Por Diego Fischerman
Beatriz Sarlo dijo alguna vez
que, para este país, tener a Borges era como haberse sacado el
Prode. Pero por algún motivo misterioso, a esta extraña
nación siempre al borde del descalabro le fue dado ganarse varios
premios. Un país podría estar más que satisfecho
con uno solo de todos ellos y, sin embargo, en el medio de las crisis,
de las dictaduras, de la escasez y progresiva desaparición
de industrias culturales, de los minguneos y de las variaciones violentas
del gusto que caracterizan al público local, la Argentina se las
arregló para producir una cantidad inusual de artistas excepcionales.
Para hacer del milagro algo repetido, casi cotidiano.
Borges, claro. Pero también Piazzolla. Y, por supuesto, uno de
los más inspirados compositores de canciones de toda la música
de tradición popular. Uno de los pocos merecedores de estar en
el cuadro de honor, al lado de Tom Jobim, de Bob Dylan, de John Lennon
y Paul McCartney, del primer Serrat o de Georges Moustaki. Alguien, además,
capaz de tocar guitarra de una manera maravillosa, de inventar una forma
inimitable (como Joâo Gilberto pero distinto), de acompañar
la melodía y de cantar con una voz grave, de timbre llamativamente
aterciopelado y pudorosa expresividad. Alguien a quien le alcanzaría,
para estar en la historia, con Zamba de la Candelaria. O con
Tonada del viejo amor. O Zamba de un triste. O
con ese tratado sobre la derrota y la soledad que es el Romance de la
muerte de Juan Lavalle. Alguien llamado Eduardo Falú.
Este salteño criado en Metán, al lado del camino que une
su provincia con Tucumán, fue, en los 60, uno de los gestores
del llamado boom del folklore. Sus canciones eran cantadas en peñas,
en clases barriales de guitarra y en actos escolares. Su nombre fue uno
de los referentes obligados en la fundación de una música
nueva, heredera de las tradiciones rurales del norte argentino (y, más
atrás, en los trovadores españoles y en las nubas arábigas)
pero, a la vez, sofisticada: especulativa en lo rítmico y lo melódico,
aventurera en lo poético. Falú, como guitarrista, produjo
algo distinto a todo lo hecho con anterioridad. Y como autor, junto a
poetas como Jaime Dávalos y Manuel Castilla, encontró una
manera inédita de hablar del paisaje y, sobre todo, del paisaje
interior.
Borges (nuevamente) solía rescatar, de todo el Martín Fierro,
la escena de la payada. Allí los gauchos no teorizaban, no intentaban
alardear acerca de su autenticidad, no contaban su vida para terceros
y no se detenían en pintoresquismos de turistas. En la payada hablaban
de ellos mismos y cada uno lo hacía para el otro. Sus temas, entonces,
ya no eran espuelas, monturas y aperos. En ese momento los gauchos hablaban
de lo que realmente hablan los hombres: la soledad, el miedo, el amor,
la muerte.
La apuesta de Falú, cuando funda lo que el futuro llamaría
folklore con frases como cuando la luna lloraba astillas de plata
la muerte del sol o Herida la de tu boca, que lastima sin
dolor, o cantando a Carlos Guastavino y Rafael Alberti en Se
equivocó la paloma, tiene que ver con la profundidad. Con
ir más allá (y más adentro) de la descripción
documentalista. Las canciones de Falú son salteñas y
argentinas, en todo caso, porque hablan del mundo: de hombres que
no pueden olvidar, de juramentos convertidos en arena, de golondrinas
esperadas mientras en el alma cae, sangrando, el atardecer.
Y sin embargo, estas canciones perfectas virtualmente desaparecieron.
El folklore o, por lo menos, ese folklore alejado de la algarabía
y la fiesta permanente, que hacía gala y exhibía militante
sus sutilezas, que se regodeaba en la melancolía, pasó de
moda. Hubo y hay, por supuesto, intérpretes que siguieron cultivando
empecinadamente ese repertorio y el propio Eduardo Falú volvió
a grabar hace un par de años varias de esas canciones y, en 1996,
hizo nuevamente, junto a Ernesto Sabato, el Romance de la muerte de Juan
Lavalle. Pero cualquiera que intentara ubicar sus fundamentales grabaciones
de los 60 en una disquería se hubiera encontrado, tan sólo,
con un típico disco argentino de Grandes Exitos: incompleto,
sin información, pésimamente presentado y con mal sonido.
