Por
Javier Valenzuela
En
su libro Shadow usted dice que de Watergate a Monicagate hay una pauta
en la conducta
de los presidentes de EE.UU. frente al escándalo: refugiarse en
la negativa, querer tapar las cosas, acusar a los medios y la oposición.
Esa actitud resurgió con el lío del perdón de Clinton
al financista Marc Rich. Usted cubrió la política de Washington
durante treinta años y siempre se ha encontrado con el mismo muro
presidencial.
Es que los presidentes, que son capaces de llevar tan bien muchas
otras cosas, todavía no se han dado cuenta de que vivimos en la
era de la transparencia, donde todo termina saliendo a la luz, donde el
Congreso, el Departamento de Justicia, la prensa y el público son
escépticos, donde van a tener que terminar contestando a una serie
de preguntas. El escándalo es algo que, como un huracán,
una guerra o una crisis económica, debe y puede ser gestionado.
Pero en vez de diseñar una estrategia para afrontarlo, los presidentes,
y muy en particular Clinton, se enojan, se vuelven locos, gritan y patalean.
Reagan fue el que mejor se las arregló. Dejó que se efectuara
una investigación interna sobre el caso Irán-Contras, que
mostró que no se podía probar, que no existían indicios
sólidos de que él hubiera hecho nada ilegal.
¿Cuál fue el gran error de Nixon?
Atrincherarse en la desmentida y una operación masiva de
encubrimiento. Habría podido salvarse si, en mitad del escándalo,
hubiera reconocido la culpa y pedido perdón. El pueblo estadounidense
tiene una gran capacidad de perdón, pero exige una confesión
de los pecados.
Usted descubrió Watergate con Carl Bernstein y hace un par
de años también aportó informaciones al caso Lewinsky.
¿Cree que los últimos escándalos son menos relevantes,
que todo el lío de Monica fue una broma de mal gusto?
No, no fue una broma. No, no, no. Fue algo serio. Lo de Monica fue
serio. Hubo un montón de mentiras y ocultaciones. Pero, eso sí,
nunca pudo probarse una ilegalidad. Si la gravedad de Watergate fue de
10 en una escala de 0 a 10, la de Monica fue de 6 o 7.
Entonces, los medios hicimos bien al cubrir exhaustivamente ese
asunto.
Desde luego, teníamos que hacerlo. Supongamos que uno de
los colaboradores, o abogados, o amigos de Clinton hubieran salido y dicho:
sí, hubo un cover-up, una operación para enterrar el caso;
le pagamos a Monica y además hicimos esto o lo otro. Habría
habido entonces una clara ilegalidad. Por eso, la prensa tenía
que seguir muy de cerca el asunto.
¿Puedo pedirle su opinión personal sobre Clinton?
Es un tipo tan inteligente, pero al mismo tiempo hace cosas tan estúpidas...
Estoy de acuerdo. Escribí tres libros sobre Clinton y tiene
una mezcla muy particular de debilidades y puntos fuertes.
Aunque algunos crean que es el Nixon de los progresistas, no cayó
durante sus ocho años en la Casa Blanca. Lo que me recuerda que
usted dijo una vez que no volvería a ver otro Watergate en su vida.
Yo no encuentro un Watergate cada dos años. Aquello, de hecho,
fue único. Y no es algo que montamos Carl Bernstein y yo, o The
Washington Post. Nuestro papel en Watergate se ha mistificado hasta niveles
absurdos. Nosotros no derribamos a Nixon. Nuestras historias fueron parte
de una larga y compleja cadena de acontecimientos que duró años.
Por eso digo que lo más probable es que no vuelva a ver otro Watergate
en mi vida.
Cuando en la noche del 17 de junio de 1972 cinco plomeros
de la Casa Blanca fueron sorprendidos por un guardia privado robando documentos
en la sede del Partido Demócrata, en el edificio Watergate, usted
llevaba poco tiempo en The Washington Post, ¿no?
