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Un grupo para el que rock y música
no son conceptos opuestos entre sí

Radiohead, en su último disco, llamado �Amnesiac�, rescata algunas tradiciones venerables pero no las imita, las desarrolla.

Thom Yorke es el cantante
y líder visible de Radiohead.
Lo secundan Ed O’Brien, los
hermanos Greenwood y Phil Selway.

Por Diego Fischerman

Algo así como una versión electrificada de las tablas indias del Sargento Pepper. Después, la voz con ese desgano tan maravillosamente inglés, un riff atonal un ritmo asimétrico. Sonidos que se suman. Una guitarra distorsionada. Pausa. Acordes en el piano y siguen las reminiscencias beatles, mezcladas con un gesto semiespañol en la melodía. Radiohead, como en su anterior Kid A, publicado hace apenas 8 meses, retoma una tradición interrumpida (o conservada en catacumbas por grupos resistentes y casi secretos) cuando al rock (o a la industria del entretenimiento juvenil que cada vez con mayor eficiencia empezó a regentearlo) le molestó su propia complejidad. Juegan, arman una base minimalista y trabajan el timbre, el color de los sonidos, como si estuvieran grabando mal el sonido de alguien tocando en una caja de zapatos forrada con papel de diario. O se despachan con una balada melancólicamente perfecta (o viceversa) como “You and Whose Army?” o con la exacta reescritura del primer Pink Floyd de “Knives Out”. La referencia a Pink Floyd se hace evidente, en todo caso, en la subdivisión rítmica de “Dollars and Cents”, donde las dieciséis corcheas de dos compases de cuatro tiempos se acentúan 4+3+3+2+2+2.
Dos temas, el tercero y el último, en donde participan músicos invitados, sintetizan el gesto de Radiohead en este nuevo disco. Por sus parentescos con ese pasado semiolvidado en que el rock, además de rito tribal, se imaginaba a sí mismo como una revolución musical. Pero, sobre todo, por cómo trabaja ese pasado y lo lleva hacia un lugar distinto. La orquesta de cuerdas de la bellísima “Pyramid Song” no es la que hubieran usado los Beatles ni, tampoco, la de Atom Heart Mother. Aparece más cerca, eventualmente, de las texturas de algunos álbumes de King Crimson (Red, sobre todo). Y el pequeño grupo de “Life in a Glasshouse”, que deriva de orquestita de cámara a quinteto de jazz haciendo una extraña versión free de un blues tradicional, tampoco se parece demasiado a los coqueteos con el jazz de los grupos de rock de los 60 y 70s. El clarinete de Jimmy Hastings, la trompeta de Humphrey Lyttelton, Pete Strange en trombón, Paul Bridge en contrabajo y el baterista Adrian Macintosh entretejen con Radiohead un paisaje denso, en el que las resonancias de musiquita de banda no ocultan el lado oscuro de la canción.
Radiohead, por otra parte, enarbola con bastante orgullo tres virtudes bastante infrecuentes e, inexplicablemente, desprestigiadas: pensar en lo que hacen y no temer pasar por intelectuales (esa lacra, ya se sabe), tocar bien sus instrumentos y defender la idea de riesgo estético. Thom Yorke, cantante y líder visible, Ed O’Brien y Johnny Greenwood en guitarras (el segundo también toca teclados), el bajista Colin Greenwood y Phil Selway en batería formaron el grupo en 1991. Se conocían, sin embargo, desde antes. Como en un buen guión, dos de ellos eran hermanos y el resto compañeros de colegio en una pequeña ciudad cercana a Oxford. El primer álbum, Pablo Honey, fue publicado en 1992 y, como suele suceder cada vez que una palabra se vacía de contenido, el mercado debió agregarle a “rock” el calificativo “alternativo” para que quisiera decir algo. Ya habían pasado My Iron Lung (1984) y The Bends (1995) cuando OK Computer (1997) ganó el Grammy en esa dudosa categoría reservada a los que todavía piensan que el rock es una forma de hacer música. En Amnesiac, un disco que ya empieza bien desde una presentación tan bella como sobria, Radiohead demuestra que esa vieja ideología estética sigue siendo viable.

 

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