Tan grande y caro
que mete miedo
Aunque Domingo Cavallo presente este megacanje de deuda como el
mayor de la historia (mérito tan poco envidiable como el
de protagonizar la quiebra más grande de todos los tiempos),
la verdadera particularidad de esta operación es otra. Consiste
en cambiar deuda relativamente más barata por otra más
cara, cuando lo normal es que cualquier deudor busque salir de una
financiación onerosa que tomó en el pasado si tiene
la oportunidad de precancelarla mediante un crédito nuevo
a tasas más bajas. Esta era, naturalmente, la visión
de los cavallistas en marzo, cuando se repantigaron en los despachos
de Economía. Pero mudaron de enfoque a medida que los mercados
burlaron sus expectativas y el riesgo país se disparó
más de 200 puntos adicionales. Así, el objetivo del
canje ya no fue el razonable de abaratar la deuda, sino el de reescalonar
los vencimientos para aplazar la cesación de pagos. Pero,
eso sí, se promete que el próximo canje servirá
para aminorar los exorbitantes costos que ahora se asumen. Cuándo,
cómo, no se sabe.
En el fondo, la que ahora está en presurosa cocción
es una operación simple. Consiste en ofrecer un premio a
los tenedores de bonos argentinos que acepten trocarlos por otros
de vencimientos más alejados en el tiempo. Pero esto implica,
para el Estado nacional, rescatar o retirar del mercado títulos
que pagan un interés relativamente bajo correspondiente
a épocas en las que el país encontraba mejores condiciones
para sus papeles en las plazas financieras y entregarles a
los mismos tenedores otras láminas nuevas, con rendimientos
mucho más elevados, del nivel que hoy predomina en el circuito
inversor para la Argentina. De esta manera, esa tasa de mercado
actual, que surge del precio al que se transan los papeles entre
particulares (a menor cotización de los bonos, mayor rendimiento,
dado que rinden una tasa fija), se convierte en un costo para el
Tesoro nacional.
A primera vista, efectuar el canje en estas condiciones no tiene
sentido, a menos que no haya otra alternativa para escapar de una
quiebra inminente. Y esta es, exactamente, la situación.
Por ende, de poco vale discutir si el canje es caro o barato porque
hoy son los especuladores los que tienen la sartén por el
mango. La discusión, en todo caso, es entre este canje voluntario,
que implica ceder ante la extorsión de los capitales, y un
canje compulsivo, en cuyo caso sería el país, como
deudor, quien impusiera las condiciones de la refinanciación.
Esta variante generaría, obviamente, costos diferentes pero
también sustanciales porque no hay ningún pase mágico
que pueda eliminar bruscamente la dependencia financiera del país.
La operación planteada encendió varias polémicas.
Una discute si efectivamente este canje implica un mayor costo inmediato
del endeudamiento, lo cual es negado por Economía con argumentos
que otros analistas consideran falaces, coincidiendo con los razonamientos
que hace un tiempo sostenían los propios cavallistas. En
todo caso, los exactos términos de la transacción
se difundirán recién mañana. La clave del costo
futuro de la deuda no viene expresado sólo por el rendimiento
promedio de 12 por ciento asignado a los títulos nuevos,
sino adicionalmente por cuántos de éstos se entregarán
a cambio de los rescatados. Computando todo, las tasas podrán
dispararse holgadamente por encima del 15 por ciento anual, un costo
inalcanzable para cualquier economía.
Cavallo dice, no obstante, que igual es buen negocio, porque, sin
canje, refinanciar a su vencimiento los títulos ahora permutados
hubiese costado más todavía. Los liberales más
duros toman este vaticinio suyo como una involuntaria admisión
de que sólo espera que las cosas empeoren, y le reprochan
embarcar al país en el mal negocio del canje en lugar de
realizar el ajuste fiscal necesario para que la Argentina pueda
esperar confiada los vencimientos de su deuda y refinanciarla a
tasas declinantes. Sin embargo, es posible que ese ajuste volviera
a prolongar la recesión y elevara el riesgo país en
lugar de bajarlo. El problema de Cavallo es que,por ahora, mientras
aplica un cóctel de drogas ortodoxas y heterodoxas, sigue
en la cuerda floja, aguardando que la economía despegue.
Qué influencia ejercerá el canje sobre la economía
real es por el momento una incógnita. En un sentido, al proporcionar
un pequeño respiro en el angustiante calendario de vencimientos
abrirá una oportunidad (de qué exactamente no se sabe).
Pero si persistiera la convicción de que el país sigue
siendo insolvente, tanto como antes del trueque de títulos,
los mercados financieros se mantendrían inaccesibles y el
default revolotearía sobre las cúpulas de Buenos Aires
igual que en los últimos diez meses. Todo dependerá,
al cabo, de la velocidad con que reaccionen la actividad económica
y las exportaciones, como indicadores de la capacidad de repago
de la deuda. Y en esto, por ahora, hay frondosas razones para el
pesimismo, aunque siempre contando con las sorpresas que puede dar
la economía.
Cavallo confía en que para cuando comiencen a vencer los
nuevos bonos sucedan dos cosas. Primero, la extinción del
déficit fiscal, y con ella la de la necesidad de emitir nuevos
títulos para financiarlo. Segundo, una suficiente expansión
de los fondos administrados por las AFJP, de modo que se conviertan
en absorbentes esponjas de bonos estatales. Esto revela la verdadera
relación establecida entre el régimen previsional
y las cuentas fiscales. En primer lugar, la reforma jubilatoria
de 1994 abrió una amplia y permanente brecha de déficit
presupuestario al desfinanciar la Seguridad Social. Desde hace tiempo,
el Gobierno busca reducir las jubilaciones futuras para aliviar
el peso previsional sobre el presupuesto público, mientras
utiliza los fondos de capitalización como una fuente de financiamiento
para el fisco. Pero ahora se ingresa en un esquema más sofisticado,
en el que el calendario de la deuda se planifica en función
de los recursos que las AFJP necesitan invertir. La condición
para que este mecanismo funcione es el cautiverio del ahorro previsional
de los trabajadores, al que se le niega la libertad de movimientos
de la que goza cualquier otro capital. De esta forma, queda atado
al riesgo de una quiebra del Estado.
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