Sí, poco tiempo. Era un joven reportero destinado a la sección
Información General. Trabajaba desde las seis y media de la tarde
hastalas dos y media de la madrugada, enchufado a las radios de la policía
y los bomberos.
¿Cuál fue su primera noticia importante?
Mi primera historia de primera página fue sobre un incendio
en el que murieron cuatro niños. El redactor jefe de noche fue
inteligente y me autorizó ir a la escena del suceso. Fue la primera
vez que vi un cadáver. Los conté y eran cuatro. Cuando volví,
el redactor jefe me preguntó: ¿Viste los cuatro cadáveres?.
Los vi, contesté. Pero en el lugar del suceso también
me había encontrado a un vecino que me había dicho que el
edificio violaba un montón de normas contra incendios, sin que
nadie hubiera hecho la menor inspección. Y ésa fue otra
historia de primera página el día siguiente. No te encuentras
con ese buen material si no vas sobre el terreno.
En aquella época, cuando yo empezaba en este oficio, The
Washington Post y el periodismo de investigación que usted hacía
eran los modelos míticos. Ahora, en cambio, estamos en la era del
show business. Es como si los medios hubieran evolucionado desde el periodismo
de investigación al espectáculo, desde los asuntos relevantes
a los culebrones informativos.
No, eso no es totalmente verdad. Quiero decir que hay culebrones
sobre temas que no son serios, pero también hay un montón
de cosas serias en la prensa. Seguimos cubriendo temas de política
económica, política exterior y política de defensa.
El buen periodismo, sobre todo el periodismo de investigación que
descubre lo que algunos no quieren que sea descubierto, sigue siendo necesario
y sigue siendo practicado por muchos diarios en Estados Unidos y otras
partes del mundo. Pero en lo que puedo coincidir con usted es en pensar
que, francamente, podríamos hacer más periodismo de investigación.
¿No cree que los periódicos de referencia, como The
Washington Post o The New York Times, siguen cada vez más el liderazgo
de las televisiones de información permanente como CNN, MSNBC o
Fox News?
En cierto modo, sí. Los diarios escritos tienen cada vez
menos tiempo para trabajar, están más apretados por el reloj.
Cuando Carl Bernstein y yo trabajamos en lo de Watergate, podíamos
hacer el borrador de una historia. Entonces, los editores nos hacían
preguntas inteligentes y podíamos tardar dos o tres semanas en
rematar la historia. Ahora aparecería alguien y diría: ¿no
podríamos poner esto en nuestra página web este mediodía?
Todo es más rápido y hasta más apresurado. Y la velocidad
no es siempre la fórmula para alcanzar la verdad. A menudo, es
un obstáculo. La velocidad nos impide a veces alcanzar la verdad.
También podría decirse que estamos en una cultura
periodística en la que lo último es lo más importante.
En ocasiones es así. Y lo último en materia de noticias
es a veces lo menos importante, como bien saben los reporteros. El periodismo
tiene que medirse por la calidad de la información que ofrece,
no por el dramatismo o la pirotecnia con que la sazona. Pero no voy a
sumarme al coro de las lamentaciones. Sigue habiendo un montón
de buen periodismo y el público, que es inteligente, sabe distinguir
lo bueno de lo menos bueno.
¿Cuáles son los instrumentos del periodismo de investigación
en nuestro tiempo?
¿Los instrumentos? Paciencia, paciencia, paciencia. Volver
una y otra vez a las fuentes, buscar toda la documentación existente,
buscar explicaciones alternativas a los hechos y ponerlo todo en su contexto.
Aunque hay gente en Washington que lo acusa de ser un chantajista
de la información, usted da la impresión de no ser muy agresivo.
Yo creo que es importante que el reportero no sea agresivo formalmente
en sus relaciones con las fuentes. Debe ser seguro, pero no descortés.
Y tiene que comprobar una y otra vez las cosas. La gente tiende a mentir.
¿Qué pasa con las fuentes anónimas?
