Por Susana Viau
La más inteligente de
las telenovelas argentinas, una coproducción de idea y capital
nacional y protagonismos compartidos con la hermana república,
llegará este mediodía a su clímax cuando Cecilia
Carolina y Carlos Saúl firmen el acta de matrimonio en La Rioja
capital. La historia dio de sí lo necesario: la furiosa oposición
de una hija, la vena de una ex mujer, zozobras, incertidumbres, desconfianzas.
También tallaron el poder, el dinero, las ambiciones sin límite.
Pero esta vez no están fuera, en los otros, como es costumbre del
género. Están en la propia naturaleza de los amantes. Del
maridaje, él sacó la tajada de un año de gracia que
lo salvó del olvido; ella, quizá, la del desembarco en el
show business doméstico, pero por sobre todo, aseguran los maledicentes,
un contrato prematrimonial que le dejará una casa fastuosa y el
40 por ciento de un patrimonio intangible. Sólo falló un
punto, ese en el que él era considerado un maestro: el timing.
La boda es un hecho. Aunque no la que imaginaron: llega deshilachada,
con personajes que se desviven por no asistir y notificaciones que no
auguran felicidad sino días funestos. A Cecilia Bolocco tal vez
no la desvele el asunto. Al fin de cuentas, hoy abandona el universo de
las misses al que accedió hace 14 años exactos para ingresar
en aquel con el que todas sueñan cuando llegan: el de las grandes
fortunas.
Menem, con su desdichada elección de adjetivos, afirmó que
la suya será una pareja excelente. La calificación
habla poco de afectos y mucho de eficacias. Pero viene como anillo al
dedo de Cecilia Carolina, vestuarista de profesión, hija de un
mediano empresario a quien los chilenos elegantes consideran un pícaro
y vació la fábrica de electrodomésticos que tenía
en sociedad con Alejandro Lasen, durante un tiempo novio de la primogénita.
El revés le costó a Enzo Bolocco un período de cárcel.
Sin embargo, el traspié no le borró la sonrisa ni amilanó
a la familia que armó con Rose Marie Fonck y se completó
con tres hijas mujeres y un varón. Los Bolocco-Fonck formaron un
típico clan de la pequeño burguesía, ese sector social
de cualquier parte que con desdén y atropellando categorías
suele ser definido como el de los quiero y no puedo. Querer
y poder es el gran mérito clasemediero y explica la mirada embobada
y admirativa de Enzo Bolocco sobre su hija triunfadora. Por eso perdonó
que Cecilia Carolina, pese a las promesas de que el amor que sentimos
no se va a disolver -habrá que convenir que CC tampoco es
una maestra de la lengua, a poco de la coronación dejara
a Lasen colgado de la palmera.
Coherentes, los Bolocco practicaban un ideario abiertamente pinochetista.
Y el general de voz aflautada recibió con honores a la reina Cecilia
Carolina, le entregó una de las condecoraciones más altas
por la batalla de la pasarela y fue correspondido dicen los biógrafos
que le han surgido a la inminente señora de Menem con la
medalla de la consagración que la impulsaría de lleno al
mundo del espectáculo. Cuatro años después se fue
a Miami, consiguió un conchabo de Telemundo para presentar CNN
en español. También consiguió un novio americano.
Se casaron tal y como manda la religión y la costumbre. El vestido
de ella pesaba 12 kilos, le costó entrar al coche que la condujo
a la iglesia de la Recoleta Dominica, ubicada en una barriada pobrísima
de Santiago.
El productor americano Michael Young le llevaba 16 años y las dos
cosas, matrimonio y CNN, duraron poco: los comentaristas aviesos explican
que para presentadora cometía demasiados furcios, que confundía
Irak con Irán, y agregan tonterías sobre un Michael Young
que sólo le habría servido para la obtención de la
green card. Cecilia Carolina era momia, metepatas y se ganó
a pulso el fastidio de buena parte de los chilenos. Ella se lo buscó,
dijo de una muchacha herida durante una manifestación estudiantil
y avanzó sobre la etiología del sida, a su criterio un
castigo divino. Es verdad, nada de eso impide conducir un programa
de tevé y apareció La noche de Cecilia. Había
aprendido a medir y a callar. Enzo Bolocco, su padre, relató con
fruición los dos hits de Cecilia Carolina, muy trabajados, muy
ansiados: la entrevista con Alberto Fujimori dio que hablar por el hábito
de prolongarla en visitas particulares. Con Fujimori viajó a Arequipa.
Hay gente envidiosa. Qué se le va a hacer, respondió
con ambigüedad el falso peruano. Menem la sedujo y el
têteàtête se trasladó a Anillaco.
Lo que siguió es conocido y quienes leen bajo el agua suponen que
bien puede haber sido Alberto Kohan, un hombre de grandes vinculaciones
con Chile, el artífice de la campaña matrimonial.
Como si tuviera una tendencia neurótica a la repetición,
Cecilia Carolina ha aceptado que su segunda experiencia nupcial se realice
otra vez en un región de pobres, tanto que mientras tira la casa
por las ventanas del Polideportivo Carlos Saúl, el gobernador Angel
Maza piensa en echar mano de la solución Erman y pagar
con bonos los sueldos estatales. Ella, Cecilia Carolina no piensa nada,
excepto en la nueva vida, en la confirmación de que quiere y ahora
puede pasar de la tapa de la revista Caras a la portada de Forbes.
