Por Horacio Cecchi
Corren tras la bolsa. No la
de Comercio, aunque buena parte de las bolsas que persiguen sean de comercios.
Catorce a quince kilómetros por noche levantando y arrojando, levantando
y arrojando, sin dejar de correr ni de levantar ni de arrojar cuatro a
seis toneladas de desechos cada uno. Los cortes con vidrios están
a la orden del día. Los levantados en el aire por vehículos,
entre uno y dos por semana. Mordidas de perro en los tobillos ni se cuentan.
Pero hay más. El circuito de los recolectores se superpone al de
los cirujas, que buscan anticipar y conocen al detalle los horarios de
las recorridas. Despliegan los desechos en busca de reventa. Aunque en
los últimos tiempos de la Argentina empobrecida, las huestes de
cirujas hurgan en la basura en busca de comida. Cuando cirujas y recolectores
se encuentran, se representan las escenas más sórdidas y
oscuras de la recorrida: la lucha por un puñado de basura.
Nueve y cuarto de la noche. Defensa y Belgrano. Zona 1. Territorio de
Cliba. El camión de la empresa avanza desde el sur, por Defensa,
acomodándose a uno y otro lado de la vereda. Los dos recolectores
corren por delante o por detrás del ruidoso vehículo. Les
falta una cuadra para llegar a Belgrano. Los ve un par de sujetos en la
parada del colectivo, un taxista que hace aguante en el semáforo
y este diario. También los ve un muchacho, 1,90 de altura, piel
oscura que se pierde en el marrón de los cartones que carga en
su carrito tirado a sangre propia. Ver al camión de Cliba para
él no es lo mismo que para el resto. Mientras los otros intentarán
olvidar olores fétidos, el joven acelera el cirujeo.
Hunde sus manos en dos enormes bolsas. El camión se acerca. Las
vacía en el piso. El camión se acerca. Toma cartones, sólo
cartones mientras el camión se acerca, aunque también se
decide por un trozo de vaya a saber qué fue cuando era alimento
y lo saca de la categoría de desecho en un solo acto tan habitual
como reflejo: lo muerde. Como a tantos, el hambre lo metió en problemas.
Porque el camión demora un mordisco en alcanzarlo.
Entonces se desata la escena, tan habitual para ellos como sorprendente
para los testigos: la lucha por la basura. Mientras los recolectores juntan
con sus manos y un cartón en vez de pala el amasijo de jugos, bollos
y olores fétidos, para arrojarlos al camión, el chofer se
lanza sobre el ciruja de 1 con 90. No se tocan con sus cuerpos sino con
sus miradas y palabras que cortan los vahos que desprende el montículo.
Pelean por motivos diferentes, aunque todo esté puesto en la basura.
El ciruja se niega a que lo despojen de su último recurso y en
esa media tonelada de cartones que es capaz de cargar en su carrito le
va la vida cada día. Al chofer el amasijo lo demora. Al terminar
deberá regresar a juntar los desechos de desechos, presionado por
la empresa que pelea por los kilos.
Después ambos, ciruja y chofer, siguen su rutina aunque la pelea
forme parte de ella. No siempre terminan así describe
un vocero de la empresa. Nuestros empleados son agredidos y hasta
reciben puntazos.
Aclaración: la zona del centro y microcentro es la que produce
mayor volumen de residuos y, por ende, cualitativamente, en el negocio
de la basura es la más rica. Los puntazos vienen a colación
de la disputa por un pedazo de la torta, aunque la torta sea un bizcochuelo
de basura.
El arado entre los dedos
¡Daleée!, grita el Turco. Y el cola de
pato acelera para clavarse cuatro metros delante, en diagonal, por delante
de un montículo de bolsas. Cola de pato es el Ford Cargo 1722,
identificado como C.01, con el que este diario inició el recorrido
de la Zona 5, a cargo del gobierno de la ciudad (ver aparte). Cola de
pato, porque la cola del camión recuerda la cola de un palmípedo
volátil. El camión, en diagonal, cierra la calle. Segundos
después, las bocinas comienzan su concierto. Tengo que cerrar
para proteger a los cargadores dice el Chileno Valdebenito, chofer
del camión. Si no, te los llevan puestos.
Media hora antes, el punto de encuentro es el enorme playón del
Ente de Higiene Urbana del gobierno porteño, en Varela al 500.
Desde allí partirán los cola de pato a cubrir los 28 recorridos
de la Zona 5. En el vestuario, antes de colocarse el uniforme cada cargador
se venda los tobillos. Acá te quebrás como si nada.
