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�Las mujeres son ahora el motor de la cultura�

La mexicana Elena Poniatowska, ganadora del Premio Alfaguara de Novela, dice que ni cuando escribe ficción logra desentenderse de la realidad. �Las novelas pueden abrirle los ojos a mucha gente�, afirma.

Por Verónica Abdala

Cuando comenzó su carrera de periodista en el diario Excelsior, en 1953, Elena Poniatowska pensó que sería conveniente firmar con el apellido de su madre, una mexicana de ascendencia francesa, llamada Paula Amor. Pero su tía poeta, Guadalupe Amor, la reprendió severamente: “Tú eres una pinche y yo soy una diosa, así que quítate ahorita mismo esa idea de la cabeza”. Pensó entonces Elena que sería divertido firmar como Dumbo, en homenaje al elefantito de los cuentos infantiles. Pero se topó con otro obstáculo: había en ese periódico otra muchacha que firmaba como Bambi, y al editor no le interesaba “trabajar con todo el zoológico de Disney”. De manera que no le quedó más remedio que firmar con su verdadero nombre y apellido, heredado de un noble francés de ascendencia polaca. Casi medio siglo después, y con 34 libros publicados, consagrada como una de las grandes escritoras latinoamericanas del último medio siglo, y con una trayectoria periodística que la convirtió en uno de los referentes intelectuales de México, esta mujer nacida en París, pero, según sus palabras, “más mexicana que el tequila”, se daría el gusto de firmar con ese seudónimo la novela que presentó en la última edición del concurso anual de editorial Alfaguara. La piel del cielo resultó elegida unos meses después entre 595 originales, por un selecto jurado, que la calificó de “extraordinaria”, y que acreditó a su autora un premio de 175 mil dólares.
“Ahora me tienen de aquí para allá, recorriendo países. Son muuuchos, y todavía no he ido ni a la mitad”, se queja por lo bajo en una de las salas de reunión del hotel en el que se aloja en Buenos Aires, en el marco de la gira que la llevará a visitar, en pocas semanas, los 14 países latinoamericanos en que se publicó su libro. Poniatowska, una leyenda viva en México, tiene 68 años, tres hijos y siete nietos. La séptima, es una beba que acaba de nacer, y a la que apenas tuvo oportunidad de ver unas horas, recién salida del sanatorio. “No veo la hora de volver a casa, porque, tú sabes, esto de ser tan famosa es como entrar en un torbellino del que no sabes cómo salirte”, agrega. “Me veo como desde afuera y pienso, pobre mujer, está tan mareada...”
–Dijo usted el año pasado, mientras escribía “La piel...”, que todavía no había publicado un libro que la justificara. ¿No cree que ese sea el caso de esta novela?
–Es que yo siempre ando mirando los defectos de mis libros. No creo haber escrito mi gran obra, y tengo los cajones de mi casa repletos de proyectos y obras inéditas. Por otra parte, nunca me plantee adonde quería llegar. Simplemente siento que lo que tengo, me ha caído del techo.
–En la novela aborda, desde la ficción, el problema de la poca atención y las pocas facilidades que los gobiernos latinoamericanos les dan a los científicos.
–Es que siento que como periodista, no puedo desligarme de la realidad, ni siquiera cuando escribo ficción. Mucho menos en países como los nuestros, en que la pobreza y la violencia se nos presentan a diario, y tan crudamente. Los científicos, a los que les presto atención en esta ocasión, siempre están muy solos, y especialmente maltratados. Y encima son muchas veces pudorosos, a la hora de reclamar sus derechos.
–¿Cree que la ficción puede tener alguna injerencia en la percepción de la gente y de los gobiernos sobre este tipo de hechos?
–Creo que refleja nuestra realidad, a posteriori, y que, aunque no vaya a cambiar las cosas, en algún sentido introduce a la gente a una determinada percepción. Las novelas pueden decir grandes verdades o verdades parciales, pero en cualquier caso pueden abrirle los ojos a mucha gente.
–¿Por que suele afirmar que se siente periodista, antes que escritora?
