Por Horacio Bernades
En su opera prima, La vida
soñada de los ángeles, el francés Erick Zonca (Orléans,
1956) había logrado no perderle pisada a ambas protagonistas, logrando
un indeleble retrato de dos individualidades en tránsito, en el
que podían leerse, en escorzo, las huellas de ciertas marcas sociales.
Ahora, en su segundo film, El pequeño ladrón, Zonca vuelve
a pisar una senda semejante. Pero no la misma: es posible que, más
allá de sus visibles semejanzas, pesen más las diferencias
entre ambos films. Parte de una serie de unitarios televisivos, llamada
Droite/Gauche (Derecha/ Izquierda), Le Petit Voleur llegó
a los cines en Francia, previo paso por La Sept. Aquí, lo hace
directamente en salas.
Conviene aclarar que, como consecuencia de su origen, la duración
de El pequeño ladrón es más televisiva que cinematográfica:
una hora y monedas. En términos estrictamente narrativos, no está
nada mal, ya que menos resulta más: las constricciones de duración
derivan en máxima concisión, permitiendo que el relato no
pierda tensión ni un instante. Y de tensión se trata, ya
que esta es la historia de un chico que intenta iniciarse en la pequeña
delincuencia. Se hace llamar S., tal vez porque su nombre
comience con esa letra. O quizás por alguna otra razón.
Como ya ocurría en La vida soñada de los ángeles,
en lugar de añadir información, Zonca tiende a retacearla,
reduciéndola a lo que las imágenes muestran. Será
el espectador quien deba procesar la información, asociar lo que
se ve y lo que no, para ir armando historia y personajes.
Lo que se ve es que S resulta abruptamente expulsado de su
empleo de panadero, sin hacer nada por impedirlo. Más bien todo
lo contrario. Tras traicionar la confianza de una amiga, irá a
parar a Marsella, relacionándose allí con una bandita cuyos
miembros, llamativamente resentidos con la falta de dinero, alternan las
sesiones de box con el desvalijamiento de propiedades y administración
de prostitutas callejeras. Como en los viejos policiales de Hollywood,
el crimen no paga. Como no sea con dolor, humillación, vejación
y, finalmente, casi con la muerte. Como en su primer film, Zonca sigue
al protagonista sin perderle pisada, con una cámara 16 mm nerviosa
y móvil, pero sin caer en la espasticidad en que incurren algunas
películas que hacen de la cámara en mano poco menos que
una religión. Una fotografía sin ninguna afectación,
un estilo próximo a lo que se conoce como cine directo
y el abrupto montaje le permiten a Zonca transmitir el punto de vista
del protagonista. Que se pasa la película intentando ajustarse,
con poco éxito, a un medio bravo.
Las peleas en las que su padrino (apodado El Ojo)
lo tira contra las cuerdas, a fuerza de trompadas y órdenes de
mando, comunican inmejorablemente la situación en que se encuentra
S. Quien, además, busca un nombre de guerra y no logra
hallarlo, como si no pudiera completar su cambio de identidad. A diferencia
de La vida soñada..., la cercanía entre Zonca y su héroe
es esta vez más física que humana. Parco casi hasta la mudez,
reducido a la posición de espectador pasivo, de intruso que no
termina de entrar, S es capaz de robarle a una
chica que le dio una mano, tanto como de intentar arrancar su cartera
a una pobre viejecita indefensa. También a diferencia del film
anterior, elrecorrido vital de S parece menos libre, más
atado a una concepción previa. Atado también, por qué
no decirlo, a un cierto esquematismo, según el cual el lugar social
termina imponiéndose por sobre el personaje. Una idea que termina
de cerrarse en el último plano del film. Allí, la única
opción que le queda a S es la del mal menor. En ese
punto, el apellido Zonca suena más parecido que nunca a Zola. Como
en una novela naturalista, el héroe ha quedado atrapado para siempre
en el determinismo, tanto en términos sociales como dramáticos.
PUNTOS
CABEZA
DE TIGRE, OPERA PRIMA DE CLAUDIO ETCHEBERRY
El temido síndrome de Billiken
Por H.B.
Uno de los primeros actos de
violencia política de la todavía embrionaria nación,
el fusilamiento de Santiago de Liniers, el 26 de agosto de 1810, requirió
de una extrema sangre fría. Intentando hacer valer el título
de virrey que la Junta presidida por Cornelio de Saavedra obviamente desconocía,
don Santiago de Liniers y Bremond se había sublevado e intentaba
resistir desde Córdoba. Fue Mariano Moreno, a la sazón secretario
de la junta, quien tomó la decisión: había que ejecutar
al rebelde, para dejar sentada, en él, la autoridad revolucionaria.
La decisión no fue nada fácil. Liniers había sido,
poco tiempo antes, el héroe de las Invasiones Inglesas, cuando
reconquistó Buenos Aires de manos del invasor. Peor todavía,
Juan José Castelli, vocal de la junta y hombre de confianza de
Moreno, había servido a las órdenes del hombre al que ahora
debía fusilar.
Ese apasionante, complejo y sangriento episodio ocurrido en los albores
de la patria es el que narra Cabeza de tigre, opera prima del realizador
Claudio Etcheberry, que a su carácter de egresado del CERC suma
el de profesor de historia. Es el que debería narrar. Con guión
escrito en compañía de Juan B. Stagnaro (uno de los guionistas
de Camila), Cabeza de tigre no sólo fracasa a la hora de transmitir
las pasiones políticas en juego, sino que falla, además,
cuando se trata de brindar al espectador la mínima información
necesaria para comprender qué partido es el que se está
jugando. Las figuras históricas aparecen desdibujadas, simplificadas
o sometidas a una interpretación primaria y discutible. Si bien
se beneficia de una intensa actuación del desconocido Roberto Vallejos,
lo que lleva a Mariano Moreno a decidir la ejecución del enemigo
parecería ser la histeria paranoica en la que parece sumido.
