Por H.C.
Un creador del teatro se fue
de la escena. El director rosarino Omar Grasso falleció el martes,
a los 60 años, aquejado de leucemia. Para quienes lo conocieron
de cerca, queda el recuerdo de sus maneras sobrias y delicadas y su permanente
inquietud por apostar a un teatro de ideas. No en sentido pedagógico
sino en el de provocar la reflexión. De hablar claro y pausado,
Grasso dijo en varias ocasiones a esta cronista que el teatro lo confortaba,
sobre todo cuando cumplía funciones que iban más allá
de lo estético. Por eso, su deseo permanente de apostar a las obras
de los clásicos de todos los tiempos y a piezas contemporáneas
sobre asuntos complejos, como La muerte y la doncella, del chileno Ariel
Dorfman, que estrenó en el Teatro Maravillas de Madrid; El cerco
de Leningrado (ver pág. 27), del valenciano José Sanchís
Sinisterra, donde condujo a Nuria Espert, en Baracaldo (País Vasco),
o La salvaje de Palomeras Alta, de José Luis Alonso de Santos (en
Madrid), referida a una España acechada por la drogadicción,
la violencia y la discriminación.
El no quedar limitado a un único ámbito donde desarrollar
su actividad fue una constante en Grasso, artista viajero como pocos,
desde que siendo adolescente decidió unirse a un elenco uruguayo
y probar suerte en Montevideo. Los uruguayos lo atraparon por largos períodos
desde 1960, y más aún luego de haber visto en Buenos Aires
una antológica versión de El círculo de tiza caucasiano,
hecha por el mítico El Galpón. Allí fue asistente
de dirección del célebre Atahualpa del Cioppo, quien le
había dado como recordó Grasso en una entrevista a
Página/12 una gran lección de humanismo: Me
hizo ver que el otro no era un competidor sino alguien con el que era
posible luchar codo a codo.
Tiempo después fue invitado a dirigir en Uruguay los elencos de
El Galpón, el Circular y la Comedia Nacional, con la que trajo
al Cervantes una muy personal versión de El bosque de leche, comedia
de voces de Dylan Thomas, escrita en un principio para la BBC de
Londres. Con el Circular se lo vio en Montevideo en otra peculiar puesta,
Después del manzano, donde conjugaba texto, danza y música
(que allí era persa, noruega y galesa). Grasso totalizó
unos cincuenta montajes, concretados en la Argentina, Uruguay y España,
y algunos semimontados en Francia. Trabajó siempre intensamente,
y no dudó en irse cuando aquí escaseaban los proyectos.
En su juventud obtuvo una beca de estudio del gobierno francés,
logrando conectarse con los prestigiosos JeanLouis Barrault y Roger
Planchon. Estando en Montevideo, dijo en una ocasión sentirse anímicamente
lejos de Buenos Aires donde concretó laboriosas y controvertidas
puestas, como El jardín de los cerezos, de Anton Chéjov,
La muerte de un viajante, de Arthur Miller, y una versión de Hamlet,
a la que sin embargo retornaba para organizar nuevos trabajos y, cuando
era posible, participar de debates sobre el teatro y las temáticas
de sus puestas. Era éste un compromiso que lo entusiasmaba. Lo
había puesto en práctica en diferentes oportunidades, como
la que le tocó vivir a raíz de su montaje de La muerte y
la doncella, en España, reuniendo a importantes figuras de la intelectualidad
de ese país. También en Buenos Aires, cuando dirigió
Ya nadie recuerda a Frederic Chopin, de Roberto Cossa, donde encontró
el latido propio de un teatro de ideas e introspecciones hondas
y entrañables, como las advirtió en otro montaje suyo,
Brilla por ausencia (una metáfora del desamparo), de Susana Gutiérrez
Posse.
Su interés por el texto dramático no se conectaba sólo
con las ideas que surgieran de éste sino también por la
capacidad para generar imágenes. Lo maravillaba la literatura dramática
hecha de momentos, como la que hoy producen los más jóvenes,
aquí y en el extranjero. Se mantenía atento a la escritura
de algunos importantes dramaturgos jóvenes de Francia y España,
semejante opinaba a manchas de colores en un cuadro abstracto:Pequeños
detalles, a veces nada más que puntos, como los que aparecen en
los textos infantiles, y a los que hay que seguir si se desea dibujar
una figura o un mapa de ruta. Estética que creía
hacía del espectador un individuo activo. De todos modos, seguía
sin abandonar a los clásicos de todos los tiempos, y sobre todo
a Anton Chéjov. En la puesta de la medular Ya nadie recuerda a
Frederic Chopin, mostró esa pasión chejoviana por enlazar
sin subrayados hechos y emociones, espacios, tiempos y atmósferas
en un juego que puede ser reinterpretado al infinito. El autor ruso era
acaso el que más entrañablemente se avenía a su temperamento
cálido, a esas maneras sencillas que hacían de su interlocutor
un ser único, que además debía ser escuchado. Una
actitud en la que se adivinaba sin embargo un raro escepticismo respecto
del entorno social y político. Un escepticismo que le hacía
sonreír ante una frase propia, acaso porque la juzgaba desmesuradamente
esperanzada.
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