–Es sólo que la palabra escritora se me aparece como muy importante. Yo creo que debo ser las dos cosas, pero que el hecho del escritora no me aleja de la realidad de mi país. En cualquier caso, la escritura es, además de una inmensa responsabilidad, una gran aventura solitaria, frente a la mesa de trabajo. La escritora, que llegó desde su Francia natal a México a los 9 años, sin hablar español, que aprendió con las empleadas de su casa, ha publicado obras de muy diversos géneros: testimoniales, novelas, recopilaciones de entrevistas, guiones de cine y de teatro, biografías y ensayos en los que retrata magistralmente la realidad de su país adoptivo. Entre sus principales obras figuran “La noche de Tlatelolco”, en que narró la represión mexicana que culminó con una matanza estudiantil en 1968 (donde murió un hermano suyo, de 21 años), y “Hasta no verte Jesús mío”, en el que reprodujo la voz de Jesusa Palancares, una mujer que participó de la revolución mexicana. En “Tínísima”, noveló la vida de la fotógrafa italiana Tina Modotti, y en “Octavio Paz. las palabras del árbol” hizo lo propio con la vida del premio Nobel, que fue además uno de sus grandes amigos. “Querido Diego, te abraza Quiela” sumerge al lector en la supuesta correspondencia que intercambiaban el muralista mexicano Diego Rivera y Angelina Beloff, mientras que “La herida de Paulina”, invita a conocer una realidad más cruel: la de una adolescente mexicana violada. Sus amigos y maestros Octavio Paz -que la llamaba “la princesa rebelde”–, Juan Rulfo, Luis Buñuel, y Carlos Fuentes, entre otras importantes personalidades de la cultura, llegaron a pensar que la historia de México tendría menos sentido sin sus escritos.
–¿El hecho de ser un referente intelectual en su país, es un rasgo que la condiciona a la hora de escribir, o la libera?
–Ninguna de las dos cosas, porque no creo ser referente de nadie, aunque muchas veces pensé que ser un símbolo moral es mucho peor que ser un símbolo sexual. Soy en realidad una mujer a la que otra puede preguntarle en el supermercado acerca de las diferencias entre una u otra marca del papel higiénico, y que puede argumentar con autoridad sobre los beneficios de la marca Libre sobre la Pétalo. Y que eso no la hace sentir menos. No creo que sirva de mucho ser reconocida.
–¿Sigue pensando que la denuncia es una obligación, tanto para los periodistas como para los escritores?
–Sigo creyendo que el aislamiento es un privilegio inconveniente, en países como el mío o como éste. Yo elijo que la realidad entre por mi ventana, y sé que eso me obliga a tomar partido por ciertas ideas, en detrimento de otras. Tú no puedes escribir únicamente sobre tus fantasías o tus estados de ánimo si allí afuera hay un terremoto o si la gente está muriéndose de hambre. La realidad casi siempre se cuela en los relatos, porque es tanto más fuerte que la imaginación...Será la percepción de una vieja periodista, pero yo estoy segura de que es así. Creo en el periodismo de denuncia.
–¿Cuál es en su opinión la participación de las mujeres en la cultura actual?
–Para mí las mujeres son como el motor de la cultura, hoy la cultura gira en torno de ellas, y además, son las que compran más libros. En Monterrey, donde yo vivo, son las que manejan todo el mercado del arte, son marchands, saben mucho. Hay cada vez más escritoras, también. Pero escriben aisladamente, no creo que sean parte de ningún movimiento.
–¿Cree que las mujeres tienen una percepción distinta del mundo, y que esa forma de entender la realidad se traduce a la hora de escribir?
–Depende de qué mujeres estemos hablando. La escritora inglesa Katherine Mansfield, por ejemplo, sí tenía una visión femenina y personal que se tradujo en lo que hizo. Hay mujeres que asocian lo que ven a sus propios sentimientos, y no lo que escriben no pasa tanto como por la acción como por los sentimientos. Son muchas veces relatos más profundos, más dolidos. En México, todavía hay bastante rechazo por la escritora mujer.
–¿Qué siente que le queda por hacer y aprender, a los 68 años?
–Pues, simplemente cambiaría todo si pudiera volver a nacer. Yo creo que no he aprendido nada, que me faltó estudiar mucho, periodismo y literatura, que me faltó leer. Me gustaría no haber perdido tanto tiempo, y a la vez dedicarle más tiempo a mis seres queridos. Todavía tengoaquella culpa de niña de colegio de monjas que se golpea el pecho y piensa “tienes que hacerlo mejor, no vas bien así”. ¿O es que está bien así?

