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“EL CERCO DE LENINGRADO”, DE JOSE SANCHIS SINISTERRA
Dos mujeres y un teatro en ruinas

El humor por momentos disparatado es sólo uno de los encantos de la pieza que se presenta en Andamio 90, y en la que Alejandra Boero y María Rosa Gallo deslumbran con todo su oficio actoral.

“El cerco...” permite lecturas políticas, humorísticas y de la misma historia del teatro.

Por Hilda Cabrera

En la oscuridad de la sala Andamio 90, dos voces que los habitués al teatro conocen bien van armando un primer diálogo, simple y rutinario, que conecta el escenario con la platea. En principio, porque los personajes de esta pieza del valenciano José Sanchís Sinisterra platican desde esos lugares. El recurso genera de inmediato un clima de complicidad: el espectador tiene de entrada la posibilidad de imaginar toda suerte de tropezones de las damas cuyas voces escucha, y el desbarajuste de objetos que producen en su caminata, intentando iluminar la sala ante un sorpresivo apagón. Cuando se hace la luz, el público sabrá que la acción transcurre en un teatro en estado calamitoso, con goteras en el techo y carcoma en las maderas, y que las dueñas de esas voces son dos señoras de aspecto estrafalario, reales dentro de la ficción, y en ningún momento caricaturas.
Ellas son Priscila y Natalia, y el lugar que habitan, el Teatro del Fantasma, un ámbito con historia sobre el que pesa una amenaza de demolición. Juntas, pero siempre al filo del reproche, comparten una historia de amor del pasado con Néstor Capozzo, director de ese teatro fallecido en circunstancias nunca aclaradas, y un presente que quiere ser símbolo de resistencia. Aunque limitadas por la edad y los tropiezos de la memoria, las mujeres no bajan la guardia y se disponen a defender ese lugar como sea. El discurso de una y otra es de una cotidianidad patética, aligerado en parte por la capacidad de ambas para fantasear, y por un humor disparatado convertido en tabla de salvación frente a las torpezas, que aquí no generan necesariamente amargura.
Las protagonistas de esta historia de “lealtades absurdas e idealismos trasnochados”, según una calificación del autor, sostienen un imaginario hoy arrumbado. No tanto Priscila (personaje que compone María Rosa Gallo), viuda de Néstor, sino Natalia (Alejandra Boero), quien fuera amante del director y ex militante comunista. Es ella la que se empecina en recuperar símbolos, además de poseer una idea festiva del teatro. En alguna que otra actitud, este personaje retrotrae a la Sarah de Sopa de pollo con cebada, de Arnold Wesker, la madre que se resiste a dejar de ser comunista, a pesar de las masacres soviéticas que se mencionan en esa obra (el aplastamiento de la rebelión en Hungría y el asesinato del comité judío antifascista en la U.R.S.S, en los años ‘30).
En esa pieza –que fue estrenada en Buenos Aires en la década del ‘60, traducida por la misma Boero, junto a Elsa Stagnaro, y editada por Nueva Visión–, Sarah decía en una escena: “¿Quieres que me vaya a un asilo y olvide lo que soy? Si el electricista que viene a cambiar los fusibles en vez de arreglarlos los hace saltar, ¿por eso voy a renunciar a la electricidad? ¿Debo cortar la luz?”. Claro que Natalia no es Sarah, y tiene además demasiados años encima. No tantos, sin embargo, como para archivar banderas ni dejar de celebrar el 1º de Mayo, y menos para intentar junto a Priscila hallarle alguna explicación a la absurda muerte del director. De ahí el afán por revolver papeles con la esperanza deencontrar el libreto de El cerco de Leningrado, la obra que se estaba ensayando cuando ocurrió la tragedia y cuyo desenlace sólo conocía su autor.
Abreviada respecto del texto original y bastante más disparatada que la puesta que trajo a Buenos Aires la española Nuria Espert (fue en 1995, interpretada por la misma Espert y María Jesús Valdés, dirigidas por Omar Grasso), la versión que se ofrece en Andamio 90 no recurre a rasgos exteriores para subrayar el paso del tiempo. Las protagonistas, conducidas aquí por Osvaldo Bonet, tienen la misma edad desde el comienzo hasta el final, aun cuando Priscila afirme que Natalia retrocede. Lo que en este caso implica aniñarse, mostrarse cada vez más estrambótica e ingenua.
La escritura de El cerco..., finalizada en 1989 (año de la caída del Muro de Berlín), es relacionada por los estudiosos de Sanchís Sinisterra con otras dos piezas suyas referidas a actores inmersos en una determinada situación social. Estas serían Ñaque, o de piojos y actores y ¡Ay, Carmela!, las dos estrenadas en Buenos Aires. En El cerco... se trata de dos señoras acosadas por la posible demolición de un teatro que soñaban reabrir con un espectáculo de corte socialista, a pesar de ser conscientes de que el mensaje revolucionario es un asunto del pasado. Respecto de esta pieza, circula una anécdota que la vincula a personajes reales y situaciones relacionadas con el director, dramaturgo, periodista y actor argentino Leónidas Barletta, fundador del Teatro del Pueblo. Se deduce que algunas alusiones del texto se refieren a la historia misma del teatro, como la mención a la prohibición del estreno de Los bajos fondos, del ruso y revolucionario Máximo Gorki, obra peligrosa para la Argentina de la década del ‘50. Esos y otros datos (ciertos o fantaseados) que se barajan durante la acción van tendiendo más puentes entre la escena y la platea, sobre todo porque tanto Boero como Gallo se muestran sabias respecto de la propia capacidad interpretativa, de sus fortalezas y claudicaciones, y enlazan ficción y realidad, humor y desconcierto con marcado sentido de la travesura, haciendo de esta sencilla puesta de Bonet una experiencia vital.

 

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