Por Horacio Bernades
Ya está lista;
ahora ponétela y elegí tu propio rostro, le dice la
escultora a Henry Creedlow, entregándole una máscara impecablemente
blanca, que carece de rasgos. Parece un juego, pero no lo es: a la mañana
siguiente, el bueno de Henry despertará con la máscara hecha
carne. Literalmente. Desde El fantasma de la ópera para acá,
ponerse la máscara tiene, para el cine de terror, el sentido contrario
del que habitualmente se le asigna. En lugar de cubrir o disfrazar, deja
que aflore ese otro yo hasta entonces reprimido, el Hyde que se agazapa
detrás de todo Jekill. Para verificarlo, basta seguir el hilo que
va de aquel fantasma a Mike Myers (el de Noche de brujas, no el cómico)
y Jason (el de Martes 13), de allí a Freddy Krueger, hasta llegar
a los asesinos de Scream.
A esa casta de enmascarados desatados se le suma ahora Henry Creedlow,
protagonista de Bruiser. O La mitad diabólica, título con
el que, por estos días, el sello Transeuropa lanza, directo a video,
este flamante film del legendario George A. Romero. Para quienes no lo
conozcan, Romero es el autor de ese hito llamado La noche de los muertos
vivos, que redefinió, allá por 1968, el género de
terror en su conjunto, despojándolo de las últimas resonancias
místicas para plantarlo en medio de la realidad cotidiana. Allí,
un pueblo debía vérselas con una plaga de zombies, vueltos
a la vida gracias a una sustancia química derramada por accidente
en un cementerio. Resucitados y hambrientos. Si se tiene en cuenta que
la dieta básica de un zombie consiste en cerebros humanos (tal
vez por aquello de que se desea lo que no se tiene) se comprenderá
que, al mismo tiempo que lo volvía material y ecológico,
Romero obligó a replantear también los standards de violencia
hasta entonces tolerados para el género.
De allí en más, el nombre de George Andrew Romero adquirió
un relumbre mítico incluso para sus propios colegas, hasta el punto
de que uno de sus mayores admiradores, John Carpenter, le puso su apellido
a un personaje de Fuga de Nueva York. Entre películas mejores y
peores, el nativo de Pittsburgh pudo mantener su honorabilidad. Las dos
feroces secuelas de su ópera prima (Muertos vivos: la batalla final
y El día de los muertos vivos), además de Martin, el amante
del terror (relectura del vampirismo en clave materialista) y esa gema
llamada Monerías diabólicas (historia de amor criminal de
una pequeña macaca por su dueño) lograron tener encendida
la llama. Todas las películas nombradas se consiguen en video,
algunas con más facilidad que otras. A lo largo de la década
del 90, el brillo de Romero tendió a atenuarse. Nada demasiado
distinto de lo que les sucedió a los otros colegas notorios, ya
fueran el italiano Dario Argento, Tobe Hooper (que tras La masacre de
Texas casi no logró levantar cabeza) o el Wes Craven posterior
a la primera Pesadilla y anterior a Scream.
Tras un período de ostracismo (lo último había sido
La mitad siniestra, de 1993), Romero vuelve con Bruiser, a los 60 años
y con producción de Canal Plus de Francia. Sale empatado: aunque
no llega a gran altura, La mitad oculta es un film digno y con rasgos
de interés, que además renueva la apuesta, característica
del realizador, de insertar el terror en un marco cotidiano. Henry Creedlow
es un joven ejecutivo que trabaja en una revista fashion llamada Bruiser.
Encarnado por el sueco Peter Stormare (uno de los asesinos de Fargo),
el dueño de Bruiser es un machote que se la pasa alardeando de
sí mismo y sobreactuando hasta lo desagradable la condición
de amo y señor. Creedlow, a su turno, dice siempre que sí,
le cree demasiado a un asesor financiero tan confiable como un político
argentino y deja que su mujer lo trate como un fracasado.
Cuando Henry la descubra en pleno ajetreo con su horrible jefe, sus frecuentes
fantasías criminales tendrán un buen motivo para hacerse
realidad. Sí, La mitad diabólica es una película
absolutamente misógina, en la que el asesinato de la dama está
puesto en escena con goce casiorgásmico. Es el único caso
en que ello ocurre, y ese es justamente uno de los puntos débiles
de la película. Ya que, si algo pide el género, es que cada
crimen sea parte de un ritual exótico, pleno y catártico.
Es difícil lograr todo eso con una simple pistola, como ocurre
aquí. Siempre son más aconsejables un taladro, alguna sierra
o serrucho, aunque más no sea un buen punzón. Es raro que
alguien tan experimentado como Romero se haya conformado, esta vez, con
visitar una armería, en lugar de cualquier ferretería bien
surtida.
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