Y si te quebrás, vas a la lona y te perdés la changa,
susurra Carlitos, nariz abollada, léxico boxing man y el pie derecho
apoyado sobre el banco de madera, en pleno proceso de envoltorio.
Es curiosa la coincidencia recolección-boxeo. Tenemos el
mismo origen dice Tito Argañaraz, 41 años, desde los
23 en el oficio de las bolsitas, y hasta los 27 haciendo sombra y dándole
a la bolsa, pero en el gimnasio Ahora me dedico a mis pupilos aclara.
A mí no me ofende que me digan basurero, si soy eso. Pero no que
me lo digan como insulto.
Tito dice que se retiró a tiempo del boxeo. Muestra sus dedos.
Parecen un campo de girasoles en plena siembra, cruzados por el arado.
Sólo que en vez de arado los surcos los hace el vidrio. Vidrios
o jeringas, da lo mismo. También, una noche, mientras corría
bolsitas, al agacharse a recogerlas no vio el caño de punta que
se llevó cuatro dientes a la basura. Tito no se pregunta si eran
preferibles los golpes en el ring.
Cuadros y microchipsf
Cada empresa divide su zona en cuadros (circuitos), a cargo de un camión
y un equipo (chofer y dos recolectores las privadas, que aumenta a tres
en la pública) que habitualmente mantiene el mismo cuadro. Mantenerlos
es clave: el recorrido es puro reflejo. Los recolectores saben de memoria
dónde dejan los vecinos sus bolsitas. En febrero del 98,
cuando se iniciaron las cuatro concesiones, de las cuatro privadas, tres
eran completamente nuevas en el mapa porteño de la basura. Sus
empleados ex Manliba, pero ubicados en cuadros desacostumbrados
demoraron cerca de un mes en descubrir dónde estaban parados. Entraban
por error a contramano, o llamaban constantemente para avisar que estaban
perdidos.
Habitualmente, cada recolector levanta entre 4 y 6 toneladas por noche.
El chofer baja sólo para aligerar el trámite cuando el volumen
es muy grande. Tienen absolutamente prohibido levantar ramas de poda.
Cada chofer, junto con las llaves del camión, recibe un microchip
que lo habilita al llevar la carga a los centros de acopio del Ceamse.
El chip, que se coloca en el lector de la balanza, pasa los datos del
camión, tonelaje, fecha, hora y otros datos. El trámite
de descarga en las tolvas del Ceamse en Pompeya, Flores y Colegiales demanda
alrededor de media hora. Después, el camión retorna al punto
donde interrumpió el circuito.
Además de la recolección, los equipos cuentan con lo que
llaman changas: gaseosas, sandwiches o pizzas, incluso algunos pesos que
redondean el sueldo, por levantar enormes bolsas de restaurantes y pizzerías
o de algún vecino. Según las normas, las bolsas u objetos
voluminosos se deben retirar con un servicio especial y diurno. Pero pocos
lo cumplen y a la hora del desprendimiento, la propina viene a ser un
cambio de favores.
Lanzando para la NBA
El Turco Plen es boxeador. O era. Dicen que abandonó por desprendimiento
de retina aunque él no dice nada. Lleva 45 años de vida
y 27 corriendo tras las bolsitas de basura. Por la tarde, apenas se levanta,
sale a correr, pero no bolsitas sino como vendedor de juguetes.
Por la noche, después de los juguetes, el Turco corre unas 140
cuadras. Catorce kilómetros por noche. En el equipo 1 los recolectores
son el Turco, Tolosa, de veintipico, y el Tano Trevissio, de 62 años,
48 en el país y 28 de recolector. El Chileno Valdebenito conduce.
Ocho y cuarenta y cinco: el C01 se lanza desde la punta del ovillo. El
Turco y Tolosa corren. El Tano se cuelga del travesaño que cruza
la cola del cola de pato. Apoya su pie derecho sobre el borde de la caja
abierta. Hay que tener cuidado porque acá se te puede quedar
el pie, dice y señala la pala mecánica que empuja
la basura hacia el interior del camión.
Pocos minutos después, el Tano desaparece. Fue a hacer el achique,
una técnica no del todo habilitada por las normas, pero que permite
mantener la solidaridad entre los integrantes de la recolección
municipal. Por su edad, el Tano retrasaría al equipo. Con sus 62,
no puede correr del mismo modo que los dos más jóvenes.