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Por Carlos Fuentes

La Poni

La vi por primera vez disfrazada de gatito en un baile del Jockey Club de México. Toda de blanco, rubia como es, con antifaz y joyas claras, parecía un sueño bello y amable de Jean Cocteau. Como toda buena gatita, tenía un bigote que surgía de la máscara. Pero en ella, el obligado flojel de los gatos no era como el salvaje bigote de Frida Kahlo, una agresión sino una insinuación. Era una, varias antenas que apuntaban ya a las direcciones múltiples, a las dimensiones variadas de una obra que abarca el cuento, la novela, la crónica, el reportaje, la memoria... Salimos juntos, hace muchos años, yo con un libro de cuentos, Los días enmascarados, ella con un singular ejercicio de inocencia infantil, Lilus Kikus. La ironía, la perversidad de este texto inicial, no fueron percibidas de inmediato. Como una de esas niñas de Balthus, como una Shirley Temple sin hoyuelos, Elena se reveló al cabo como una Alicia en el país de los demonios. Sin abandonar nunca su juego de fingido asombro ante la excentricidad que se cree lógica o la lógica que se cree excéntrica, Elena fue ganando gravedad junto a la gracia. Sus retratos de mujeres famosas e infames, anónimas y estelares, fueron creando una gran galería biográfica del ser femenino en México. Supongo que su novela premiada en Madrid culmina esta exploración, imaginaria y documental, de la condición femenina.
Elena ha contribuido como pocos escritores a darle a la mujer papel central, pero no sacramental, en nuestra sociedad. No nos ha excluidos -gracias, Elena– a los hombres que amamos, acompañamos, somos amados y apoyados por las mujeres. Pero nadie puede oscurecer el hecho de que Elena Poniatowska ha contribuido de manera poderosa a darle a las mujeres un sitio único, que es de las carencias, los prejuicios, las exclusiones que las rodean en nuestro mundo aún machista, pero cada vez más humano, incluyente. “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón.” La divisa de Sor Juana Inés de la Cruz no sólo es eco en Sor Elena de la Cruz –y– Ficción. Es un abrazo, es una especie de compasión abarcante, “Hombres necios, uníos a mi trabajo, a mi lucha, a mi propia necedad.” La Noche de Tlatelolco es la grande y definitiva crónica del turbio crepúsculo del crimen que también marcó el crepúsculo del régimen autoritario del PRI en México. De esa terrible noche del 2 de octubre de 1968 data, acaso, la transformación de la Princesa Poniatowska, descendiente de María Leszczyinska, la segunda mujer de Luis XV de Francia, del Rey Estanislao I de Polonia y del heroico Mariscal de Napoleón, Josef Poniatowski, en una Pasionaria sonriente y tranquila de las causas de izquierda. No siempre estoy de acuerdo con ella en sus juicios. Siempre admiro su convicción y su valor. Pero por fortuna hoy la democracia mexicana se hace de acuerdos y desacuerdos lícitos, respetables y respetados. Lo importante de Elena es que sus posiciones en la calle no disminuyen ni suplantan sus devociones en la casa: el amor a sus hijos, la fidelidad a sus amigos, la entrega a sus letras.

 

 

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