Por eso la colección que a partir de mañana ofrece Página/12
resulta imprescindible. Los tres discos con sus registros del 62
al 68, incluyendo la grabación original (1965) del Romance...
(con Mercedes Sosa como invitada en Palomita del valle) son,
además de un documento único, uno de los más bellos
conjuntos de canciones que puedan imaginarse. Allí están
las fundamentales Zamba de la Candelaria, La atardecida,
Tonada del viejo amor, No te puedo olvidar, Zamba
de Vargas, Algarrobo, algarrobal, La López
Pereyra, Zamba de un triste y Río de Tigres,
entre muchas otras. También, versiones en que la guitarra sola
construye un entretejido armónico y rítmico de gran densidad,
como en El cóndor pasa o El pala pala.
Y, por supuesto, El romance..., un relato desaforado en el que la travesía
delirante a lo largo de un país vacío, el viaje desde ningún
lado a ninguna parte, habla de la historia argentina como, tal vez (y
otra vez es Lavalle el personaje), sólo se haya logrado en el Poema
conjetural de Borges. Lo interesante es que esa idea descansa, más
que en el mismo texto, en la forma de cantar de Falú y en las descarnadas
piezas instrumentales que intercala con el relato.
Tal vez la sacralización, la asociación con una suerte de
tradición obligatoria, cristalizada e inmóvil, sus usos
escolares, no hayan favorecido a estas obras. Quizás hayan terminado
injustamente puestas en la misma bolsa que el Manual del Alumno. Esta
colección de tres CDs viene a sacarlas de allí, a ponerlas
en otro contexto, a hacer que puedan ser escuchadas con atención
y valoradas desde otro lado. Es tiempo de tomar a estas pequeñas
piezas maestras, ejemplares de la música de tradición folklórica,
y despojarlas del otro folklore, del que les fue agregado por la bastardización.
Es tiempo de sacarles la pedagogía y las obligatoriedades. De tomarlas,
apenas, como lo que son: algunas de las mejores canciones que existen.
Algunas de las canciones que no deben ser olvidadas.
OPINION
Por Manolo Juárez
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Horizontes más amplios
Los trayectos iniciales y fundacionales de las músicas populares
del pasado siglo XX tuvieron, a pesar de sus diferencias geográficoculturales,
un punto en común: aquellos que creaban las bases de ese
nuevo o renovado lenguaje, eran por lo general músicos
que tenían limitaciones instrumentales. Los ejemplos pueden
ser varios, Roberto Firpo, quien fue sin duda el que incorporó
el piano a las formaciones tangueras, no resiste la mínima
confrontación técnica-instrumental con Horacio Salgán;
sucede lo mismo cuando comparamos al cornetista King Oliver (maestro
de Armstrong) con Harry James o Wynton Marsalis. Los ejemplos son
varios y en ellos debe comprenderse que mi actitud no es de menoscabo
a estas grandes figuras del género popular.
En nuestro folklore si bien ya existían antecedentes de buenos
guitarristas (aquí aparece incuestionablemente la figura
de Yupanqui), es con la aparición de Abel Fleury y de Eduardo
Falú que la guitarra en este género se
jerarquiza, debido al excelente tratamiento instrumental que estos
músicos vuelcan en sus ejecuciones. Es en los inicios de
la década del 50 que Falú inicia su serie de recitales
de guitarra sola en donde alterna composiciones propias con otras
del repertorio popular programando, de vez en cuando, alguna obra
fuera de programa que llevaba la firma de Juan Sebastián
Bach o del genial inglés John Dowland.
De esta manera en Falú se crea la imagen del instrumentista
popular culto, que transita con suficiencia y comprensión
en los géneros clásicos y populares, quien es meticuloso
en el cuidado de la digitación, el buen sonido y la tan maltratada
afinación. Los guitarristas populares comprenden que con
esta actitud profesional su instrumento puede acceder a planos de
mayor importancia en sus ejecuciones y asimismo pueden compartir
propuestas con agrupaciones provenientes de la mal llamada música
clásica, como la que realizó Falú con la Camerata
Bariloche cuando grabó una obra propia y otra de Carlos Guastavino.
No quiero que esta interrelación Falú-Camerata, que
doy como uno de los ejemplos, sea tomada pensando que la música
popular tiene necesariamente que graduarse en ámbitos tales
como salas de concierto para demostrar su valía. Ello no
es así. El canto popular, si bien, como en este caso, no
niega la posibilidad de relacionarse con otras expresiones, sabe
que su accionar tiene como recinto horizontes más amplios.
