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PAGINA/12 COMPARTIO UN DIA CON LOS RECOLECTORES DE LA CIUDAD
Mundo basura

Quince kilómetros por noche levantando y arrojando bolsas. Siempre corriendo. A veces el recorrido se superpone con el de los cirujas y entonces se desata la lucha. Este diario recorrió la calle junto a los recolectores y supo cómo es, en la Argentina empobrecida,
el mundo de la basura.

Por Horacio Cecchi

Corren tras la bolsa. No la de Comercio, aunque buena parte de las bolsas que persiguen sean de comercios. Catorce a quince kilómetros por noche levantando y arrojando, levantando y arrojando, sin dejar de correr ni de levantar ni de arrojar cuatro a seis toneladas de desechos cada uno. Los cortes con vidrios están a la orden del día. Los levantados en el aire por vehículos, entre uno y dos por semana. Mordidas de perro en los tobillos ni se cuentan. Pero hay más. El circuito de los recolectores se superpone al de los cirujas, que buscan anticipar y conocen al detalle los horarios de las recorridas. Despliegan los desechos en busca de reventa. Aunque en los últimos tiempos de la Argentina empobrecida, las huestes de cirujas hurgan en la basura en busca de comida. Cuando cirujas y recolectores se encuentran, se representan las escenas más sórdidas y oscuras de la recorrida: la lucha por un puñado de basura.
Nueve y cuarto de la noche. Defensa y Belgrano. Zona 1. Territorio de Cliba. El camión de la empresa avanza desde el sur, por Defensa, acomodándose a uno y otro lado de la vereda. Los dos recolectores corren por delante o por detrás del ruidoso vehículo. Les falta una cuadra para llegar a Belgrano. Los ve un par de sujetos en la parada del colectivo, un taxista que hace aguante en el semáforo y este diario. También los ve un muchacho, 1,90 de altura, piel oscura que se pierde en el marrón de los cartones que carga en su carrito tirado a sangre propia. Ver al camión de Cliba para él no es lo mismo que para el resto. Mientras los otros intentarán olvidar olores fétidos, el joven acelera el cirujeo.
Hunde sus manos en dos enormes bolsas. El camión se acerca. Las vacía en el piso. El camión se acerca. Toma cartones, sólo cartones mientras el camión se acerca, aunque también se decide por un trozo de vaya a saber qué fue cuando era alimento y lo saca de la categoría de desecho en un solo acto tan habitual como reflejo: lo muerde. Como a tantos, el hambre lo metió en problemas. Porque el camión demora un mordisco en alcanzarlo.
Entonces se desata la escena, tan habitual para ellos como sorprendente para los testigos: la lucha por la basura. Mientras los recolectores juntan con sus manos y un cartón en vez de pala el amasijo de jugos, bollos y olores fétidos, para arrojarlos al camión, el chofer se lanza sobre el ciruja de 1 con 90. No se tocan con sus cuerpos sino con sus miradas y palabras que cortan los vahos que desprende el montículo. Pelean por motivos diferentes, aunque todo esté puesto en la basura. El ciruja se niega a que lo despojen de su último recurso y en esa media tonelada de cartones que es capaz de cargar en su carrito le va la vida cada día. Al chofer el amasijo lo demora. Al terminar deberá regresar a juntar los desechos de desechos, presionado por la empresa que pelea por los kilos.
Después ambos, ciruja y chofer, siguen su rutina aunque la pelea forme parte de ella. “No siempre terminan así –describe un vocero de la empresa–. Nuestros empleados son agredidos y hasta reciben puntazos.”
Aclaración: la zona del centro y microcentro es la que produce mayor volumen de residuos y, por ende, cualitativamente, en el negocio de la basura es la más rica. Los puntazos vienen a colación de la disputa por un pedazo de la torta, aunque la torta sea un bizcochuelo de basura.