OPINION
Por Sandra Russo
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Las excepciones y
las reglas
Bodas, bodas y más bodas. La de Menem y Bolocco es la reina
de las bodas, pero hay otras que se anuncian y confluyen en la desconfianza
pública hacia ese tipo de ceremonias paradójicamente
dedicadas al público, al menos por su formato
y por las características de sus protagonistas.
Máxima Zorreguieta y Guillermo Alejandro de Holanda encarnan
el triunfo del amor romántico sobre el protocolo real. Gastón
y Eleonora, de Gran Hermano, anuncian una boda para
protestar porque no es legal el casamiento entre personas del mismo
sexo. Graciela Alfano y Matías Alé se casaron
esta semana en una pasarela, como broche final del desfile de un
modisto porteño: fue por supuesto una simulación,
pero precisamente de simulación están sospechadas
otras bodas, en un mundo en el que, mal que nos pese, la representación
de un hecho importa más que el hecho mismo.
El amor no consiste en mirarse el uno al otro, sino en mirar
juntos en la misma dirección, escribió Antoine
de Saint-Exupéry. Algo de eso debe haber en el amor que le
profesa, si se lo profesare, Cecilia Bolocco a Carlos Menem, y acaso
viceversa. Algún interés común. Si ese interés
fuera el poder, eso no invalidaría la máxima de Saint-Exupéry.
Sin embargo, sobre esta pareja arrecian las especulaciones. Qué
le ve ella a él es la pregunta que tiene a mucha gente desconcertada:
si Bolocco no fuera rica, sanseacabó con el desconcierto.
Se daría por descontado que le ve lo que millones de mujeres
jóvenes y bellas les ven a hombres poco agraciados y mucho
mayores. ¿Entonces?
En su libro El eros electrónico, el comunicólogo Román
Gubern analiza las nuevas emociones que encarnan los sujetos de
este tiempo, y concluye que cada quien ha aprendido a relacionarse
más con sus propios fantasmas y sus propias ilusiones que
con quien tiene al lado. En la era de la comunicación, hay
aislamiento y el aislamiento se combate con escenificaciones de
intimidad: lo más privado se ofrece como espectáculo.
Algo de eso hay en la percepción general de la pareja Menem-Bolocco:
la sospecha de que entre ambos no hay rastro del popular amor romántico
y que los dos son mutuos puentes para llegar, cada uno por su lado,
a alguna parte.
Ni en materia económica ni en resplandor social ella lo necesita
a él, mientras que a los ojos de mucha gente hay consenso
en que él sí la necesita a ella. Para relanzarse al
ruedo político con una imagen limpia y cabría, o para
dejar atrás esa familia disfuncional que recién entró
en su verdadera crisis cuando Bolocco llegó a escena. Puede
que ella lo necesite a él para ir por más: cuesta
creerlo, pero hay mujeres a las que ser primeras damas puede hacerles
una ilusión tremenda.
Puede que se convengan, que se tengan cariño, pero lo que
todo el mundo se pregunta es si se desean y si arden el uno por
el otro. Sin embargo, esto que en los albores de este siglo se da
por fundamento necesario de todo casamiento el amor romántico,
la pasión amorosa es una característica histórica
relativamente reciente. La institución matrimonial, en casi
todas las culturas y a lo largo de muchísimos siglos, fue
el instrumento para poner orden en los linajes y en los patrimonios
y no para albergar a tortolitos. Durante veinticinco siglos la institución
matrimonial estuvo reservada a las alianzas entre clanes, a la más
clara conveniencia. Recién en el siglo XVIII surgió
la noción del amor romántico como condición
necesaria para un buen matrimonio, más o menos para la misma
época en que también surgió la noción
de opinión pública.
Hoy, quien no se casa por amor es a los ojos del
público un infeliz o un interesado. Aunque hay ejemplos
de que algo muy sutil ha comenzado a desplazarse hacia esa institución
en plena crisis: arriban otros pactos. En Gran Hermano,
Gastón y Eleonora dicen que se van a casar. Se tienen cariño,
pero no están enamorados. El es bisexual y dice que quiere
aprovechar esta oportunidad única que le da la altísima
exposición de la que goza: se quiere casar con
Eleonora, pero no para proclamar su amor por ella, sino para protestar
porque nunca podrá casarse con alguien a quien ame realmente,
esto es: otro varón. Eleonora y Gastón también
se convienen, aunque terminen casándose sin amor. O acaso
esa complicidad que encuentran el uno en el otro les desate esa
otra emoción fuerte que la investigadora norteamericana Helen
Fisher en su libro El primer sexo da como perfectamente válida
para sostener un matrimonio, sea éste tradicional o no: el
cariño profundo, que es lo que queda cuando se apagan los
fuegos artificiales de la pasión amorosa, y que para calmar
el ansia de cientificismo de estos tiempos también hace segregar
cierto tipo de hormonas específicas y moviliza determinado
tipo de neurotransmisores que también es posible que sean
localizables en los cerebros de Graciela Alfano y Matías
Alé, que esta semana se casaron en un desfile
del modisto Jorge Ibáñez: la boda fue puro show, pura
representación, pero la de Gastón y Eleonora, y la
de Menem y Bolocco, ¿no lo son?
Como fuere, estas bodas atípicas son inquietantes
y provocan tanto escozor porque son una excepción, pero las
excepciones dicen mucho sobre las reglas.
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