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El
sonido del luto y la resignación
Hace hoy 75 años nacía Miles Davis, una
figura clave de la historia
de la música popular del siglo XX.
Por
Carlos Polimeni
Hay hombres que
sueñan una revolución y sólo por eso son importantes.
Hay hombres que concretan una revolución, y se ganan así
un lugar en la Historia. Miles Davis concretó dos revoluciones,
que cambiaron radicalmente la historia de la música popular del
siglo XX. Inventó el cool jazz en los años 50 y a fines
de los 60, como revisando toda su concepción estética, inventó
el jazz-rock. Antes, durante y después de las dos revoluciones
que lideró y luego dejó en manos de otros, logró
que el sonido de su trompeta se convirtiera en uno de los iconos de la
cultura popular de todos los tiempos. El sonido de la trompeta de Miles
Davis fue, creyó descubrir el crítico Joachim E. Berendt,
autor de una de las más sólidas historias del jazz, el
sonido del luto y la resignación. Un colega del estadounidense
Berendt, pero del otro lado del Atlántico, el inglés Michael
James, afirmó que en toda la historia del jazz nadie examinó
con tanta penetración el fenómeno de la soledad existencial.
La suavidad y pureza del sonido de su trompeta, que casi no sabía
de ataques y vibratos, como una tesis sobre el lugar en el mundo de los
hijos, nietos y bisnietos de los esclavos. La sordina como una necesidad
moral. Tocar de espaldas como un acto de dolorosa lucidez.
Davis no sólo fue un músico absolutamente excepcional, sino
también un personaje excepcional, fuera de cualquier estereotipo.
Al contrario de buena parte de los grandes músicos del jazz, no
salió de una familia pobre y no fue víctima personal de
las discriminaciones más graves. Estudió en los mejores
colegios y aprendió toda la música posible antes de volcarse
a deformarla. Luego de haber tocado junto a Charlie Parker casi de adolescente,
Miles pensó que el jazz cool frío, distante, elegante
debía demostrar al público que los músicos negros
podían ser algo más que hombres excepcionalmente creativos
condenados a la droga, la tortura moral, la pobreza. El cool jazz como
una superación del endiablado bebop de Parker, Dizzy Gillespie
y Thelonius Monk, todos colosos. Miles se hizo millonario con facilidad,
tuvo las mejores mujeres, y se hundió en el infierno de la heroína
como un príncipe altivo, como en un movimiento planeado. Luego
se enorgullecería de haber emergido sin ayuda de la ciénaga.
Sus grupos sobre todo sus quintetos, sus trabajos con orquesta,
su sociedad con el arreglador Gil Evans, sus colaboraciones con todos
los músicos importantes de los 40, los 50, los 60, los 70 y los
80 definen un corpus de obra sencillamente inigualable. Miles, que inventó
el jazz rock encandilado en los 60 con la distorsión de la guitarra
de Jimi Hendrix, terminó grabando con Prince, haciendo versiones
de temas de Cindy Lauper y Michael Jackson y, paradójicamente,
acercándose cada vez más al imaginario de Louis Armstrong,
en cuyos antípodas estaba cuando se negaba a ser un entretenedor
de blancos. Un crítico dijo: Como Picasso, cuando se le acabaron
las ideas, parecía reírse de si mismo. Escuchar hoy
de nuevo esas grabaciones ayuda a entender que Davis también adelantaba
cuando parecía estar quieto.
Nació un día como hoy el 26 de mayo de 1929,
en Alton Illinois, una pequeña población fluvial a orillas
del Mississippi, a unas 25 millas al norte de East. St.Louis. Me pusieron
el nombre de mi padre; a él le habían puesto el nombre del
suyo, se empeñó en aclarar (página 12 de la
edición en castellano) en su autobiografía, escrita junto
a Quincy Troupe con la intención de que los periodistas plumíferos
no se quedasen con la última palabra, siempre
pero algunos diarios argentinos insistieron ayer en afirmar que fue el
25 de mayo. Cuando vivían juntos en Nueva York, en una pieza de
la calle 52, Parker le dio el único consejo que el orgulloso Davis
debe haber aceptado en su vida: Nunca tengas miedo al tocar: soltate,
simplemente. Su genialidad consistió en haberse permitido
ser él mismo, una y otra vez, a lo largo de más de cuarenta
años en la primera división del jazz, tocando como los dioses
tristes. Para el jazz, Davis fue Pelé.
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