Por
Luciano Monteagudo
Su
padre era mitad mexicano y mitad irlandés; su madre, mitad mexicana
y mitad india. Todas las biografías indican que había nacido
en Chihuahua, México (el 21 de abril de 1915), pero en las 158
películas que filmó a lo largo de más de sesenta
años de carrera, Anthony Rudolph Oxaca Quinn -fallecido ayer en
la localidad de Providence, Rhode Island, Estados Unidos, a los 86 años
no reclamó ninguna nacionalidad... O todas juntas: el hermano del
líder revolucionario mexicano Emiliano Zapata; un zingaro capaz
de romper cadenas con su pecho y el corazón de una mujer simple
conocida como Gelsomina; un pintor francés amigo de Van Gogh, llamado
Gauguin; un griego amante de la danza y de las uvas apodado Zorba; un
oscuro habitante del desierto, amigo y rival de Lawrence de Arabia.
Nunca
me aceptaron en México como parte de su cultura y tampoco fui considerado
norteamericano. Era la época de la guerra, en la que Van Johnson
y los rubios eran los prototipos de héroes. Así que yo hacía
de villano, recordaba Quinn de sus primeras épocas, cuando
interpretaba a indios de mirada sinuosa o a mexicanos traicioneros, en
los largos comienzos de su carrera, que se extendieron durante toda la
década del 40. Había llegado a los Estados Unidos
siendo niño y sobrevivió buena parte de su juventud en los
desiertos de frontera, hasta que hacia 1936 se arrimó a Hollywood,
donde su porte imponente y su rostro que parecía tallado en madera
llamó la atención. Al menos la de Katherine, la hija adoptiva
de Cecil B. De Mille, con quien se casó a pesar de la resistencia
del célebre director, que nunca hizo nada por empujar su carrera.
Paradójicamente, el primer golpe de suerte de Quinn no fue en el
cine sino en el teatro, cuando Elia Kazan le confió el papel de
Stanley Kowalski de Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams,
en reemplazo del protagonista original, Marlon Brando. Kazan supo ver
en ese segundón desconocido la sensualidad casi animal que pedía
el personaje y, con él, Quinn tuvo la oportunidad de demostrar
que no sólo era capaz de poner cara de malo sino también
de actuar. Corría el año 1952 y Kazan no tardó en
reunir frente a una cámara a Brando también su descubrimiento
con Quinn: el resultado fue ¡Viva Zapata!, que le valió su
primer Oscar de la Academia de Hollywood como mejor actor secundario,
por su papel de Eufemio Zapata, hermano del revolucionario. En sus memorias,
Kazan da cuenta no sólo de la rivalidad de ambos actores jugaban
a ver quién era más macho sino también
de la inventiva de Quinn, a quien le atribuye una de las mejores escenas
de la película, cuando su personaje convoca a cientos de campesinos
a rescatar a Zapata con sólo golpear un par de piedras. Era
una forma de comunicarse que Tony había aprendido durante su niñez
en México y que le dio una enorme fuerza dramática a la
escena, reconoció Kazan, para quien Quinn, a su vez, nunca
tuvo demasiadas palabras de elogio. Era una persona deshonesta,
le dijo en 1992 a Página/12.
Desilusionado por la falta de oportunidades a pesar del Oscar,
Quinn se mudó a Italia, donde los estudios Cinecittà por
entonces dedicados a los peplums le ofrecieron papeles protagónicos
en Ulises y Atila. Fue allí en Cinecittà, una tarde de 1953,
que un joven director italiano, Federico Fellini, se animó a proponerle
que protagonizara una película llamada La strada. Yo no lo
conocía y me parecía un poco loco, recordaría
años después Quinn, que se sintió conmovido por la
forma en que Fellini peleó por él en contra de Burt Lancaster,
que era el preferido del productor Carlo Ponti. Quinn nunca terminó
de agradecerle a Fellini esa confianza: su Zampanó se convirtió
en uno de los personajes más famosos y queridos de la historia
del cine, y Quinn nunca volvió a conmover como lo hizo en la escena
final de la película, cuando solo frente al mar llora el recuerdo
de Gelsomina, bajo un cielo coronado de estrellas.
De regreso a los Estados Unidos, ya finalmente convertido por La strada
en un rostro célebre, Quinn tuvo la oportunidad de resarcirse en
Hollywood con Sed de vivir (1956), una cumbre del director Vincente Minnelli,
en lacual su interpretación de Paul Gauguin no sólo rivalizó
con la del protagonista Kirk Douglas, como Van Gogh, sino que le valió
su segundo Oscar como mejor actor secundario. Esa nueva consagración
le dio a Quinn una suerte de carta blanca para sumarse a todo tipo de
proyectos, a ambos lados del Atlántico, como si nunca se hubiera
permitido rechazar una película. Del inmenso caudal de co-producciones
en las que participó a partir de los años 60 en
las que hizo indistintamente del Papa, de Aristóteles Onassis o
del Kublai Khan han quedado en la memoria popular particularmente
dos: su poderosa aparición en Lawrence de Arabia (1962), de David
Lean, como un beduino de una estampa que hacía empequeñecer
al mismísimo desierto; y como el vital campesino de Zorba el griego
(1964), dispuesto a macerar las uvas con sus propios pies, al son de la
pegadiza melodía de Mikis Theodorakis.
Lo demás fue anecdotario: su machismo, sus muchas mujeres, sus
trece hijos (el último concebido a los 80 años). Parece
mejor recordarlo tal como lo dejó Fellini en el final de La strada,
arrodillado sobre la arena, bañado en lágrimas, con la mirada
implorante dirigida al cielo.
