Por Hilda Cabrera
En la oscuridad de la sala
Andamio 90, dos voces que los habitués al teatro conocen bien van
armando un primer diálogo, simple y rutinario, que conecta el escenario
con la platea. En principio, porque los personajes de esta pieza del valenciano
José Sanchís Sinisterra platican desde esos lugares. El
recurso genera de inmediato un clima de complicidad: el espectador tiene
de entrada la posibilidad de imaginar toda suerte de tropezones de las
damas cuyas voces escucha, y el desbarajuste de objetos que producen en
su caminata, intentando iluminar la sala ante un sorpresivo apagón.
Cuando se hace la luz, el público sabrá que la acción
transcurre en un teatro en estado calamitoso, con goteras en el techo
y carcoma en las maderas, y que las dueñas de esas voces son dos
señoras de aspecto estrafalario, reales dentro de la ficción,
y en ningún momento caricaturas.
Ellas son Priscila y Natalia, y el lugar que habitan, el Teatro del Fantasma,
un ámbito con historia sobre el que pesa una amenaza de demolición.
Juntas, pero siempre al filo del reproche, comparten una historia de amor
del pasado con Néstor Capozzo, director de ese teatro fallecido
en circunstancias nunca aclaradas, y un presente que quiere ser símbolo
de resistencia. Aunque limitadas por la edad y los tropiezos de la memoria,
las mujeres no bajan la guardia y se disponen a defender ese lugar como
sea. El discurso de una y otra es de una cotidianidad patética,
aligerado en parte por la capacidad de ambas para fantasear, y por un
humor disparatado convertido en tabla de salvación frente a las
torpezas, que aquí no generan necesariamente amargura.
Las protagonistas de esta historia de lealtades absurdas e idealismos
trasnochados, según una calificación del autor, sostienen
un imaginario hoy arrumbado. No tanto Priscila (personaje que compone
María Rosa Gallo), viuda de Néstor, sino Natalia (Alejandra
Boero), quien fuera amante del director y ex militante comunista. Es ella
la que se empecina en recuperar símbolos, además de poseer
una idea festiva del teatro. En alguna que otra actitud, este personaje
retrotrae a la Sarah de Sopa de pollo con cebada, de Arnold Wesker, la
madre que se resiste a dejar de ser comunista, a pesar de las masacres
soviéticas que se mencionan en esa obra (el aplastamiento de la
rebelión en Hungría y el asesinato del comité judío
antifascista en la U.R.S.S, en los años 30).
En esa pieza que fue estrenada en Buenos Aires en la década
del 60, traducida por la misma Boero, junto a Elsa Stagnaro, y editada
por Nueva Visión, Sarah decía en una escena: ¿Quieres
que me vaya a un asilo y olvide lo que soy? Si el electricista que viene
a cambiar los fusibles en vez de arreglarlos los hace saltar, ¿por
eso voy a renunciar a la electricidad? ¿Debo cortar la luz?.
Claro que Natalia no es Sarah, y tiene además demasiados años
encima. No tantos, sin embargo, como para archivar banderas ni dejar de
celebrar el 1º de Mayo, y menos para intentar junto a Priscila hallarle
alguna explicación a la absurda muerte del director. De ahí
el afán por revolver papeles con la esperanza deencontrar el libreto
de El cerco de Leningrado, la obra que se estaba ensayando cuando ocurrió
la tragedia y cuyo desenlace sólo conocía su autor.
Abreviada respecto del texto original y bastante más disparatada
que la puesta que trajo a Buenos Aires la española Nuria Espert
(fue en 1995, interpretada por la misma Espert y María Jesús
Valdés, dirigidas por Omar Grasso), la versión que se ofrece
en Andamio 90 no recurre a rasgos exteriores para subrayar el paso del
tiempo. Las protagonistas, conducidas aquí por Osvaldo Bonet, tienen
la misma edad desde el comienzo hasta el final, aun cuando Priscila afirme
que Natalia retrocede. Lo que en este caso implica aniñarse, mostrarse
cada vez más estrambótica e ingenua.
La escritura de El cerco..., finalizada en 1989 (año de la caída
del Muro de Berlín), es relacionada por los estudiosos de Sanchís
Sinisterra con otras dos piezas suyas referidas a actores inmersos en
una determinada situación social. Estas serían Ñaque,
o de piojos y actores y ¡Ay, Carmela!, las dos estrenadas en Buenos
Aires. En El cerco... se trata de dos señoras acosadas por la posible
demolición de un teatro que soñaban reabrir con un espectáculo
de corte socialista, a pesar de ser conscientes de que el mensaje revolucionario
es un asunto del pasado. Respecto de esta pieza, circula una anécdota
que la vincula a personajes reales y situaciones relacionadas con el director,
dramaturgo, periodista y actor argentino Leónidas Barletta, fundador
del Teatro del Pueblo. Se deduce que algunas alusiones del texto se refieren
a la historia misma del teatro, como la mención a la prohibición
del estreno de Los bajos fondos, del ruso y revolucionario Máximo
Gorki, obra peligrosa para la Argentina de la década del 50.
Esos y otros datos (ciertos o fantaseados) que se barajan durante la acción
van tendiendo más puentes entre la escena y la platea, sobre todo
porque tanto Boero como Gallo se muestran sabias respecto de la propia
capacidad interpretativa, de sus fortalezas y claudicaciones, y enlazan
ficción y realidad, humor y desconcierto con marcado sentido de
la travesura, haciendo de esta sencilla puesta de Bonet una experiencia
vital.
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