Funcionan si es posible comprobar lo que dicen. Como con frecuencia
la gente que ocupa posiciones en el gobierno no quiere hablar con franquezasobre
lo que está pasando, uno necesita fuentes que se lo cuenten anónimamente.
Por ejemplo, esta mañana alguien en una posición muy importante
me contó algo off the record. No puedo usar lo que me dijo, pero
me dio una pista que puedo explorar e intentar verificar por mi cuenta.
Si yo no usara esos instrumentos, no habría llegado aquí.
Estoy seguro de que mis lectores quieren que le pregunte sobre Garganta
Profunda, la misteriosa fuente que lo guió en el laberinto de Watergate.
Sabemos que usted concertaba con él citas colocando una maceta
en un balcón y lo veía a medianoche en un estacionamiento
subterráneo. También sabemos, porque lo dijo usted, que
era alguien del círculo de poder de Nixon. ¿Qué más
puede contar sobre Garganta Profunda?
Nada más. Sólo podré revelar su identidad cuando
me libere del acuerdo que tenemos, lo que no ha ocurrido, o cuando muera.
Y no ha muerto todavía.
Ayer volví a ver la película Todos los hombres del
presidente...
¿Aguanta todavía? ¿Es una buena película?
Sí, sí, absolutamente. Sigue siendo una película
que se ve muy bien. Y fíjese que Steven Soderbergh, que acaba de
ganar el Oscar a la mejor dirección por Traffic, dice que Todos
los hombres del presidente es la principal fuente de inspiración
del cine realista que él hace.
Bueno, qué bien. Yo hace mucho que no la veo.
En la película, Robert Redford, que interpreta el papel de
Bob Woodward, dice en un momento dado: Yo también soy republicano.
Y he leído por ahí que usted es conservador. ¿Es
verdad? ¿Es usted republicano?
Era republicano en 1968, cuando voté por Nixon. Pero ya no
voté en 1972 y ahora no soy republicano. Ahora intento ser apolítico.
Cuando uno es periodista tanto tiempo como yo, aprende a distanciarse
de los verdaderos creyentes, liberales o conservadores, demócratas
o republicanos. El cinismo es fatal en este oficio, pero una dosis de
escepticismo no solamente es saludable, sino que te llega inevitablemente
con el tiempo.
Usted llamó a su libro sobre Alan Greenspan Maestro. Es un
elogio que no necesita traducción.
¿Maestro es una palabra española?
Sí. Se aplica tanto a un profesor como a un genio.
No lo sabía. Creía que era italiana.
¿Por qué escribió sobre Greenspan? Usted tiene
libros sobre la Casa Blanca, el Pentágono, la CIA, la Corte Supremo,
pero me da la impresión de que Maestro es el primero consagrado
a la economía.
Bueno, La agenda, que escribí en 1994, estaba dedicado al
primer año de Clinton y sobre todo a su plan económico.
Así que supongo que Maestro es mi segundo libro sobre economía.
Sigo preguntando por qué está usted tan interesado
en Greenspan. Y se me ocurre una respuesta: a Bob Woodward le interesa
el poder y parece que Greenspan se ha convertido en el personaje más
poderoso de Washington.
Yo lo veo de otro modo. Adopté el punto de vista del reportero
y me pregunté: ¿qué es lo más importante que
ha ocurrido en Estados Unidos en los últimos diez años?
Está claro que la expansión económica. Entonces empecé
a mirar la cosa y me dije: okay, ¿por qué hemos tenido una
expansión económica? Y encontré que los caminos más
importantes llevaban a Greenspan, que él no sólo regula
las tasas de interés de la Reserva Federal sino que actúa
en bambalinas en crisis internacionales como la de los bancos coreanos,
la de México, la de las finanzas asiáticas. Con mucha frecuencia,
Greenspan tiene una estrategia, hace un pacto, es el principal jugador
o el principal pensador en los grandes temas económicos norteamericanos
e internacionales.
