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ESTRENOS DE LA SEMANA
“EL PEQUEÑO LADRON”, DE ERICK ZONCA
Buscando un lugar en el mundo

Como en los viejos policiales de Hollywood, en la nueva película del director de �La vida soñada� el crimen no paga, como no sea con dolor, humillación y casi con la muerte. Por su parte, el film argentino �Cabeza de tigre�, protagonizado por Héctor Alterio, cae en todos los acartonamientos del cine histórico-patrio.
Nicolas Duvauchelle es “El pequeño ladrón”, atrapado en las redes del determinismo social.


Por Horacio Bernades

En su opera prima, La vida soñada de los ángeles, el francés Erick Zonca (Orléans, 1956) había logrado no perderle pisada a ambas protagonistas, logrando un indeleble retrato de dos individualidades en tránsito, en el que podían leerse, en escorzo, las huellas de ciertas marcas sociales. Ahora, en su segundo film, El pequeño ladrón, Zonca vuelve a pisar una senda semejante. Pero no la misma: es posible que, más allá de sus visibles semejanzas, pesen más las diferencias entre ambos films. Parte de una serie de unitarios televisivos, llamada Droite/Gauche (“Derecha/ Izquierda”), Le Petit Voleur llegó a los cines en Francia, previo paso por La Sept. Aquí, lo hace directamente en salas.
Conviene aclarar que, como consecuencia de su origen, la duración de El pequeño ladrón es más televisiva que cinematográfica: una hora y monedas. En términos estrictamente narrativos, no está nada mal, ya que menos resulta más: las constricciones de duración derivan en máxima concisión, permitiendo que el relato no pierda tensión ni un instante. Y de tensión se trata, ya que esta es la historia de un chico que intenta iniciarse en la pequeña delincuencia. Se hace llamar “S.”, tal vez porque su nombre comience con esa letra. O quizás por alguna otra razón. Como ya ocurría en La vida soñada de los ángeles, en lugar de añadir información, Zonca tiende a retacearla, reduciéndola a lo que las imágenes muestran. Será el espectador quien deba procesar la información, asociar lo que se ve y lo que no, para ir armando historia y personajes.
Lo que se ve es que “S” resulta abruptamente expulsado de su empleo de panadero, sin hacer nada por impedirlo. Más bien todo lo contrario. Tras traicionar la confianza de una amiga, irá a parar a Marsella, relacionándose allí con una bandita cuyos miembros, llamativamente resentidos con la falta de dinero, alternan las sesiones de box con el desvalijamiento de propiedades y administración de prostitutas callejeras. Como en los viejos policiales de Hollywood, el crimen no paga. Como no sea con dolor, humillación, vejación y, finalmente, casi con la muerte. Como en su primer film, Zonca sigue al protagonista sin perderle pisada, con una cámara 16 mm nerviosa y móvil, pero sin caer en la espasticidad en que incurren algunas películas que hacen de la cámara en mano poco menos que una religión. Una fotografía sin ninguna afectación, un estilo próximo a lo que se conoce como “cine directo” y el abrupto montaje le permiten a Zonca transmitir el punto de vista del protagonista. Que se pasa la película intentando ajustarse, con poco éxito, a un medio bravo.
Las peleas en las que su “padrino” (apodado “El Ojo”) lo tira contra las cuerdas, a fuerza de trompadas y órdenes de mando, comunican inmejorablemente la situación en que se encuentra “S”. Quien, además, busca un nombre de guerra y no logra hallarlo, como si no pudiera completar su cambio de identidad. A diferencia de La vida soñada..., la cercanía entre Zonca y su héroe es esta vez más física que humana. Parco casi hasta la mudez, reducido a la posición de espectador pasivo, de intruso que no termina de “entrar”, “S” es capaz de robarle a una chica que le dio una mano, tanto como de intentar arrancar su cartera a una pobre viejecita indefensa. También a diferencia del film anterior, elrecorrido vital de “S” parece menos libre, más atado a una concepción previa. Atado también, por qué no decirlo, a un cierto esquematismo, según el cual el lugar social termina imponiéndose por sobre el personaje. Una idea que termina de cerrarse en el último plano del film. Allí, la única opción que le queda a “S” es la del mal menor. En ese punto, el apellido Zonca suena más parecido que nunca a Zola. Como en una novela naturalista, el héroe ha quedado atrapado para siempre en el determinismo, tanto en términos sociales como dramáticos.

