Por Julián
Gorodischer
El Bar pone en
escena, en su cuenta regresiva, un mundo antitelevisivo. En la casa de
San Isidro, por estos días, no pasa nada. Los tres sobrevivientes
(Eduardo, Daniel y Federico) se dedican a esperar un desenlace, amigados,
sin las tensiones que marcaron la pelea entre los grupos, que se bautizaron
la Cumbre y los No Alineados. Sin el impacto de una trama ni la presencia
de famosos, El Bar es un paraíso para melancólicos:
un cuarto, el de las chicas, ya fue clausurado; las conversaciones refieren
a los que ya no están, los que fueron expulsados y ahora se extrañan.
A diferencia de otros reality game shows, el ciclo de Cuatro Cabezas juega
con ese gusto por lo perdido o lo pasado y lo trae de regreso. Primero
propuso la vuelta a la casa y al negocio de uno de los echados y el público
eligió a Eduardo, el chistoso al que algunos acusaron de hacer
humor violento y otros le agradecen el desparpajo. Ahora volverán
otros seis a ayudar a los finalistas en una competencia final que decidirá,
junto con los votos telefónicos, el ganador.
De los tres que siguen en el juego, Eduardo Nocera es, tal vez, un exponente
atípico. Exhibe, en continuado, su condición de poco televisivo:
sabe de poesía integra el grupo Los Verbonautas junto a Palo
Pandolfo, usa remeras con nombres de grupos alternativos y es consciente
de que está siendo filmado por tiempo completo. Yo quiero
ofrecerles mi humor, es su muletilla preferida. Eduardo reniega
de cualquier naturalidad, debe poner en práctica el artificio del
ser comediante para diferenciarse del participante ingenuo,
del tipo de los No Alineados. Por eso se dedica a hacer monólogos
de humor, a dibujar historias en pizarrones y describirlos y a dramatizar
la relación con un mono de peluche. Queda realizado como concursante
cuando el público le dice: No cambies nunca, o cuando
se le agradece esa función de participante racional profesionalizado,
que no le sigue el juego a la batuta de las cámaras. Por lo contrario,
las desafía: les pide protagonismo para hacer campaña,
una modalidad que aterraría a los participantes de Gran Hermano,
convencidos de que la casa es la vida y de que la experiencia del aprendizaje
es lo único que importa.
Como Eduardo, Daniel también respeta esa cláusula que construyó
un estilo propio en El Bar: la interacción con las
cámaras. En los pasillos, dialoga con la lente o le hace muecas
o invoca a que lo voten o castiguen a un enemigo. Sin embargo, es incapaz
de demostrar el distanciamiento de su rival respecto de la experiencia.
Frente al bufón que ironiza sobre todo y sobre todos, él
es el grandote pasional que llegó a romperse un brazo por golpear
el piso, durante un rapto de bronca, y el que cree con convicción
en los odios y los amores que la casa genera: como líder, eligió
a sus pichones y sus marginados. Ahora, las que lo miran desde
afuera (Celeste y Yael) le retiraron la confianza por nominar a Federico
y salvar a Mónica. Traicionó a un amigo, le
dispararon, y fue el último momento dramático antes de la
calma chicha que sobrevuela la convivencia de los tres varones.
El último de los candidatos, Federico, es tal vez la concesión
del programa a dictados más convencionales para el género.
El galán posa, en una revista de farándula, y dice lo que
un actor o un cantante también podrían enunciar: Esta
experiencia me cambió la vida. Es ingenuo, cree en la nobleza
de no embarrarse, le gusta deambular con el torso desnudo
y suele relatar sus anécdotas con cazadoras de autógrafos
de las que no faltan. Su desafío, por estos días, es demostrar
que su fama no es prestada por Daniel. Tiene peso propio asegura
y la gente lo apoya por lo que realmente vale. El famoso repentino
disfruta de los beneficios que compensan la reclusión forzada (y
para colmo, aquí, el trabajo en el bar): repercusión y groupies
entusiastas que le roban besos. ¿El resultado? Un hijo dilecto
de la breve tradición de reality game shows, siempre auspiciosa
con las criaturas que mantengan cierto interés sexual.
Lo que viene es el regreso de los seis que trabajarán en el bar
ayudando a los finalistas en la competencia por facturar más dinero
con las ventas. Quien lo logre y además sume más votos será
el vencedor: un afortunado poseedor de cien mil pesos y título
de imbatible. El objetivo justifica, para ellos, la larga espera.
La magia
El rating de El bar ha quedado atrapado dentro de
la lógica de las bajas mediciones de América: su promedio
es de 7 puntos, con lo que le basta para ser un programa clave del
canal. Esas cifras, que son tres veces menores a las de Gran
Hermano, de Telefé, con el que en principio parecía
apuntar a competir, no indican que El bar haya resultado
un mal negocio. El apoyo publicitario de una serie de marcas de
nivel, la propia recaudación del bar, que funciona notablemente
bien, y el hecho de que los protagonistas no cobren cachets de estrellas,
redondean un negocio nada despreciable. La magia de la televisión,
en síntesis.
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