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Raúl Ruiz o un cine borgeano, de
infinitos senderos que se bifurcan

El prolífico director chileno, radicado
en Francia, hizo en �Genealogías
de un crimen� un policial de intriga
que se parodia a sí mismo.

Michel Piccoli y Catherine
Deneuve en “Genealogías de un crimen”.
El es un loco iracundo, ella es una abogada con record de casos perdidos.

Por Horacio Bernades

Como cierta biblioteca borgeana, la filmografía de Raúl Ruiz parecería extenderse al infinito, ramificarse hasta lo monstruoso, escapar de la humana tentación por contar y numerar. Nacido en Puerto Montt en 1941, radicado en Francia desde comienzos de los ‘70 (cuando, como tantos otros, debió marchar al exilio), Ruiz filmó su primera película –la legendaria Tres tristes tigres– en 1968. A partir de ese momento, dio alas a un maratónico ímpetu creativo, que lo lleva a filmar sin parar, con picos de entre tres y cinco películas por año, y con la proa firmemente apuntada al centenar (contando sólo los largos, porque si se suman cortos y mediometrajes ya superó esa cifra).
Extrañamente riguroso en su bulimia, el furor cuantitativo de Ruiz lo condenaría a la mera condición de batidor de marcas si no fuera porque, más allá de lógicos altos y bajos, su obra innumerable mantiene el más alto nivel de interés y coherencia. Filmada antes de El tiempo recobrado (curiosamente, el único film de este corpus excesivo que se haya estrenado hasta el momento en Argentina) y presentada en competencia cuatro años atrás en el Festival de Berlín, Genealogías de un crimen es un Ruiz absolutamente paradigmático. Lo que la exhibición cinematográfica le niega, ahora el video se lo concede. Parte de una serie de films de arte inaugurada con Party, de Manoel de Oliveira, y que se continuará próximamente con El apicultor, de Theo Angelopoulos, el sello AVH acaba de hacerla llegar a videoclubes. El más laberíntico, barroco y bizarro policial de enigma que pueda imaginarse, Genealogías de un crimen presenta, al frente del elenco, a Catherine Deneuve, Michel Piccoli y Melvil Poupaud, este último protagonista de la reciente Cuento de verano, de Eric Rohmer.
Proliferante hasta la exasperación, compuesta de infinidad de líneas de fuga que se espejan, refractan y duplican, la mera sinopsis de Genealogías de un crimen no parece tarea sencilla. La Deneuve es Solange, abogada muy compuesta, cuyo eterno piloto tiende a emparentarla con Bogart (o con el papel de investigadora que la propia Deneuve cumpliera en Ecoute Voir, del argentino Hugo Santiago). El mismo día en que muere su hijo, Solange se entera de la existencia de un joven que asesinó a su tía. Algo en ese caso inmediatamente la fascina. ¿Acaso sea el posible rol de hijo sustituto que el joven podría cumplir? Por qué no. Solange, que ostenta un record de casos perdidos, acepta defender al muchacho, con seguras posibilidades de agregar una nueva derrota a su raro historial. Sobre todo, porque el asunto tiende a complicarse tanto que pronto resulta difícil establecer ya no quién asesinó a la mujer, sino incluso quién es la víctima y quién el o los victimarios.
El acusado asegura que los culpables son los integrantes de una sociedad psicoanalítica, de la cual su tía era miembro y el personaje de Piccoli algo así como el gurú. Porque conviene ir sabiendo que la Sociedad Psicoanalítica Franco-Belga funciona como una secta o sociedad secreta, con sus propios rituales y fanatismos. Conviene saber también que sus miembros están totalmente locos. Empezando por Piccoli, que sufre de caspa y suele irrumpir en furiosos arrebatos de ira. La Deneuve se identificará demasiado con la víctima, poniéndose a jugar con el posible asesino peligrosos juegos de permutación de identidades. Al mismo tiempo, aparece un “etnopsicólogo” pedantón y propenso a las más pesadas citas literarias (“pensé que su casa sería muy Kafka, y sin embargo resultó muy Balzac”, le dice a Solange). El es a su vez la antítesis de Piccoli, algo así como su reflejo especular ... Y todo esto es sólo un resumen.
Obsesionado con el tema del doble, las historias serpenteantes y construcciones geométricas, los juegos de espejos y cajas chinas, las inquietudes de Ruiz siempre corrieron en paralelo con las de Borges. Policial “a la inglesa” que se parodia a sí mismo y juega con los códigos del género hasta deconstruirlos por completo, todo ello con una sonrisa lúdica e ironía soterrada pero constante, Genealogías de un crimen es tal vez la más ruiziana de sus películas. O, lo que es casi lo mismo, la más borgeana. Esto quiere decir también que el espectador está invitado a participar de un juego de inteligencia. No por nada, el juego chino del go es uno de sus más persistentes leit motifs visuales. De allí en más, todo es un sistema de ecos, reflejos y refracciones, de ficciones dentro de ficciones, de caminos que se bifurcan, hasta el más gozoso delirio.

 

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