Entonces, se lo aprovecha para reunir las bolsitas de las cuadras de la
otra punta del recorrido en uno o dos montículos por cuadra. Cuando
llega el equipo, la tarea es mucho más rápida y grata. Y
el Tano, como tantos otros, a su edad se siente útil y se permite
seguir soñando en un trabajo que cada día le cuesta más,
pero que le permite eludir la jubilación y el reuma en el bolsillo.
Está claro que en las recolectoras privadas esto no ocurre. El
Tano o cualquiera de más de 40 no tendrían lugar.
¿Por qué corren? ¿Acaso un premio por peso o por
recorrido en horario? Nada de eso. El Turco, Tolosa, hasta Trevissio con
sus 62, todos corren porque el trabajo es a terminar. O sea,
concluido el circuito de la basura, cada uno se pierde en su propio y
personal recorrido.
No in my back yard
¡Dejá esa basura donde está!,
el grito, en la esquina de Remedios Escalada de San Martín 4500,
conmueve la oscuridad de Villa Devoto. Sale de la garganta de un vecino
tan viejo como mañoso. Quizás con más de 80 años,
amenaza con su dedo índice desde detrás de una inmensa parva
de ramas, trapos y basura. El montículo se alza en la esquina,
frente al muro de su casa. Edgardo y Martín, los dos recolectores
de Solurban, escuchan sorprendidos. ¡Dejá eso, te digo!
¡Mañana los denuncio!, grita el vecino que no quiere
que le saquen la basura hasta que alguna dirección municipal arregle
la vereda destrozada.
Media hora después el equipo se asoma por Bermúdez y Nogoyá.
Al frente se levanta un murallón oscuro. Es la cárcel de
Devoto. Las cuatro cuadras que rodean al penal no muestran rastros de
basura. Sólo en esa esquina, un inmenso montículo de ramas
entremezcladas con bolsas de desechos conforman el marco de una postal:
los vecinos eligieron ese lugar para abandonar su basura. Efecto Nimby
lo llaman los norteamericanos. Nimby por No in my back yard,
que es lo mismo que decir No en mi patio trasero.
Señor, señor. Son casi las doce y media de la
noche. Una mujer se acerca al equipo de Solurban. Estuvo aguardando en
la puerta de su casa hasta que apareció el camión. La puerta
de su casa da a la esquina. Su puerta se ha constituido, con la fuerza
pragmática de lo cotidiano, en un modelo de efecto Nimby para el
resto de los vecinos de las dos cuadras que se unen en el vértice,
de un lado y otro de la vereda. Allí, en la propia puerta, las
bolsas de desechos se han reunido en manifestación nocturna. Y
la señora se queja, no sabe bien si de la empresa por no adoctrinar
a sus vecinos, o si de sus vecinos por no adoctrinar a su basura.
LO
QUE PIENSAN LOS PORTEÑOS
El superbarrendero
Por H. C.
Además de los recolectores
del gobierno, de las cuatro empresas privadas, del Ceamse y los cirujas,
el cuadro del recorrido de la basura quedaría incompleto sin el
alma pater de los desechos, o sea, el vecino, aunque en el mismo rubro
habría que involucrar también comercios y oficinas. Una
encuesta que no salió a la luz, realizada por el gobierno porteño
y a la que tuvo acceso Página/12, descubre el rol de los vecinos
vistos por sí mismos, según las cinco zonas. Según
la encuesta, el barrio más sucio es Once. La responsabilidad de
las inmundicias recae sobre los perros. La paquetísima Cabildo
es una de las más roñositas. Los cinco servicios de recolección
son considerados buenos, pero sólo el 5 por ciento sabe a qué
hora se saca la bolsita. Y, en esta sociedad masificada e impersonal,
es grato saber que el personaje público más prestigioso
es el barrendero, por encima de la policía.
La encuesta, realizada como parte de un proyecto de investigación
sobre la visión porteña de la basura, se divide según
las cinco zonas. Sesenta preguntas sobre el rendimiento de los servicios;
barrios, calles y esquinas sucias; responsabilidad de la generación
de residuos; conocimiento de las normas y demás. En general, las
cinco zonas respondieron con resultados similares. Al término de
la encuesta, queda en claro que, para los porteños, la basura es
porteña, pero la producen otros.
Desde un 60 por ciento (zona Cliba) hasta un 49 por ciento (Solurban),
todos coincidieron en que los pobres son los que menos cuidan los espacios
públicos. Según edad, la culpa de tanta mugre la tienen
los jóvenes (en la Zona 4, Ecohábitat, el 70 por ciento
los acusa). Según el sexo, las responsabilidades se reparten, aunque
el varón lleva la punta por mínima diferencia, salvo en
la zona sur y centro, donde nadie se acusa: hombres y mujeres son medianamente
cuidadosos, aunque los hombres parecen ser más medianamente cuidadosos:
46,5 por ciento contra 44. De todos modos, en ninguna de las cinco zonas
hubo sexo que demostrase un alto cuidado del espacio público.