Un
personaje unico, en sus propias palabras
Inventé
mis reglas morales
-
Si tuviera que resumir mi carrera fílmica, diría que
pasé la vida interpretando a salvajes nobles, con filosofía
campesina... Casi un espejo de mi entorno. Pero también a héroes
multiétnicos, con nobleza y dignidad.
- No creo que mi arte conlleve un mensaje. hago lo que estéticamente
me gusta. Como Picasso, pienso que el tiempo es el mejor escultor.
- Pablo Picasso y León Tolstoi son los personajes históricos
con los que más me identifico. Me parezco a Tolstoi, por la contradicción:
era rico pero escribía para los pobres, vivía en una época
que escondía el sexo, pero él tenía una gran energía
sexual. En un mundo de conciencia, Tolstoi vivía con culpa. En
cuanto a Picasso, el que me fascina es el de los 80 años,
que se enamora perdidamente de una muchacha de 25, que lo separa de sus
hijos. Como él, yo también inventé otras reglas morales,
mis propias reglas morales. Es por el duende, por el alma, que me siento
muy cerca de ellos.
- El problema principal del cine moderno es que le faltan personajes
y argumentos y le sobra acción. Las historias no se meten con los
problemas del ser humano, ignoran su alma, evitan lidiar con su moralidad,
su razón de vivir. La culpa es del público, de los argumentistas,
de los productores y de los directores.
- Creo haber cambiado mucho el cine en Norteamérica, porque
nunca hice caracteres superficiales. Yo les di profundidad y dignidad,
sobre todo cuando interpretaba a indios y a latinos. Si interpretaba a
un indio, no dejaba que lo tratasen sin dignidad. Yo le decía al
director: `Si el señor Gary Cooper se va a pelear conmigo y me
tiene que ganar, lo acepto, pero que sea con dignidad.
- Tenía cuatro años, y estaba jugando en un barrial,
con un barquito que había encontrado en vaciadero. De pronto vi
una sombra. Volví la cabeza y me encontré un par de botas.
Fui levantando la mirada: el hombre era un gigante. Me dijo Hola,
y en ese momento supe que ése era mi papá.
- Me casé con Katherine De Mille, tres semanas después
de conocerla. Mi suegro Cecil B. nunca fue muy paternal conmigo: era un
rígido reaccionario temeroso de que una noche cualquiera mi tribu
fuese a bailar una danza guerrera alrededor de su casa. Supongo además,
que nunca me perdonó el hecho de que nuestro primer hijo se ahogara
en la piscina a la edad de dos años. Cuando llevábamos 27
años de casados con Katherine, después de haber criado cuatro
chicos, me enamoré de Yolanda Addolori.
- Amo a los boxeadores porque son poetas con algo que probar. El
boxeo me enseñó que se puede salir de la pobreza y del hambre
por voluntad propia.
u Si les cuento la historia del viejo de 80 años que se acostó
en su vida con 80 mujeres, ustedes creerán que yo sólo buscaba
sexo. Se equivocarían: recuerdo perfectamente a cada una.
- Supongo que Zorba, el griego es, entre mis películas, la
que más influyó a la sociedad. Causó un gran efecto,
porque es sobre un hombre que se atreve a vivir según sus propias
reglas, sobre uno de los pocos hombres libres del mundo. Creo que mucha
gente se sintió afectada e influida por ese hecho, creo que los
ayudó a pensar.
Opinion
Por Anthony Quinn*
El
gran espíritu
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Qué
habría logrado si me hubiera mantenido leal al deseo del
Espíritu?
Una semilla, arrastrada por el viento, cae en la grieta de un monte
seco. Contra lo esperado, crece. Ese es su karma, la decisión
del Gran Espíritu.
El Espíritu planta en terreno difíciles, desagradables
o nirvánicos.
Sin embargo, a diferencia de las plantas, el hombre tiene el don
del movimiento. Es capaz de abandonar su medio en busca de otras
tierras, desafiando los deseos del Espíritu.
El hombre no es distinto.
Yo nací en Chihuahua, México, bajo el fuego de la
Revolución. El país era un caos.
Mi madre me llevó a Norteamérica buscando campos más
verdes. Encontramos un yermo pequeño. Ahí nos establecimos
en nuestro nuevo hogar, la nueva tierra. Aprendimos a vivir de acuerdo
con sus particulares valores de éxito y felicidad. Dos necesidades
primordiales de la nueva cultura.
A través del arduo trabajo y la perseverancia encontré
sustitutos aceptables pero no satisfacción.
Errante, atravesé el océano en busca de algo que alimentara
el vacío. Encontré nuevos amigos, nuevas caras y una
nueva esposa, otros hijos y las mismas angustias.
¿Estarían enojados los espíritus porque abandoné
las heridas colinas de Chihuahua?
Intenté ignorarlo. Había encontrado otros sustitutos
espirituales. Eran menos exigentes. Pero la pregunta permaneció.
Me lo cuestiono mientras camino a lo largo de un desierto, una playa
hermosa, pero más a menudo, entre los cañones de piedra
de Nueva York.
El Espíritu está silencioso.
Sólo permanece una visión nebulosa.
Deseo sentirme pleno.
Espíritu ¡habla!
¡Estoy listo para escuchar!
* Este texto
fue escrito por el actor para el folleto de una muestra de veinte
de sus litografías, en la que bajo el título The great
spirit intentaba contar su vida de descendiente de indios. El texto,
inspirado en tradiciones orales y memorias de jefes y chamanes del
siglo XIX, teje una compleja historia de creencias religiosas y
comportamientos sociales.
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