido, más que nada sufrido por muchos, lo que exime de entrar en detalles. Cada uno de los rubros tiene retos específicos, pero observados en conjunto hay un común denominador que los contiene: la lógica de autoridad, o sea quién posee el poder de decisión y para qué lo usa. En la actualidad y desde hace más de una década, esa lógica es de transferencia de la autoridad a factores exógenos a las instituciones republicanas y, por lo tanto, fuera del alcance de las decisiones democráticas de los ciudadanos. Por eso, da lo mismo votar por cualquiera de los partidos mayoritarios, porque al final terminan por hacer lo mismo, indiferentes a sus tradiciones y a los compromisos con sus partidarios y con la sociedad en general.
Así ocurre con la deuda pública, sobre la que el Gobierno se limita a administrar los intereses de los acreedores, quienes resuelven cuánto y cómo pagarán los argentinos, en lugar de por lo menos intentar una renegociación de los compromisos de acuerdo con las inmediatas prioridades populares. El “megacanje” de bonos, tan zarandeado como lo fue el “blindaje”, no es el final de la recesión sino la compra a precios exorbitantes de nuevos plazos de pago, pero sin ningún plan para aprovechar el tiempo comprado en beneficio de la mayoría. Al contrario, puesto que la economía sigue dominada por la lógica de “los mercados”, o sea del mismo capital financiero poseedor de los bonos, que exigen más ajustes recesivos, la deuda social quedará postergada sin plazo fijo. Dado que un propósito absoluto de la lógica dominante es cuadrar la caja fiscal, los ahorros van a parar al mismo fangal, en vez de trasladarse hacia las zonas de pobreza mediante una equitativa redistribución de las riquezas nacionales. Otro caso emblemático de autoridad transferida: el premeditado vaciamiento de Aerolíneas Argentinas por obra de un directorio empresario cuya mayoría controla el Estado español, que gestiona el asunto como en la época previa al 25 de Mayo de 1810, en tanto la administración criolla se comporta con la lógica del virreinato, agradecida porque España le presta dinero que antes obtuvo de las remesas de ganancias giradas por las filiales locales de sus empresas, que las consiguieron de las plusvalías que producen los argentinos. El absurdo es tan grosero que, para conservar sus empleos, los trabajadores de la aerolínea deberían agradecer que la empresa norteamericana Delta, u otra similar, se apropie de la línea de bandera que daba ganancias cuando fue privatizada de mala manera por el menemismo, cuyo fundador está siendo investigado en tribunales por presunta jefatura de una asociación ilícita, por la que ya están detenidos un cuñado curtidor y un ministro guitarrista con ínfulas de Sup-Erman, comprovincianos dilectos del ex presidente.
Fernando de la Rúa se irrita cuando alguien pone en duda el mando presidencial y el ministro salvacionista, Domingo Cavallo, se autoelogia asegurando que nunca antes hubo un gobierno con el mismo poder que el actual, porque se niegan a reconocer que lo que está en crisis es la lógica de la abdicación que los identifica. Sin Estado activo en el ejercicio de los poderes otorgados por el voto popular, la dinámica recesiva queda fuera de control y precipita los efectos devastadores, hasta que se vuelva ingobernable como un huracán. En vísperas electorales, algunos políticos han decidido rebajarse los sueldos por voluntad propia para atraer alguna simpatía popular que compense las oleadas de repudio, pero serán gestos poco agradecidos. El verdadero cambio podría derivarse de recuperar la lógica de autoridad para el interés del país y de su gente, para lo cual necesitan responder con urgencia a una pregunta básica: ¿Es posible otro pensamiento, distinto al actual? Había una vez un cachorro de ratón que veía volar murciélagos y creía que eran ángeles. Estas confusiones son típicas del minimundo de los ratones.


 

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