La defección
de Jim Jeffords del Partido Republicano, que liquidó de un
golpe la endeble mayoría nominal de fifty-fifty que el partido
en el gobierno detentaba en el Senado (con el voto de desempate
del vicepresidente Dick Cheney), no significa, desde luego, que
el Congreso norteamericano se haya vuelto progresista de la noche
a la mañana: la Cámara de Representantes sigue bajo
control de los republicanos, y en el mismo Senado, George W. Bush
sigue disponiendo del apoyo de los 10 o 12 demócratas de
derecha que le permitieron hasta ahora impulsar un programa máximo
desde un mínimo mandato electoral.
Sin embargo, el cambio en la relación de fuerzas es decisivo
en un punto clave: la presidencia de las comisiones legislativas
que determinan la agenda de la Cámara alta como un todo.
George W. dispondrá aún de la palanca de compensación
de los demócratas amigos, pero desde el plano inclinado de
un liderazgo senatorial adverso, sin ningún demócrata
que por el momento esté dispuesto a cruzar filas para neutralizar
la defección de Jeffords y con la perspectiva cada vez más
próxima de otra defección, por incapacidad o muerte:
la del senador Strom Thurmond, casi centenario. Dos horizontes se
abren desde esto:
1) Que la bancada republicana en el Senado deje de ser rehén
de la corriente más extremista de su propio partido. Sería
justicia poética: fue este sector el que George W. primero
evitó para diferenciarse de los impresentables fundamentalistas
del caso Lewinsky, pero luego cultivó -para vencer
la candidatura insurgente de John McCain, y, en estos cuatro
meses de gobierno, impulsó sin reparos. Con la nueva configuración
legislativa, la relación de fuerzas sería parecida
al empate actual, pero la palanca cambiaría de dirección:
si antes los republicanos usaban a la derecha demócrata para
sus fines, ahora los demócratas usarían a los senadores
republicanos de centro (como McCain, Olimpia Snowe o Chuck Hagel)
para lo opuesto.
2) Al mismo tiempo, y por obra del cambio de sponsors políticos
de los líderes en el Senado, se atenuaría la fuerza
de los cambios impulsados por Bush: internamente, el plan energético
del Big Oil, y externamente la política proárabe,
que es la traducción del primero.
Las posibilidades están, pero su cumplimiento depende de
un hombre que no ha sido testeado: Tom Daschle, líder de
la nueva mayoría demócrata en el Senado. Y que, por
lo tanto, es el hombre a observar.
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