PUNTOS

 


 

“CABEZA DE TIGRE”, OPERA PRIMA DE CLAUDIO ETCHEBERRY
El temido síndrome de “Billiken”

Por H.B.

Uno de los primeros actos de violencia política de la todavía embrionaria nación, el fusilamiento de Santiago de Liniers, el 26 de agosto de 1810, requirió de una extrema sangre fría. Intentando hacer valer el título de virrey que la Junta presidida por Cornelio de Saavedra obviamente desconocía, don Santiago de Liniers y Bremond se había sublevado e intentaba resistir desde Córdoba. Fue Mariano Moreno, a la sazón secretario de la junta, quien tomó la decisión: había que ejecutar al rebelde, para dejar sentada, en él, la autoridad revolucionaria. La decisión no fue nada fácil. Liniers había sido, poco tiempo antes, el héroe de las Invasiones Inglesas, cuando reconquistó Buenos Aires de manos del invasor. Peor todavía, Juan José Castelli, vocal de la junta y hombre de confianza de Moreno, había servido a las órdenes del hombre al que ahora debía fusilar.
Ese apasionante, complejo y sangriento episodio ocurrido en los albores de la patria es el que narra Cabeza de tigre, opera prima del realizador Claudio Etcheberry, que a su carácter de egresado del CERC suma el de profesor de historia. Es el que debería narrar. Con guión escrito en compañía de Juan B. Stagnaro (uno de los guionistas de Camila), Cabeza de tigre no sólo fracasa a la hora de transmitir las pasiones políticas en juego, sino que falla, además, cuando se trata de brindar al espectador la mínima información necesaria para comprender qué partido es el que se está jugando. Las figuras históricas aparecen desdibujadas, simplificadas o sometidas a una interpretación primaria y discutible. Si bien se beneficia de una intensa actuación del desconocido Roberto Vallejos, lo que lleva a Mariano Moreno a decidir la ejecución del enemigo parecería ser la histeria paranoica en la que parece sumido.
A su vez, los representantes de la Corona española aparecen detentando, en la figura de Liniers, una clarividencia histórica y política que los enaltece, frente al hato de traidores, cobardes e intrigantes que son los revolucionarios. A quienes se estigmatiza, en una simple línea de diálogo, como simples mandaderos de los ingleses. La tesis que se desprende es que la Revolución de Mayo no sirvió para nada. Si no resulta aventurado calificar esta tesis de liso y llano reaccionarismo histórico (¿qué hubiera correspondido, seguir siendo colonia española?), no es cosa fácil asimilar la larga serie de anacronismos que adorna Cabeza de tigre, con el Castelli de Damián de Santo puteando como un muchacho de acá a la vuelta, sin que se le arrugue el uniforme.
Simplificaciones, reinterpretaciones y caprichosas atribuciones no importarían demasiado si Cabeza de tigre transmitiera, al menos, el calor y sentido de las pasiones en juego. Sin poder desprenderse del efecto-Billiken que afecta a nueve de cada diez films históricos argentinos, el film de Etcheberry está compuesto, básicamente, de almidón y tiempos muertos. Pasando por alto el risible intento de querer convertirse en una versión argentina de Apocalypse Now! (con Liniers como Kurtz y Castelli como Willard), el problema de Cabeza de tigre no es que sea una impugnablelección de Historia sino que se trata de una aburrida e impugnable lección de Historia.

