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UNA COLECCION DE 3 CDS CON LAS MEJORESGRABACIONES DE FALU
Canciones que no deben ser olvidadas

A partir de mañana, Página/12 ofrece los fundamentales registros de Eduardo Falú, entre 1962 y 1968, incluyendo la grabación original del �Romance de la muerte de Juan Lavalle�,
junto al escritor Ernesto Sabato.

Eduardo Falú compuso
canciones perfectas e inimitables.
Página/12 ofrece 3 CDs con sus
grabaciones de 1962 a 1968.

Por Diego Fischerman

Beatriz Sarlo dijo alguna vez que, para este país, tener a Borges era como haberse sacado el Prode. Pero por algún motivo misterioso, a esta extraña nación siempre al borde del descalabro le fue dado ganarse varios premios. Un país podría estar más que satisfecho con uno solo de todos ellos y, sin embargo, en el medio de las crisis, de las dictaduras, de la escasez –y progresiva desaparición– de industrias culturales, de los minguneos y de las variaciones violentas del gusto que caracterizan al público local, la Argentina se las arregló para producir una cantidad inusual de artistas excepcionales. Para hacer del milagro algo repetido, casi cotidiano.
Borges, claro. Pero también Piazzolla. Y, por supuesto, uno de los más inspirados compositores de canciones de toda la música de tradición popular. Uno de los pocos merecedores de estar en el cuadro de honor, al lado de Tom Jobim, de Bob Dylan, de John Lennon y Paul McCartney, del primer Serrat o de Georges Moustaki. Alguien, además, capaz de tocar guitarra de una manera maravillosa, de inventar una forma inimitable (como Joâo Gilberto pero distinto), de acompañar la melodía y de cantar con una voz grave, de timbre llamativamente aterciopelado y pudorosa expresividad. Alguien a quien le alcanzaría, para estar en la historia, con “Zamba de la Candelaria”. O con “Tonada del viejo amor”. O “Zamba de un triste”. O con ese tratado sobre la derrota y la soledad que es el Romance de la muerte de Juan Lavalle. Alguien llamado Eduardo Falú.
Este salteño criado en Metán, al lado del camino que une su provincia con Tucumán, fue, en los ‘60, uno de los gestores del llamado boom del folklore. Sus canciones eran cantadas en peñas, en clases barriales de guitarra y en actos escolares. Su nombre fue uno de los referentes obligados en la fundación de una música nueva, heredera de las tradiciones rurales del norte argentino (y, más atrás, en los trovadores españoles y en las nubas arábigas) pero, a la vez, sofisticada: especulativa en lo rítmico y lo melódico, aventurera en lo poético. Falú, como guitarrista, produjo algo distinto a todo lo hecho con anterioridad. Y como autor, junto a poetas como Jaime Dávalos y Manuel Castilla, encontró una manera inédita de hablar del paisaje y, sobre todo, del paisaje interior.
Borges (nuevamente) solía rescatar, de todo el Martín Fierro, la escena de la payada. Allí los gauchos no teorizaban, no intentaban alardear acerca de su autenticidad, no contaban su vida para terceros y no se detenían en pintoresquismos de turistas. En la payada hablaban de ellos mismos y cada uno lo hacía para el otro. Sus temas, entonces, ya no eran espuelas, monturas y aperos. En ese momento los gauchos hablaban de lo que realmente hablan los hombres: la soledad, el miedo, el amor, la muerte.
La apuesta de Falú, cuando funda lo que el futuro llamaría folklore con frases como “cuando la luna lloraba astillas de plata la muerte del sol” o “Herida la de tu boca, que lastima sin dolor”, o cantando a Carlos Guastavino y Rafael Alberti en “Se equivocó la paloma”, tiene que ver con la profundidad. Con ir más allá (y más adentro) de la descripción documentalista. Las canciones de Falú son salteñas –y argentinas–, en todo caso, porque hablan del mundo: de hombres que no pueden olvidar, de juramentos convertidos en arena, de golondrinas esperadas mientras en el alma cae, sangrando, el atardecer.
Y sin embargo, estas canciones perfectas virtualmente desaparecieron. El folklore o, por lo menos, ese folklore alejado de la algarabía y la fiesta permanente, que hacía gala y exhibía militante sus sutilezas, que se regodeaba en la melancolía, pasó de moda. Hubo y hay, por supuesto, intérpretes que siguieron cultivando empecinadamente ese repertorio y el propio Eduardo Falú volvió a grabar hace un par de años varias de esas canciones y, en 1996, hizo nuevamente, junto a Ernesto Sabato, el Romance de la muerte de Juan Lavalle. Pero cualquiera que intentara ubicar sus fundamentales grabaciones de los ‘60 en una disquería se hubiera encontrado, tan sólo, con un típico disco argentino de “Grandes Exitos”: incompleto, sin información, pésimamente presentado y con mal sonido.
Por eso la colección que a partir de mañana ofrece Página/12 resulta imprescindible. Los tres discos con sus registros del ‘62 al ‘68, incluyendo la grabación original (1965) del Romance... (con Mercedes Sosa como invitada en “Palomita del valle”) son, además de un documento único, uno de los más bellos conjuntos de canciones que puedan imaginarse. Allí están las fundamentales “Zamba de la Candelaria”, “La atardecida”, “Tonada del viejo amor”, “No te puedo olvidar”, “Zamba de Vargas”, “Algarrobo, algarrobal”, “La López Pereyra”, “Zamba de un triste” y “Río de Tigres”, entre muchas otras. También, versiones en que la guitarra sola construye un entretejido armónico y rítmico de gran densidad, como en “El cóndor pasa” o “El pala pala”. Y, por supuesto, El romance..., un relato desaforado en el que la travesía delirante a lo largo de un país vacío, el viaje desde ningún lado a ninguna parte, habla de la historia argentina como, tal vez (y otra vez es Lavalle el personaje), sólo se haya logrado en el “Poema conjetural” de Borges. Lo interesante es que esa idea descansa, más que en el mismo texto, en la forma de cantar de Falú y en las descarnadas piezas instrumentales que intercala con el relato.
Tal vez la sacralización, la asociación con una suerte de tradición obligatoria, cristalizada e inmóvil, sus usos escolares, no hayan favorecido a estas obras. Quizás hayan terminado injustamente puestas en la misma bolsa que el Manual del Alumno. Esta colección de tres CDs viene a sacarlas de allí, a ponerlas en otro contexto, a hacer que puedan ser escuchadas con atención y valoradas desde otro lado. Es tiempo de tomar a estas pequeñas piezas maestras, ejemplares de la música de tradición folklórica, y despojarlas del otro folklore, del que les fue agregado por la bastardización. Es tiempo de sacarles la pedagogía y las obligatoriedades. De tomarlas, apenas, como lo que son: algunas de las mejores canciones que existen. Algunas de las canciones que no deben ser olvidadas.

