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Tres historias sobre el fantasma del amor perdido

La ópera de Offenbach volvió al Colón en una puesta llena de imaginación. Tres cantantes argentinas fueron las protagonistas que se lucieron junto a los excepcionales Fondary y Schicoff.

Por Diego Fischerman

Hoffmann ama. Hoffmann cuenta cuentos. Hoffmann se emborracha y delira. Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, el escritor, es uno de los símbolos más perfectos del romanticismo alemán. Hoffmann, el personaje de Offenbach, lo es aún más. Cierto gusto por lo siniestro, el enfrentamiento entre el amor y el mal (encarnados cada vez de diferente manera), la pérdida de la imagen (el famoso doble tan caro a la poesía de la época), la pérdida amorosa (o el arte) como maneras de causar (se) la muerte. En esta ópera dejada inconclusa por su autor, al morir en 1880, a pesar de la apariencia de liviandad, se transita por el reino de la tragedia. Offenbach, como más tarde demostrarían las músicas de calesita utilizadas en el cine inglés de terror, entendió a la perfección lo que el musicólogo Carl Dahlhaus llama “el efecto siniestro de lo banal”. Y Jérôme Savary, régisseur de la versión que acaba de estrenarse en el Colón, en su fenomenal derroche de imaginación, trabaja en el mismo sentido.
Un plano de agua en el borde del escenario (que hace las veces de charco, de canal de Venecia o de río), unas muñecas gigantes, una mano sobre el diapasón de un instrumento, imágenes duplicadas, imágenes en dos planos. Con esos elementos el creador del Magic Circus construye una escena de espíritu circense en la que el circo, sin embargo, está absolutamente ausente. A pesar de no haber contado con la complicidad de un coro proverbialmente estático (además de lento en lo musical y con dificultades para seguir los tempi marcados por el director), Savary logró que en las escenas de conjunto hubiera una idea de movimiento y que cada uno de los integrantes del grupo fuera un individuo con una acción específica. Entre los cantantes, un excepcional Alain Fondary (en las distintas encarnaciones del mal), Neil Schicoff excelente en su Hoffmann, Alicia Cecotti bien en lo vocal aunque limitada en lo escénico (como Nicklause y luego como la musa), Ricardo Cassinelli en un grotesco Frantz de gran vuelo y Marcelo Lombardero en un sobrio Crespel de buen caudal y fraseo preciso, se sumaron a las tres protagonistas femeninas para lograr un muy buen nivel en el que la única mancha fue Guido De Kehrig (totalmente fuera de posibilidades para el papel que le asignaron, aún si no hubiera tenido dos gallos en la función de estreno), Laura Rizzo en la endemoniada parte de la muñeca (una de las arias de coloratura más difíciles del repertorio) cumplió con corrección, al igual que Adriana Mastrangelo como Giulietta. Virginia Tola, a pesar de alguna imprecisión en la afinación, deslumbró con la proyección de su voz y la belleza del timbre. La orquesta estuvo concentrada y sonó convincente, bien dirigida por Jacques Delacôte.

 

 

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