El arado entre los dedos

“¡Daleée!”, grita el Turco. Y el cola de pato acelera para clavarse cuatro metros delante, en diagonal, por delante de un montículo de bolsas. Cola de pato es el Ford Cargo 1722, identificado como C.01, con el que este diario inició el recorrido de la Zona 5, a cargo del gobierno de la ciudad (ver aparte). Cola de pato, porque la cola del camión recuerda la cola de un palmípedo volátil. El camión, en diagonal, cierra la calle. Segundos después, las bocinas comienzan su concierto. “Tengo que cerrar para proteger a los cargadores –dice el Chileno Valdebenito, chofer del camión–. Si no, te los llevan puestos.”
Media hora antes, el punto de encuentro es el enorme playón del Ente de Higiene Urbana del gobierno porteño, en Varela al 500. Desde allí partirán los cola de pato a cubrir los 28 recorridos de la Zona 5. En el vestuario, antes de colocarse el uniforme cada cargador se venda los tobillos. “Acá te quebrás como si nada. Y si te quebrás, vas a la lona y te perdés la changa”, susurra Carlitos, nariz abollada, léxico boxing man y el pie derecho apoyado sobre el banco de madera, en pleno proceso de envoltorio.
Es curiosa la coincidencia recolección-boxeo. “Tenemos el mismo origen –dice Tito Argañaraz, 41 años, desde los 23 en el oficio de las bolsitas, y hasta los 27 haciendo sombra y dándole a la bolsa, pero en el gimnasio– Ahora me dedico a mis pupilos –aclara–. A mí no me ofende que me digan basurero, si soy eso. Pero no que me lo digan como insulto.”
Tito dice que se retiró a tiempo del boxeo. Muestra sus dedos. Parecen un campo de girasoles en plena siembra, cruzados por el arado. Sólo que en vez de arado los surcos los hace el vidrio. Vidrios o jeringas, da lo mismo. También, una noche, mientras corría bolsitas, al agacharse a recogerlas no vio el caño de punta que se llevó cuatro dientes a la basura. Tito no se pregunta si eran preferibles los golpes en el ring.

Cuadros y microchipsf

Cada empresa divide su zona en cuadros (circuitos), a cargo de un camión y un equipo (chofer y dos recolectores las privadas, que aumenta a tres en la pública) que habitualmente mantiene el mismo cuadro. Mantenerlos es clave: el recorrido es puro reflejo. Los recolectores saben de memoria dónde dejan los vecinos sus bolsitas. En febrero del ‘98, cuando se iniciaron las cuatro concesiones, de las cuatro privadas, tres eran completamente nuevas en el mapa porteño de la basura. Sus empleados –ex Manliba, pero ubicados en cuadros desacostumbrados– demoraron cerca de un mes en descubrir dónde estaban parados. Entraban por error a contramano, o llamaban constantemente para avisar que estaban perdidos.
Habitualmente, cada recolector levanta entre 4 y 6 toneladas por noche. El chofer baja sólo para aligerar el trámite cuando el volumen es muy grande. Tienen absolutamente prohibido levantar ramas de poda.
Cada chofer, junto con las llaves del camión, recibe un microchip que lo habilita al llevar la carga a los centros de acopio del Ceamse. El chip, que se coloca en el lector de la balanza, pasa los datos del camión, tonelaje, fecha, hora y otros datos. El trámite de descarga en las tolvas del Ceamse en Pompeya, Flores y Colegiales demanda alrededor de media hora. Después, el camión retorna al punto donde interrumpió el circuito.
Además de la recolección, los equipos cuentan con lo que llaman changas: gaseosas, sandwiches o pizzas, incluso algunos pesos que redondean el sueldo, por levantar enormes bolsas de restaurantes y pizzerías o de algún vecino. Según las normas, las bolsas u objetos voluminosos se deben retirar con un servicio especial y diurno. Pero pocos lo cumplen y a la hora del desprendimiento, la propina viene a ser un cambio de favores.

Lanzando para la NBA

El Turco Plen es boxeador. O era. Dicen que abandonó por desprendimiento de retina aunque él no dice nada. Lleva 45 años de vida y 27 corriendo tras las bolsitas de basura. Por la tarde, apenas se levanta, sale a correr, pero no bolsitas sino como vendedor de juguetes.
Por la noche, después de los juguetes, el Turco corre unas 140 cuadras. Catorce kilómetros por noche. En el equipo 1 los recolectores son el Turco, Tolosa, de veintipico, y el Tano Trevissio, de 62 años, 48 en el país y 28 de recolector. El Chileno Valdebenito conduce.
Ocho y cuarenta y cinco: el C01 se lanza desde la punta del ovillo. El Turco y Tolosa corren. El Tano se cuelga del travesaño que cruza la cola del cola de pato. Apoya su pie derecho sobre el borde de la caja abierta. “Hay que tener cuidado porque acá se te puede quedar el pie”, dice y señala la pala mecánica que empuja la basura hacia el interior del camión.
Pocos minutos después, el Tano desaparece. Fue a hacer el achique, una técnica no del todo habilitada por las normas, pero que permite mantener la solidaridad entre los integrantes de la recolección municipal. Por su edad, el Tano retrasaría al equipo. Con sus 62, no puede correr del mismo modo que los dos más jóvenes. Entonces, se lo aprovecha para reunir las bolsitas de las cuadras de la otra punta del recorrido en uno o dos montículos por cuadra. Cuando llega el equipo, la tarea es mucho más rápida y grata. Y el Tano, como tantos otros, a su edad se siente útil y se permite seguir soñando en un trabajo que cada día le cuesta más, pero que le permite eludir la jubilación y el reuma en el bolsillo.
Está claro que en las recolectoras privadas esto no ocurre. El Tano o cualquiera de más de 40 no tendrían lugar.
¿Por qué corren? ¿Acaso un premio por peso o por recorrido en horario? Nada de eso. El Turco, Tolosa, hasta Trevissio con sus 62, todos corren porque el trabajo es “a terminar”. O sea, concluido el circuito de la basura, cada uno se pierde en su propio y personal recorrido.