A su vez, los representantes de la Corona española aparecen detentando,
en la figura de Liniers, una clarividencia histórica y política
que los enaltece, frente al hato de traidores, cobardes e intrigantes
que son los revolucionarios. A quienes se estigmatiza, en una simple línea
de diálogo, como simples mandaderos de los ingleses. La tesis que
se desprende es que la Revolución de Mayo no sirvió para
nada. Si no resulta aventurado calificar esta tesis de liso y llano reaccionarismo
histórico (¿qué hubiera correspondido, seguir siendo
colonia española?), no es cosa fácil asimilar la larga serie
de anacronismos que adorna Cabeza de tigre, con el Castelli de Damián
de Santo puteando como un muchacho de acá a la vuelta, sin que
se le arrugue el uniforme.
Simplificaciones, reinterpretaciones y caprichosas atribuciones no importarían
demasiado si Cabeza de tigre transmitiera, al menos, el calor y sentido
de las pasiones en juego. Sin poder desprenderse del efecto-Billiken que
afecta a nueve de cada diez films históricos argentinos, el film
de Etcheberry está compuesto, básicamente, de almidón
y tiempos muertos. Pasando por alto el risible intento de querer convertirse
en una versión argentina de Apocalypse Now! (con Liniers como Kurtz
y Castelli como Willard), el problema de Cabeza de tigre no es que sea
una impugnablelección de Historia sino que se trata de una aburrida
e impugnable lección de Historia.
PUNTOS
El
cine que llega del sol naciente
Desde Takeshi Kitano, cada vez
más presente en la cartelera porteña, con Flores de fuego,
Kikujiro y Escenas en el mar, hasta Kore-Eda Hirokazu con After Life o
el gran maestro Shoei Imamura, con La anguila y Doctor Akagi, el cine
japonés volvió a formar parte de la dieta cinéfila
de los argentinos, con una asiduidad como no se veía desde los
remotos años 60. Los festivales de Mar del Plata y Buenos Aires,
a su vez, dieron a conocer la obra de Miike Takashi, Sogo Ishii, Shinji
Aoyama y Naomi Kawase, mientras que el año pasado la sala Lugones
presentó al nuevo Kurosawa, de nombre Kiyoshi, sin parentesco alguno
con el venerable Akira, salvo su talento. Pero el cine japonés
es en estos días una cantera inagotable y para probarlo el Teatro
San Martín y la Fundación Cinemateca Argentina, con el auspicio
y la colaboración del Centro Cultural e Informativo de la Embajada
del Japón, organizaron un ciclo denominado Nuevo cine japonés,
que se llevará a cabo a partir de hoy en la Lugones (Corrientes
1530). La muestra estará integrada por cinco films sin estreno
comercial en Argentina, pertenecientes a las nuevas generaciones del cine
japonés, que sin duda está viviendo un verdadero apogeo
en el circuito de festivales internacionales.
La agenda completa del ciclo es la siguiente. Hoy va Darlo todo (1998),
de Itsumichi Isomura, con Rena Tanaka y Mami Shimizu. Producido por el
mismo equipo de la exitosísima Shall we dance?, este relato de
iniciación acerca de una adolescente solitaria echa una mirada
cálida y sensible sobre las alegrías y decepciones de la
primera juventud, y se revela como una reflexión profunda sobre
el inexorable paso del tiempo y la pérdida de la inocencia. (A
las 14.30, 17, 19.30 y 22 horas). Mañana se exhibe Primavera (1998),
de Shinji Somai, con Tsutomu Yamazaki, Koichi Sato y Sumiki Fuji. Considerado
uno de los referentes del renacimiento del cine japonés, el director
Shinji Somai trabaja en este film sobre los códigos del melodrama
familiar, con el acento puesto en la pérdida de identidad que acompañó
a la recesión económica de los últimos años.
Premio de la crítica (Fipresci) en el Festival de Berlín
1998. (A las 14.30, 17, 19.30 y 22 horas).
El sábado 2 se proyectará Lluvia de fin de otoño
(1998), de Shinichiro Sawai, con Sayuri Yoshinaga y Tetsuya Watari.
Considerada desde su adolescencia como una auténtica reina de la
pantalla de su país, la actriz Sayuri Yoshinaga hace de esta historia
de un romance otoñal un elegante vehículo para su consagración
como monarca absoluta del melodrama japonés. (A las 14.30, 17,
19.30 y 22 horas). El domingo está programada Orgulloso de mi voz
(1999), de Kazuyuki Izutsu, con Kyoko Asakiri y Daikichi Sugawara. A partir
de un popular programa de TV, dedicado a presentar cantantes amateurs,
esta comedia agridulce se interna en las ilusiones de un puñado
de personajes, para quienes esa aparición fugaz puede significar
su sentido de pertenencia al mundo. Una película que permite
una nueva apreciación del alma japonesa, afirma el crítico
Mark Schilling en su libro Contemporary Japanese Film, esencial para comprender
el fenómeno del nuevo cine nipón. (A las 14.30, 17, 19.30
y 22 horas). Finalmente, el lunes 4 y martes 5 se verá Ataduras
(1998), de Kichitaro Negishi, con Koji Yakusho y Yosuke Saito. Laberíntico
thriller sobre la yakuza (la mafia japonesa), que se convierte en un melodrama
familiar, movido por la rueda implacable de la venganza. (A las 14.30,
18 y 21 horas).
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