Rivadavia, Larraya y Cabildo, en ese orden, tienen la peor imagen residual.
La paqueta Cabildo y Juramento es la peor esquina. Y, por lejos, Once
se lleva los votos del barrio más sucio, seguido por Constitución.
Sin discusión, los perros son los responsables de todo. En todas
las zonas superaron los 75 puntos. Pero en Mataderos, Lugano y Liniers,
simplemente, los odian: el 86 por ciento los señala con el índice.
Prácticamente todos saben en qué consiste la bolsita, pero
apenas el 5 por ciento acierta la hora en que se saca. Sólo la
cuarta parte sabe cómo es el procedimiento con la poda de ramas.
Es amplio el consenso de que los servicios de recolección son buenos,
aunque en algunos casos tanta bondad se la adjudican a otra empresa. Pero
si de reconocimientos se trata, el barrendero se lleva todos los votos:
es la figura pública con más prestigio, por encima del policía.
EL
RECORRIDO POSTERIOR DE LA BASURA
Destino de bolsa
Por H. C.
En la época de la Colonia,
los brazos de la recolección no los ponían los hombres sino
los cerdos, perros y ratas que disputaban sus bocados en los basurales
públicos. No es que fuera una costumbre porteña: la Francia
de Napoleón ya encargaba a los mandíbula batientes engordar
a base de desechos. Desde aquella época hasta la fecha, el circuito
de la basura cambió varias veces de manos y de responsables. Desde
febrero del 98, a los efectos residuales, la ciudad aparece dividida
en cinco zonas. Cuatro corresponden a empresas privadas y la quinta, al
gobierno porteño. En el final del circuito, el Ceamse recibe las
6 mil toneladas diarias de basura porteña para compactarlas y enviarlas
a los rellenos sanitarios. En la actualidad son cuatro los rellenos. Uno
de ellos, el de Villa Dominico, está en franca vía de extinción.
Le queda un año de capacidad.
La Zona 1, la más codiciada (sur, centro y Barrio Norte) corresponde
a Cliba: genera 1450 toneladas diarias. La Zona 2 corresponde a Aeba:
900 toneladas diarias en Palermo, Belgrano y Núñez. La 3
fue adjudicada a Solurban, con mil toneladas de Devoto, Villa del Parque
y Liniers. La 4 a Ecohábitat, con 950, recorre Caballito, Almagro,
Flores y Pompeya. La 5 es la del gobierno, a cargo del Ente de Higiene
Urbana, con 300 toneladas en Mataderos, Lugano y Liniers. Los contratos
vencen en febrero de 2002 y entre las empresas soplan vientos de discordia:
sostienen por lo bajo que unilateralmente el gobierno no otorgará
los dos años de prórroga.
La discusión pasa por el reciclado. Desde el Ceamse, los rellenos
ya desbordan. Proponen el reciclado, que no sólo permitiría
aprovechar parte de los desechos sino también disminuir la descarga
de materias en los rellenos. Actualmente, el Ceamse lleva adelante dos
programas en 700 escuelas del conurbano para instalar la cultura del reciclado.
Los chicos separaron 5.209.626 kilos de vidrio, 31.853 de aluminio y 1.606.995
de papel (ahorraron la vida de más de 2500 árboles). El
producto de su venta fue devuelto a las escuelas.
Al final de la cadena, el Ceamse se encarga no sólo de compactar
las casi 5 mil toneladas diarias de basura porteña, y enviarlas
a los rellenos sanitarios. También supervisa las tareas de las
empresas. Controla que la recolección se haga completa. Y, especialmente,
que no haya desvíos. Los camiones deben cumplir estrictamente el
recorrido, con su padrón (que viene a ser el plano de las bolsitas
que deben recoger). Pero puede ocurrir un desvío: un camión
que, en lugar de descargar en el Ceamse, descarga en un basural clandestino.
Hay alrededor de 10 en Capital y unos 90 en el conurbano. Es el circuito
ilegal que entre cirujas y desvíos arrastra según algunos
un 10 por ciento de la basura y según otros, un standard mínimo.
En el mercado el aluminio se paga 750 pesos la tonelada; el vidrio, entre
60 y 70; el papel, 200; el cartón, 80; los plásticos, 250;
y los envases plásticos, 150.
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