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OPINION

Los santos intocables

Por James Neilson

En la Argentina desconcertada de nuestros días, es mucho más lindo ser un clérigo que un político. Cuando el señor Presidente abre la boca para aludir al estado del país, la gente muere de risa para entonces acusarlo de ser un inútil; sus propios correligionarios lamentan sotto voce su escaso sentido de la oportunidad y los periodistas se encargan de señalar que el hombre es un pobre bufón que no entiende nada del mundo actual. En cambio, si el que habla de política es un monseñor como Jorge Bergoglio, las sonrisas sarcásticas se ven reemplazadas por muecas de admiración; los blancos de su invectiva se deshacen elogiando la profundidad de su pensamiento y sus excelsas condiciones morales y la prensa, levítica o no, se regocija de su “dureza”. En la pelea entre una Iglesia metida hasta el cuello en política y una clase política que con toda seguridad preferiría dedicarse a otra cosa, no hay duda alguna en cuanto a cuál será la ganadora. Trátese de beatos irremediables o de paganos astutos que no tienen ninguna intención de “ofender” a la secta local más poderosa, todos los “dirigentes” del país se permiten ser vapuleados mansamente por los eclesiásticos, lo cual, como suele suceder en tales ocasiones, sólo sirve para entusiasmar aún más a los atormentadores.
A muchos mitrados, la política les parecerá un campo ideal en que hacer gala de sus dotes oratorias. Es comprensible. Además de ser intocables, a diferencia de los políticos declarados pueden negarse con firmeza a hacer propuestas concretas recordándonos que su reino está allá arriba, en el empíreo ético, no aquí abajo, privilegio que les brinda una ventaja insuperable a la hora de ufanarse de su autoridad moral. Puede que cuando es cuestión de cambios puntuales su incidencia en lo que efectivamente ocurre sea escasa –aunque de producirse una catástrofe le habrán hecho un aporte significante al fomentar el desánimo provocado por la sensación de que el país está cayendo en pico sin posibilidad de salvarse–, pero por pocos que sean los resultados reales de su prédica por lo menos serán mayores que los logrados en otros ámbitos que consideran propios. Sus planteos teologales, si es que aún se dan el trabajo de formularlos, ya no interesan a nadie. Sus ideas sobre el sexo, tema que siempre ha obsesionado a los cristianos, son consideradas excéntricas incluso por los fieles que raramente les hacen caso y, si bien gracias a su capacidad para presionar a ciertos gobernantes habrán contribuido bastante a propagar el virus del sida, en la Argentina sus proezas en esta lucha tan notable han sido decididamente menores que en el Africa subsahariana.


 

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