 

OPINION
Por Manolo Juárez

Horizontes más amplios

Los trayectos iniciales y fundacionales de las músicas populares del pasado siglo XX tuvieron, a pesar de sus diferencias geográficoculturales, un punto en común: aquellos que creaban las bases de ese nuevo o renovado lenguaje, eran –por lo general– músicos que tenían limitaciones instrumentales. Los ejemplos pueden ser varios, Roberto Firpo, quien fue sin duda el que incorporó el piano a las formaciones tangueras, no resiste la mínima confrontación técnica-instrumental con Horacio Salgán; sucede lo mismo cuando comparamos al cornetista King Oliver (maestro de Armstrong) con Harry James o Wynton Marsalis. Los ejemplos son varios y en ellos debe comprenderse que mi actitud no es de menoscabo a estas grandes figuras del género popular.
En nuestro folklore si bien ya existían antecedentes de buenos guitarristas (aquí aparece incuestionablemente la figura de Yupanqui), es con la aparición de Abel Fleury y de Eduardo Falú que la guitarra –en este género– se jerarquiza, debido al excelente tratamiento instrumental que estos músicos vuelcan en sus ejecuciones. Es en los inicios de la década del 50 que Falú inicia su serie de recitales de guitarra sola en donde alterna composiciones propias con otras del repertorio popular programando, de vez en cuando, alguna obra fuera de programa que llevaba la firma de Juan Sebastián Bach o del genial inglés John Dowland.
De esta manera en Falú se crea la imagen del instrumentista popular culto, que transita con suficiencia y comprensión en los géneros clásicos y populares, quien es meticuloso en el cuidado de la digitación, el buen sonido y la tan maltratada afinación. Los guitarristas populares comprenden que con esta actitud profesional su instrumento puede acceder a planos de mayor importancia en sus ejecuciones y asimismo pueden compartir propuestas con agrupaciones provenientes de la mal llamada música clásica, como la que realizó Falú con la Camerata Bariloche cuando grabó una obra propia y otra de Carlos Guastavino. No quiero que esta interrelación Falú-Camerata, que doy como uno de los ejemplos, sea tomada pensando que la música popular tiene necesariamente que graduarse en ámbitos tales como salas de concierto para demostrar su valía. Ello no es así. El canto popular, si bien, como en este caso, no niega la posibilidad de relacionarse con otras expresiones, sabe que su accionar tiene como recinto horizontes más amplios.