No in my back yard

“¡Dejá esa basura donde está!”, el grito, en la esquina de Remedios Escalada de San Martín 4500, conmueve la oscuridad de Villa Devoto. Sale de la garganta de un vecino tan viejo como mañoso. Quizás con más de 80 años, amenaza con su dedo índice desde detrás de una inmensa parva de ramas, trapos y basura. El montículo se alza en la esquina, frente al muro de su casa. Edgardo y Martín, los dos recolectores de Solurban, escuchan sorprendidos. “¡Dejá eso, te digo! ¡Mañana los denuncio!”, grita el vecino que no quiere que le saquen la basura hasta que alguna dirección municipal arregle la vereda destrozada.
Media hora después el equipo se asoma por Bermúdez y Nogoyá. Al frente se levanta un murallón oscuro. Es la cárcel de Devoto. Las cuatro cuadras que rodean al penal no muestran rastros de basura. Sólo en esa esquina, un inmenso montículo de ramas entremezcladas con bolsas de desechos conforman el marco de una postal: los vecinos eligieron ese lugar para abandonar su basura. Efecto Nimby lo llaman los norteamericanos. Nimby por “No in my back yard”, que es lo mismo que decir “No en mi patio trasero”.
“Señor, señor.” Son casi las doce y media de la noche. Una mujer se acerca al equipo de Solurban. Estuvo aguardando en la puerta de su casa hasta que apareció el camión. La puerta de su casa da a la esquina. Su puerta se ha constituido, con la fuerza pragmática de lo cotidiano, en un modelo de efecto Nimby para el resto de los vecinos de las dos cuadras que se unen en el vértice, de un lado y otro de la vereda. Allí, en la propia puerta, las bolsas de desechos se han reunido en manifestación nocturna. Y la señora se queja, no sabe bien si de la empresa por no adoctrinar a sus vecinos, o si de sus vecinos por no adoctrinar a su basura.

 


 

LO QUE PIENSAN LOS PORTEÑOS
El superbarrendero

Por H. C.

Además de los recolectores del gobierno, de las cuatro empresas privadas, del Ceamse y los cirujas, el cuadro del recorrido de la basura quedaría incompleto sin el alma pater de los desechos, o sea, el vecino, aunque en el mismo rubro habría que involucrar también comercios y oficinas. Una encuesta que no salió a la luz, realizada por el gobierno porteño y a la que tuvo acceso Página/12, descubre el rol de los vecinos vistos por sí mismos, según las cinco zonas. Según la encuesta, el barrio más sucio es Once. La responsabilidad de las inmundicias recae sobre los perros. La paquetísima Cabildo es una de las más roñositas. Los cinco servicios de recolección son considerados buenos, pero sólo el 5 por ciento sabe a qué hora se saca la bolsita. Y, en esta sociedad masificada e impersonal, es grato saber que el personaje público más prestigioso es el barrendero, por encima de la policía.
La encuesta, realizada como parte de un proyecto de investigación sobre la visión porteña de la basura, se divide según las cinco zonas. Sesenta preguntas sobre el rendimiento de los servicios; barrios, calles y esquinas sucias; responsabilidad de la generación de residuos; conocimiento de las normas y demás. En general, las cinco zonas respondieron con resultados similares. Al término de la encuesta, queda en claro que, para los porteños, la basura es porteña, pero la producen otros.
Desde un 60 por ciento (zona Cliba) hasta un 49 por ciento (Solurban), todos coincidieron en que los pobres son los que menos cuidan los espacios públicos. Según edad, la culpa de tanta mugre la tienen los jóvenes (en la Zona 4, Ecohábitat, el 70 por ciento los acusa). Según el sexo, las responsabilidades se reparten, aunque el varón lleva la punta por mínima diferencia, salvo en la zona sur y centro, donde nadie se acusa: hombres y mujeres son medianamente cuidadosos, aunque los hombres parecen ser más medianamente cuidadosos: 46,5 por ciento contra 44. De todos modos, en ninguna de las cinco zonas hubo sexo que demostrase un “alto cuidado del espacio público”.
Rivadavia, Larraya y Cabildo, en ese orden, tienen la peor imagen residual. La paqueta Cabildo y Juramento es la peor esquina. Y, por lejos, Once se lleva los votos del barrio más sucio, seguido por Constitución.
Sin discusión, los perros son los responsables de todo. En todas las zonas superaron los 75 puntos. Pero en Mataderos, Lugano y Liniers, simplemente, los odian: el 86 por ciento los señala con el índice.
Prácticamente todos saben en qué consiste la bolsita, pero apenas el 5 por ciento acierta la hora en que se saca. Sólo la cuarta parte sabe cómo es el procedimiento con la poda de ramas. Es amplio el consenso de que los servicios de recolección son buenos, aunque en algunos casos tanta bondad se la adjudican a otra empresa. Pero si de reconocimientos se trata, el barrendero se lleva todos los votos: es la figura pública con más prestigio, por encima del policía.

