Por
Carlos Rodríguez
El
juego podría llamarse El Porrito Envenenado. Nunca
hay ganadores, pero alguien puede perder. El que participó, sin
saberlo al principio, fue Andrés, un joven de 22 años, estudiante
de Sociología en la UBA y a la hora del yugo, canillita de barrio.
Pelilargo, de sonrisa permanente, Andrés se puso serio para relatar
lo que le pasó hace un par de semanas, cuando zafó de casualidad
de la trampa que le habían tendido tres hombres que, aunque vestidos
de civil, acreditaron ante él ser policías. El primero de
los tres lo paró y le pidió los documentos. Luego revisó
todos los objetos que llevaba en la riñonera, incluidos los cigarrillos.
Tras pasar ese primer control, por instinto, el joven espió por
la abertura del paquete de fasos y en el fondo pudo verlo: el porrito
que le había puesto el primero de los controles policiales lo miraba
y se reía. Alcanzó a tirarlo, junto con el atado, en el
primer tacho de basura. Cinco minutos después lo pararon, por segunda
vez, los otros dos polis de civil. ¿Cómo, vos no fumás?,
preguntó desolado uno de los sabuesos, luego de buscar en vano
el envase de Camel que tenía el premio. Andrés se fue muy
preocupado de la redacción de Página/12 cuando le confirmaron
que esta semana el Senado podría darle fuerza de ley al proyecto
que otorga más facultades a la Policía Federal a la hora
de hacer requisas en operativos callejeros.
La trama del porrito fantasma comenzó a tejerse cerca de las 18.30
del miércoles 23 de mayo. ¿En una zona marginal de la ciudad?
No, para qué, fue en la Plaza de Mayo, con la Casa Rosada y el
Cabildo como silenciosos testigos, ya que se necesitan dos para que el
procedimiento pueda ser válido. Andrés bajó por la
entrada al subte E que está en Bolívar e Hipólito
Yrigoyen. Bajó las escaleras esquivando gente, pero no pudo sortear
a un hombre de unos 35 años, bien vestido, que le mostró
su credencial de la Federal y le pidió los documentos. Andrés
recordó que una vez le hicieron perder varias horas haciendo de
testigo, por eso, dijo que no llevaba encima el DNI. Está
bien, mostrame lo que llevás en la riñonera, le respondió
el amable policía. Y hasta le dijo, en tono de presunta broma:
¿Algún porrito, algún pase de merca?.
Andrés sacó los cigarrillos, el encendedor, el pañuelo
y se los fue entregando. El policía pareció satisfecho y
le fue devolviendo las cosas, de a una. Como él le había
contado que ese día tenía que rendir una materia, el poli
lo despidió con un ¡Mucha suerte! Que te vaya bien
con la prueba. Mientras caminaba por el túnel hacia la combinación
con la línea D, que lo lleva hasta la estación Facultad
de Medicina, a Andrés se le ocurrió ojear el paquete de
cigarrillos. Y ahí se encontró con el porrito sorpresa.
Apurado, hizo un bollo con el atado y lo arrojó al pasar por un
cesto de basura. Justo a tiempo porque cuando estaba en el andén
de la estación Catedral, del subte D, esperando el tren, aparecieron
otros dos policías de civil, que también gentilmente lo
pararon, le mostraron sus credenciales de la Federal y le pidieron, otra
vez, los documentos y que les permitiera revisar su riñonera.
Andrés entendió de golpe que, como en el tute, todos habían
jugado en contra de él. Lo salvó el descarte en el tacho
de basura, algo que es ajeno a las normas del juego. Con cierto placer
recordó, después claro está, como los dos policías,
uno de ellos con barba candado, se desesperaban buscando la evidencia
que había plantado su compañero de trampas. ¿Y
los puchos? ¿Vos no fumás?, le preguntaron casi a
coro, sorprendidos de que la campaña antitabaco lo hubiera convencido
tan rápidamente ya que, aparentemente, sabían que hasta
cinco minutos antes tenía fasos en la riñonera. Sí,
fumo, pero se me acabaron los cigarrillos y todavía no tuve tiempo
de comprar, respondió Andrés mientras sentía
que le temblaban la pera, las piernas y hasta la foto del DNI, que seguía
empeñado en no mostrar, ahora por temor a que se lo retuvieran.
Resignados, los policías le dijeron: Bueno, andate, está
todo bien.
Yo no vi ningún teléfono celular, ni handy, pero es
evidente que de algún modo se comunicaron y se pasaron unos a otros
mis datos, reflexionó Andrés, tratando de develar
los aspectos que todavía no tiene confirmados. Al principio
me trataron mal, medio a los gritos, tal vez porque me vieron con el pelo
largo, pero cuando les dije que era estudiante de Sociología cambiaron
el tono. Cuando volvió esa noche a su casa y le contó
a su padre lo sucedido, primero se rieron: ¡Los cagaste! ¡Te
querían acostar!. Después, los dos se quedaron preocupados
y recordaron aquella denuncia de los fiscales de la Procuración
General que descubrieron 55 acusaciones truchas realizadas por personal
policial para incriminar a inocentes. Fueron 55 casos que representaron
el 45 por ciento de todos los analizados por los fiscales Maximiliano
Rusconi y Daniel Rafecas. Sin embargo, aunque el tema fue llevado a la
Comisión de Legislación Penal, los diputados igual aprobaron
el proyecto que le otorga más facultades a la policía para
que algunos pícaros sigan haciendo mérito para el ascenso
jugando a la ruleta del porrito envenenado, en la que casi siempre gana
la banca. Por un inocuo porrito se puede ir preso, mejorar la estadística
y hasta hay que agradecerle a la mano amiga que no hayan sido diez gramos.
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