Ahora que Clinton se ha ido, está claro que su principal
éxito fue el económico y que Greenspan fue la clave. Incluso
hay gente que dice que el único papel que le queda a la Casa Blanca
en asuntos económicos es seguirlos consejos del maestro.
¿Le parece correcto? ¿Tiene el presidente todavía
algo que hacer?
Sí, claro. Fíjese en lo que cuento en el libro sobre
la alianza entre Clinton y Greenspan. Ninguno de ellos fue un actor pasivo.
Greenspan daba lecciones económicas, en particular sobre la importancia
de reducir el déficit del presupuesto del gobierno federal, pero
con Clinton tenía una asociación, una alianza, una interrelación.
Hasta el punto de que Rubin, cuando era secretario del Tesoro, tenía
la impresión de que él y Greenspan estaban trabajando para
la misma firma.
Un hecho crucial de la pasada década es el viaje personal
de Greenspan desde su comprensión de la vieja economía a
la comprensión de la nueva, la de alta tecnología. ¿Cómo
tuvo la revelación?
Cuento en el libro que a partir de 1993 comenzó a mirar las
estadísticas y se dio cuenta de que la productividad iba creciendo,
aunque este factor no estaba siendo reflejado plenamente en el pensamiento
de la Reserva Federal. La producción por hora de cada trabajador
iba subiendo, gracias a las inversiones de las empresas en todo lo relacionado
con computadoras y alta tecnología. Así que durante años
siguió mirando esas estadísticas y se dio cuenta de que,
Dios mío, teníamos un crecimiento de la productividad mucho
mayor de lo que él pensaba. Lo cual significa que la gente es más
eficaz, que el costo laboral del producto va hacia abajo. Y eso pone un
freno a las presiones alcistas de los salarios, a las presiones inflacionistas.
En 1996, Greenspan habló por primera vez en el Comité de
Tasas de Interés de que esto es real, de la existencia real de
la nueva economía.
¿Cree que eso va a cambiar por el hundimiento de los valores
puntocom y los últimos sobresaltos de los mercados
bursátiles?
No da la impresión de que vaya a ser así. Y si uno
se fija bien, lo que Greenspan dice ahora es que él es muy optimista
en el largo plazo. Lo esencial de la economía de los computadores
e Internet va a permanecer, como permanecieron las revoluciones económicas
provocadas por la electricidad o los automóviles.
En cualquier caso, parece que el Poder Ejecutivo en Washington es
compartido de algún modo por el presidente de EE.UU. y el presidente
de la Reserva Federal. ¿Era igual hace 25 años? ¿No
era la política el factor determinante en aquella época?
Hace 25 años, en esos puestos estaban Gerald Ford y Arthur
Burns, que también trabajaban al unísono. Pero es verdad
que en aquella época esa cooperación parecía menos
importante. La economía no era entonces tan sensible como lo es
ahora a las tasas de interés. Me refiero a la economía que
vive la mayoría de la gente. En los años setenta, la gente
no invertía tanto en la Bolsa.
Y quizá por eso los predecesores de Greenspan no eran tan
populares. Supongo que el gran público no conocía el nombre
del presidente de la Reserva Federal en los años setenta.
Sí, pocos lo conocían. Otra cosa importante es que
poca gente en Washington tiene longevidad en el cargo. Greenspan fue nombrado
por Reagan y confirmado por Bush y Clinton, lleva ahí 13 años
y lo máximo que puede estar un presidente en la Casa Blanca son
ocho. Así que es uno de los más veteranos en Washington.
En su libro se cuenta que Bush, el primer presidente Bush, se enfadó
mucho con Greenspan, cuya dureza en materia de tasas de interés
alargó la recesión económica que le costó
la reelección en 1992. Bush dijo algo así como: yo lo confirmé
a él para el cargo y él me sacó a mí de la
Casa Blanca.
Así es.
Pero ahora parece que Greenspan está intentando tener una
relación mejor con George W. Bush. ¿Es posible que se sienta
culpable?
No, no creo que se sienta culpable. Creo que se siente importante.