 


 

EL RECORRIDO POSTERIOR DE LA BASURA
Destino de bolsa

Por H. C.

En la época de la Colonia, los brazos de la recolección no los ponían los hombres sino los cerdos, perros y ratas que disputaban sus bocados en los basurales públicos. No es que fuera una costumbre porteña: la Francia de Napoleón ya encargaba a los mandíbula batientes engordar a base de desechos. Desde aquella época hasta la fecha, el circuito de la basura cambió varias veces de manos y de responsables. Desde febrero del ‘98, a los efectos residuales, la ciudad aparece dividida en cinco zonas. Cuatro corresponden a empresas privadas y la quinta, al gobierno porteño. En el final del circuito, el Ceamse recibe las 6 mil toneladas diarias de basura porteña para compactarlas y enviarlas a los rellenos sanitarios. En la actualidad son cuatro los rellenos. Uno de ellos, el de Villa Dominico, está en franca vía de extinción. Le queda un año de capacidad.
La Zona 1, la más codiciada (sur, centro y Barrio Norte) corresponde a Cliba: genera 1450 toneladas diarias. La Zona 2 corresponde a Aeba: 900 toneladas diarias en Palermo, Belgrano y Núñez. La 3 fue adjudicada a Solurban, con mil toneladas de Devoto, Villa del Parque y Liniers. La 4 a Ecohábitat, con 950, recorre Caballito, Almagro, Flores y Pompeya. La 5 es la del gobierno, a cargo del Ente de Higiene Urbana, con 300 toneladas en Mataderos, Lugano y Liniers. Los contratos vencen en febrero de 2002 y entre las empresas soplan vientos de discordia: sostienen por lo bajo que unilateralmente el gobierno no otorgará los dos años de prórroga.
La discusión pasa por el reciclado. Desde el Ceamse, los rellenos ya desbordan. Proponen el reciclado, que no sólo permitiría aprovechar parte de los desechos sino también disminuir la descarga de materias en los rellenos. Actualmente, el Ceamse lleva adelante dos programas en 700 escuelas del conurbano para instalar la cultura del reciclado. Los chicos separaron 5.209.626 kilos de vidrio, 31.853 de aluminio y 1.606.995 de papel (ahorraron la vida de más de 2500 árboles). El producto de su venta fue devuelto a las escuelas.
Al final de la cadena, el Ceamse se encarga no sólo de compactar las casi 5 mil toneladas diarias de basura porteña, y enviarlas a los rellenos sanitarios. También supervisa las tareas de las empresas. Controla que la recolección se haga completa. Y, especialmente, que no haya desvíos. Los camiones deben cumplir estrictamente el recorrido, con su padrón (que viene a ser el plano de las bolsitas que deben recoger). Pero puede ocurrir un desvío: un camión que, en lugar de descargar en el Ceamse, descarga en un basural clandestino. Hay alrededor de 10 en Capital y unos 90 en el conurbano. Es el circuito ilegal que entre cirujas y desvíos arrastra según algunos un 10 por ciento de la basura y según otros, un standard mínimo. En el mercado el aluminio se paga 750 pesos la tonelada; el vidrio, entre 60 y 70; el papel, 200; el cartón, 80; los plásticos, 250; y los envases plásticos, 150.

 

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