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Quinn,
o el exceso
Por
José Pablo Feinmann
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Cultor del exceso, de la sobreactuación,
vocinglera víctima de la miseria extrema y el desdén racial,
macho inagotable que legó trece hijos al mundo, recordaremos siempre
a Anthony Quinn y no habrá película (buena o mala o pésima
o extraordinaria) donde nosotros y los que vendrán luego de nosotros
no encontremos a este hijo de la fascinante cópula entre una mexicana
y un irlandés. Estaba condenado al desborde porque llevaba el desborde
en la sangre.
Fue boxeador antes que actor y se abrió camino a las trompadas
o a los codazos, contra todos los prejuicios de una industria que no valoraba
a los tipos de etnias ajenas, como lo era Quinn. Sin embargo, esa condición
de anti-WASP le abrió el camino. Hizo de indio, de mexicano, de
jeque, de lo que hiciera falta. Lo siguió haciendo durante toda
su vida. Siempre aparecía una película nueva y ahí
estaba él: era un jeque, un esquimal, un griego, un torero español.
Hasta hizo (en La hora 25) de arquetipo racial de la propaganda nazi.
Supongo que no hay mucho que añadir sobre él. Acaso una
opinión: nunca me interesó mucho Quinn. Nunca le creí
demasiado. Y para creerle a Quinn había que creerle así:
demasiado. Se quejó largamente del racismo de Hollywood pero no
hubo indio malo que dejara de hacer. Ni mexicano bruto. Ni jeque barbárico
y sanguinario. La jugó de gran macho. Gritó cuanto quiso.
Gesticuló. Escupió. Era la antítesis de Peter OToole,
a quien le dice en Lawrence: Ya ve: estaba escrito. Confirmando
una visión de la existencia opuesta a la libertad de los hombres,
sometiéndolos a los diseños del destino.
Sin embargo, fue un grande. Más allá de sus excesos, de
sus sesenta años de permanencia en las pantallas. Más allá
de sus trescientas veinte películas, tantas absolutamente olvidables.
Fue un grande. O, al menos, estuvo en grandes momentos del cine, y eso
nadie lo logra casualmente. En 1943 está en Conciencias muertas
de William Wellman, con Henry Fonda y Dana Andrews. Uno de los más
hondos, sinceros, descarnados westerns que haya hecho Hollywood. Quinn
hace de mexicano y los buenos del pueblo lo linchan. En 1952
está en ¡Viva Zapata! y también hace de mexicano y
se gana un Oscar. Luego hace La Strada con Fellini. Y luego hace dos westerns
fascinantes: El valor del miedo y El último tren. En la primera
(Warlock, en inglés) hace el papel más extraño de
su carrera: es un pistolero tullido que está enamorado de Henry
Fonda. Créase o no, Quinn hace de rengo y de homosexual apenas
reprimido en ese film de Edward Dimitryk. Cerca del final, Fonda lo mata,
lo vela en la cantina y le prende fuego en tanto llora por él.
El último tren es inusual porque exhibe a un Quinn controlado que
padece las tropelías de su hijo.
Su mejor película (y la que él más apreciaba) no
es la famosa Zorba, sino Réquiem para un luchador, que dirigió
Ralph Nelson y escribió Rod Serling, el de Dimensión desconocida.
Quinn se veía interior, contenido, sufriente. Zorba es otra cosa,
es el personaje del desborde, alguien dibujado para él. Zorba desborda
vitalidad, sexualidad, palabras y vino. En el final, ante la catástrofe
total de la empresa que asume con Alan Bates, ante los destrozos sin retorno
de la ingeniería minera que habían planeado, Zorba toma
a Bates por el hombro, le señala los destrozos y dice: Mirá,
¡qué formidable desastre!. Una frase que (rescatando
cuatro películas) uno podría decir mirando la demoledora
filmografía de Quinn. Pero él permanecerá. Los desastres,
cuando son tan grandes, cuando son formidables, permanecen
y hasta aprendemos a amarlos.
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