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�Viva el amor�, un gran producto made in Taiwan

El film del casi desconocido Tsai Ming-liang es una pequeña gran historia de triángulo amoroso, con escasos diálogos y personajes acorralados por la soledad y la desesperación urbana.

“Viva el amor” es una
melancólica historia de sobrevivientes.
Su director estuvo aquí para una retrospectiva en el Bafici 2000.

Por Martín Pérez

Una llave olvidada en la cerradura, un departamento lujoso y vacío que a partir de entonces no lo está tanto. Allí se desarrollará el drama urbano de Viva el amor, segundo largometraje del taiwanés Tsai Ming-liang, que entrecruza el mudo devenir del eterno protagonista de todos sus films –el joven Lee Kang-sheng– con el de una pareja de amantes ocasionales que poco y nada tienen para decirse más allá de compartir sus soledades en la cama sin sábanas en un departamento vacío.
Film prácticamente mudo –las palabras parecen sobrar en el universo de los films de Tsai–, Viva el amor es el segundo opus de la trilogía personal con la que el director taiwanés terminó de instalar su nombre en el universo cinematográfico de la década del noventa, tan abierta a los mercados orientales. Premiada en Locarno, su ópera prima Los rebeldes del Dios Neón (1992) presentaba por primera vez a Lee, un proto Sal Mineo dentro de universo de jóvenes rebeldes a la James Dean, sin futuro a la vista en medio del crecimiento económico de la joven Taipei. El río (1996), tercer opus de la trilogía, premiado en Berlín y único film de Tsai en ser estrenado comercialmente en el mercado local, delineaba el epílogo de la historia de Lee y su familia, a la que había abandonado al final de su primera película.
Premiado en Venecia, Viva el amor (1994) –que, como los dos films anteriores, fue exhibido en la restrospectiva de Tsai realizada en el festival porteño del año pasado, con la presencia tanto del director como del protagonista– es el más austero, hermético y vacío de los tres films. Aquí el solitario y mudo Lee es apenas uno de los lados de un atípico triángulo amoroso, integrado por tres buscavidas que intentan sobrevivir en medio de una economía emergente como la de Taipei. Ella es una ocupada vendedora inmobiliaria, él es un vendedor callejero de ropa y Lee, el tercero en discordia sin que ellos lo sepan, es un vendedor de tumbas que se cuela en su nido de amor –un departamento en venta– para suicidarse, pero termina quedándose a (sobre)vivir allí.
Con planos largos y –como ya se dijo– casi sin diálogos, Viva el amor es un film apocalíptico (como todos los de Tsai) y vacío, en el que la ciudad es una solitaria condena para sus protagonistas, atrapados en ella y en ellos mismos. Un film para observar y dejarse llevar, algo que tal vez sea imposible de realizar en una exhibición en video como la que ofrece el distribuidor local.

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“LA CONSPIRACION”, DE ROD LURIE, CON JEFF BRIDGES
La senadora que estuvo en una orgía

Por H. B.

El vicepresidente de los Estados Unidos ha muerto y el Senado debe elegir sucesor. Hay un candidato “cantado”, un senador recién ascendido a héroe nacional, tras una heroica –aunque algo sospechosa– muestra de coraje cívico. Pero el presidente tiene su carta, la senadora Laine Hanson, que sería la primera mujer en el puesto. Ocurre que Hanson es una militante proabortista y atea confesa, lo cual la pone en la mira de la derecha. Entre ellos el senador Shelly Runyon, quien preside la comisión que debe validar la elección. Para frenar el ascenso de su colega, Runyon no dudará en apelar a los métodos más sucios. Por ejemplo, exhumar una vieja filmación que demostraría que, de adolescente, la senadora Hanson, hoy casada y con hijos, participó de una orgía salvaje.
Más allá de las obvias asociaciones con el affaire Lewinsky, el film escrito y dirigido por el ex crítico de cine Rod Lurie juega a varias puntas, como algunos políticos. Todos, quizás. Asume, por un lado, la forma clásica del thriller político, donde lo que matan no son las balas ni las explosiones, sino las palabras. Lo otro que abunda en La conspiración son los personajes, un ejército de funcionarios, asesores y senadores que se arracima en cada plano y honra así la tradición del subgénero, tal como la dicta la canónica Tormenta sobre Washington (Otto Preminger, 1962). A esto, Lurie le agrega coqueteos con el culebrón (cierta subtrama sobre una mujer que abortó) y un tono, más o menos soterrado, de sátira política. Que se hace explícito cuando el presidente (el gran Jeff Bridges, aportando relax y buen humor) parece darle más importancia a unos sandwiches que a la red de conspiraciones a su alrededor. Pero nada es lo que parece en La conspiración. Y esto, no sólo en el buen sentido.
Engañosa como algunos políticos, la película de Lurie desaprovecha la diversidad de puntos de vista que permitiría la proliferación de personajes, relegando a casi todos a la condición de coro indiferenciado. En su lugar, Lurie se conforma con la mera oposición binaria entre el bueno (la senadora Hanson, nominación al Oscar para Joan Allen) y el malo (Runyon, de aspecto extrañamente godardiano, es el fabricante de archivillanos Gary Oldman). Pero si en algo se asemeja Lurie al mundo que pinta es en la traición a las propias promesas. Aún otorgándole el beneficio de la duda al discurso final del presidente Jackson (una apología de los valores más puros del american dream) y suponiendo que pueda tratarse de una gigantesca tomadura de pelo, si algo traiciona La conspiración son los principios de la senadora Hanson. Que hace toda una causa de defender su intimidad, pero termina aclarando que no, que no lo hizo. No sea cuestión de que al espectador le quede alguna duda de que la heroína de la película era, al fin y al cabo, tan intachable como todo héroe americano debe ser.

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