 

El sonido del luto y la resignación

Hace hoy 75 años nacía Miles Davis, una figura clave de la historia
de la música popular del siglo XX.

Por Carlos Polimeni

Hay hombres que sueñan una revolución y sólo por eso son importantes. Hay hombres que concretan una revolución, y se ganan así un lugar en la Historia. Miles Davis concretó dos revoluciones, que cambiaron radicalmente la historia de la música popular del siglo XX. Inventó el cool jazz en los años 50 y a fines de los 60, como revisando toda su concepción estética, inventó el jazz-rock. Antes, durante y después de las dos revoluciones que lideró y luego dejó en manos de otros, logró que el sonido de su trompeta se convirtiera en uno de los iconos de la cultura popular de todos los tiempos. El sonido de la trompeta de Miles Davis fue, creyó descubrir el crítico Joachim E. Berendt, autor de una de las más sólidas historias del jazz, “el sonido del luto y la resignación”. Un colega del estadounidense Berendt, pero del otro lado del Atlántico, el inglés Michael James, afirmó que en toda la historia del jazz nadie “examinó con tanta penetración el fenómeno de la soledad” existencial. La suavidad y pureza del sonido de su trompeta, que casi no sabía de ataques y vibratos, como una tesis sobre el lugar en el mundo de los hijos, nietos y bisnietos de los esclavos. La sordina como una necesidad moral. Tocar de espaldas como un acto de dolorosa lucidez.
Davis no sólo fue un músico absolutamente excepcional, sino también un personaje excepcional, fuera de cualquier estereotipo. Al contrario de buena parte de los grandes músicos del jazz, no salió de una familia pobre y no fue víctima personal de las discriminaciones más graves. Estudió en los mejores colegios y aprendió toda la música posible antes de volcarse a deformarla. Luego de haber tocado junto a Charlie Parker casi de adolescente, Miles pensó que el jazz cool –frío, distante, elegante– debía demostrar al público que los músicos negros podían ser algo más que hombres excepcionalmente creativos condenados a la droga, la tortura moral, la pobreza. El cool jazz como una superación del endiablado bebop de Parker, Dizzy Gillespie y Thelonius Monk, todos colosos. Miles se hizo millonario con facilidad, tuvo las mejores mujeres, y se hundió en el infierno de la heroína como un príncipe altivo, como en un movimiento planeado. Luego se enorgullecería de haber emergido sin ayuda de la ciénaga. Sus grupos –sobre todo sus quintetos–, sus trabajos con orquesta, su sociedad con el arreglador Gil Evans, sus colaboraciones con todos los músicos importantes de los 40, los 50, los 60, los 70 y los 80 definen un corpus de obra sencillamente inigualable. Miles, que inventó el jazz rock encandilado en los 60 con la distorsión de la guitarra de Jimi Hendrix, terminó grabando con Prince, haciendo versiones de temas de Cindy Lauper y Michael Jackson y, paradójicamente, acercándose cada vez más al imaginario de Louis Armstrong, en cuyos antípodas estaba cuando se negaba a ser un entretenedor de blancos. Un crítico dijo: “Como Picasso, cuando se le acabaron las ideas, parecía reírse de si mismo”. Escuchar hoy de nuevo esas grabaciones ayuda a entender que Davis también adelantaba cuando parecía estar quieto.
Nació un día como hoy –“el 26 de mayo de 1929, en Alton Illinois, una pequeña población fluvial a orillas del Mississippi, a unas 25 millas al norte de East. St.Louis. Me pusieron el nombre de mi padre; a él le habían puesto el nombre del suyo”, se empeñó en aclarar (página 12 de la edición en castellano) en su autobiografía, escrita junto a Quincy Troupe con la intención de que “los periodistas plumíferos” no se quedasen “con la última palabra, siempre”– pero algunos diarios argentinos insistieron ayer en afirmar que fue el 25 de mayo. Cuando vivían juntos en Nueva York, en una pieza de la calle 52, Parker le dio el único consejo que el orgulloso Davis debe haber aceptado en su vida: “Nunca tengas miedo al tocar: soltate, simplemente”. Su genialidad consistió en haberse permitido ser él mismo, una y otra vez, a lo largo de más de cuarenta años en la primera división del jazz, tocando como los dioses tristes. Para el jazz, Davis fue Pelé.

 

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