PUNTOS

 


 

El cine que llega del sol naciente

Desde Takeshi Kitano, cada vez más presente en la cartelera porteña, con Flores de fuego, Kikujiro y Escenas en el mar, hasta Kore-Eda Hirokazu con After Life o el gran maestro Shoei Imamura, con La anguila y Doctor Akagi, el cine japonés volvió a formar parte de la dieta cinéfila de los argentinos, con una asiduidad como no se veía desde los remotos años 60. Los festivales de Mar del Plata y Buenos Aires, a su vez, dieron a conocer la obra de Miike Takashi, Sogo Ishii, Shinji Aoyama y Naomi Kawase, mientras que el año pasado la sala Lugones presentó al nuevo Kurosawa, de nombre Kiyoshi, sin parentesco alguno con el venerable Akira, salvo su talento. Pero el cine japonés es en estos días una cantera inagotable y para probarlo el Teatro San Martín y la Fundación Cinemateca Argentina, con el auspicio y la colaboración del Centro Cultural e Informativo de la Embajada del Japón, organizaron un ciclo denominado “Nuevo cine japonés”, que se llevará a cabo a partir de hoy en la Lugones (Corrientes 1530). La muestra estará integrada por cinco films sin estreno comercial en Argentina, pertenecientes a las nuevas generaciones del cine japonés, que sin duda está viviendo un verdadero apogeo en el circuito de festivales internacionales.
La agenda completa del ciclo es la siguiente. Hoy va Darlo todo (1998), de Itsumichi Isomura, con Rena Tanaka y Mami Shimizu. Producido por el mismo equipo de la exitosísima Shall we dance?, este relato de iniciación acerca de una adolescente solitaria echa una mirada cálida y sensible sobre las alegrías y decepciones de la primera juventud, y se revela como una reflexión profunda sobre el inexorable paso del tiempo y la pérdida de la inocencia. (A las 14.30, 17, 19.30 y 22 horas). Mañana se exhibe Primavera (1998), de Shinji Somai, con Tsutomu Yamazaki, Koichi Sato y Sumiki Fuji. Considerado uno de los referentes del renacimiento del cine japonés, el director Shinji Somai trabaja en este film sobre los códigos del melodrama familiar, con el acento puesto en la pérdida de identidad que acompañó a la recesión económica de los últimos años. Premio de la crítica (Fipresci) en el Festival de Berlín 1998. (A las 14.30, 17, 19.30 y 22 horas).
El sábado 2 se proyectará Lluvia de fin de otoño (1998), de Shin’ichiro Sawai, con Sayuri Yoshinaga y Tetsuya Watari. Considerada desde su adolescencia como una auténtica reina de la pantalla de su país, la actriz Sayuri Yoshinaga hace de esta historia de un romance otoñal un elegante vehículo para su consagración como monarca absoluta del melodrama japonés. (A las 14.30, 17, 19.30 y 22 horas). El domingo está programada Orgulloso de mi voz (1999), de Kazuyuki Izutsu, con Kyoko Asakiri y Daikichi Sugawara. A partir de un popular programa de TV, dedicado a presentar cantantes amateurs, esta comedia agridulce se interna en las ilusiones de un puñado de personajes, para quienes esa aparición fugaz puede significar su sentido de pertenencia al mundo. “Una película que permite una nueva apreciación del alma japonesa”, afirma el crítico Mark Schilling en su libro Contemporary Japanese Film, esencial para comprender el fenómeno del nuevo cine nipón. (A las 14.30, 17, 19.30 y 22 horas). Finalmente, el lunes 4 y martes 5 se verá Ataduras (1998), de Kichitaro Negishi, con Koji Yakusho y Yosuke Saito. Laberíntico thriller sobre la yakuza (la mafia japonesa), que se convierte en un melodrama familiar, movido por la rueda implacable de la venganza. (A las 14.30, 18 y 21 horas).

 

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