En la Argentina
desconcertada de nuestros días, es mucho más lindo
ser un clérigo que un político. Cuando el señor
Presidente abre la boca para aludir al estado del país, la
gente muere de risa para entonces acusarlo de ser un inútil;
sus propios correligionarios lamentan sotto voce su escaso sentido
de la oportunidad y los periodistas se encargan de señalar
que el hombre es un pobre bufón que no entiende nada del
mundo actual. En cambio, si el que habla de política es un
monseñor como Jorge Bergoglio, las sonrisas sarcásticas
se ven reemplazadas por muecas de admiración; los blancos
de su invectiva se deshacen elogiando la profundidad de su pensamiento
y sus excelsas condiciones morales y la prensa, levítica
o no, se regocija de su dureza. En la pelea entre una
Iglesia metida hasta el cuello en política y una clase política
que con toda seguridad preferiría dedicarse a otra cosa,
no hay duda alguna en cuanto a cuál será la ganadora.
Trátese de beatos irremediables o de paganos astutos que
no tienen ninguna intención de ofender a la secta
local más poderosa, todos los dirigentes del
país se permiten ser vapuleados mansamente por los eclesiásticos,
lo cual, como suele suceder en tales ocasiones, sólo sirve
para entusiasmar aún más a los atormentadores.
A muchos mitrados, la política les parecerá un campo
ideal en que hacer gala de sus dotes oratorias. Es comprensible.
Además de ser intocables, a diferencia de los políticos
declarados pueden negarse con firmeza a hacer propuestas concretas
recordándonos que su reino está allá arriba,
en el empíreo ético, no aquí abajo, privilegio
que les brinda una ventaja insuperable a la hora de ufanarse de
su autoridad moral. Puede que cuando es cuestión de cambios
puntuales su incidencia en lo que efectivamente ocurre sea escasa
aunque de producirse una catástrofe le habrán
hecho un aporte significante al fomentar el desánimo provocado
por la sensación de que el país está cayendo
en pico sin posibilidad de salvarse, pero por pocos que sean
los resultados reales de su prédica por lo menos serán
mayores que los logrados en otros ámbitos que consideran
propios. Sus planteos teologales, si es que aún se dan el
trabajo de formularlos, ya no interesan a nadie. Sus ideas sobre
el sexo, tema que siempre ha obsesionado a los cristianos, son consideradas
excéntricas incluso por los fieles que raramente les hacen
caso y, si bien gracias a su capacidad para presionar a ciertos
gobernantes habrán contribuido bastante a propagar el virus
del sida, en la Argentina sus proezas en esta lucha tan notable
han sido decididamente menores que en el Africa subsahariana.
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