El modelo para trabajar bien con Greenspan es el de Clinton, el modelo
de unaalianza y una comunicación fluida, no el de la presión
y la lucha permanente del primer Bush. Este es un caso en el que el actual
Bush tiene que aprender de su padre.
* De El País de Madrid, especial para Página/12.
POR
QUE BOB WOODWARD
Por Javier Valenzuela
Un
hombre circunspecto
|
Bob Woodward
pertenece a esa élite de Washington que sobrevive a presidentes,
senadores, directores de la CIA y jefes del Estado Mayor. Todo aquel
que tiene una posición de poder en Washington y recibe una
llamada de Woodward se pone inmediatamente al teléfono, con
su voz sonriente Hola, Bob, ¿cómo va todo?,
pero el rostro se ve ensombrecido por la preocupación ¿Qué
querrá Woodward? ¿En qué lío me he metido?.
Woodward vive en una elegante vivienda unifamiliar de las tranquilas
y bien arboladas calles interiores del barrio de Georgetown.
Woodward es un hombre circunspecto y, en toda la conversación,
sólo sonreirá y de un modo ligero, como muy
interior una vez: cuando le pregunté por Garganta Profunda.
Es un tipo muy alto y bien plantado, pero, obviamente, menos guapo
que Robert Redford, que interpretó su personaje en Todos
los hombres del presidente, la película de Alan Pakula sobre
la investigación periodística de Watergate que realizaron
Woodward y Carl Bernstein y terminó con la dimisión
de Richard Nixon.
Woodward es uno de esos tipos que los norteamericanos llaman bien
articulados. Sus respuestas son cortas, precisas, coherentes.
El buen periodismo, sobre todo el periodismo de investigación
que descubre lo que algunos no quieren que sea descubierto, sigue
siendo necesario y sigue siendo practicado por muchos diarios en
EE.UU. y otras partes del mundo, dirá. Y afirmará
en otro momento que los políticos no han aprendido la lección
de Watergate y cada vez que son sorprendidos en un escándalo
siguen parapetándose en el desmentido.
En el rigor y la adustez, a Woodward se le nota tanto que es hijo
de juez como que lleva tres décadas dando exclusivas sin
meter la pata. Ahora, con 57 años, es director adjunto de
The Washington Post para temas de investigación y sigue publicando
artículos y libros periodísticos que todo el mundo
cita de inmediato. La firma de este reportero que derrocó
al hombre más poderoso del planeta es en sí misma
una fuente de autoridad.
En 1973, Woodward y Bernstein ganaron el Premio Pulitzer por desenredar
minuciosamente la telaraña tendida por Nixon para ocultar
que la Casa Blanca republicana había espiado el cuartel general
de la oposición demócrata, en el edificio Watergate,
en Washington. Woodward, nacido en 1943 en Geneva (Illinois), no
estudió periodismo sino derecho en Yale. Y entre 1965 y 1970
sirvió en la Armada como operador de radio del USS
Wright, un buque destinado a convertirse en la residencia
del presidente de EE.UU. en caso de guerra nuclear. Antes de incorporarse
a The Washington Post había debutado como reportero en el
Montgomery Country Sentinel, un periódico de barrio de los
suburbios de la capital estadounidense.
Ahora, Bernstein vive en Nueva York, colaborando con la revista
Vanity Fair, la cadena de televisión CBS y otros medios.
Pero Woodward, casado con Elsa Walsh, una escritora de The New Yorker,
sigue en Washington y en el diario que lanzó a ambos a la
fama mundial. De hecho, Woodward es, como escribe en Salon Christopher
Hitchens, el guardián de la puerta de la ciudad más
poderosa de todos los tiempos y de su periódico másinfluyente.
Todos y cada uno de sus siete libros, incluido Maestro, han sido
best sellers en EE.UU. y las cadenas de televisión se pelean
por su presencia como comentarista de la actualidad política.
Pero él se hace rogar; es un tipo reservado que prefiere
trabajar en la sombra.
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