Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
En 1992, luego de que la diva
de divas le negara una entrevista, el escritor inglés Martin Amis
escribió: “Desde el vamos, Madonna incluye la pornografía
en su singular arsenal de armamento cultural, porque ella entiende a la
perfección su aspecto industrial y moderno”. Los elementos
de la cultura pop que se las ha arreglado para fundir, y agregó
“pueden parecer azarosos e indiscriminados; pero de hecho podrían
haber sido ensamblados por la computadora de una megacorporación:
pornografía, religión, multi-etnicismo, transexualidad,
kitsch, camp, poder mundial y mundano, autoparodia y reinvención
constante”.
Eran entonces los años duros de Madonna. Los días difíciles
y las noches largas del libro de fotografías Sex y del disco Erotica
cuando todo parecía indicar que, por primera vez, el mundo comenzaba
a cansarse de la luminosa estrella oscura. Casi una década después,
el diagnóstico de Amis sigue vigente a la hora de la transformación
como estética y el mix como credo. Afuera ha quedado el perfil
porno. Ahora, Madonna es madre dedicada, se ha casado con un tarantinesco
director de cine mediocre, pero “de moda” (quien, se dice, va
a ponerla frente a las cámaras en cualquier momento), ha adquirido
un tan convincente como artificial acento de lady británica con
el que condena permanentemente las costumbres salvajes de su país
de origen y –lo más importante de todo– goza de los favores
de una crítica que alguna vez la despreció y ahora la considera
peso pesado a la hora del arte y la electrónica.
Así, ahora, la oportunista y recién publicada Madonna: An
Intimate Biography, del especialista J. Randy Taraborrelli –especialista
destructor de imágenes, quien ya se metió con Diana Ross,
Frank Sinatra, Michael Jackson y las mujeres del Clan Kennedy–, cuenta
la misma historia de siempre, saca a flote chismes de viejos amores, pero
concluye con aire más autorizado que no autorizado con un optimista
final feliz con reconciliación con su portentoso e itálico
padre, bautizo de nuevo hijo Rocco y casamiento con nuevo esposo Guy Ritchie
y –otra vez, lo más importante de todo– el éxito
mundial del disco Music bailando alegremente por encima de los huesos
de un planeta pop dominado por bandas efímeras de nenes y nenas
que aparecen y desaparecen mientras ella, la primera y la única,
la imbatible y siempre victoriosa, los mira desde arriba, desde muy arriba,
desde esa altura donde todos los otros parecen, tan pero tan pequeños.
Madonna (Bay City, Michigan, 1958) siempre está volviendo porque
eso es lo que pueden hacer los únicos que no se han ido nunca.
La noticia es que, hoy y mañana –luego de que se supendieran
las fechas inaugurales alemanas por “problemas técnicos”–
Barcelona es la orgullosa huésped del disparo de salida del Drowned
World Tour 2001. Entran 18.000 personas por noche en el Palau Sant Jordi
–que pagaron gustosas entradas que van de los 45 a los 75 dólares–
y la expectativa se siente en todas partes por ver qué tiene que
ofrecerle Madonna a la carretera luego de siete años de ausencia
en los escenarios a no ser por esporádicas apariciones VIP en pequeñas
y exclusivas discotecas de aquí y allá para cantar unas
cuantas canciones y burlarse de Britney Spears. Lo interesante –a
diferencia de lo ocurrido durante el último The Girlie Show–
es que Madonna llega más curtida y en su mejor momento. Disco poderoso
con productores muy hot y muy cool (William Orbit, dicen, de salida por
haberse vuelto demasiado famoso y Mirwais Ahmadzai con las acciones en
alza, porque ahora va eso del electronic-french), look de cowgirl Calamity
Jane by Dolce y Gabanna fotografiada por Mondino, video escandaloso primero
prohibido y después autorizado (el rompecoches con abuelita de
What It Feels Like for a Girl dirigido por su maridito) y una infraestructura
de casi trescientas personas y dieciséis trailers para montar un
escenario que incluye amplificación de luxe, pantallas, un escenario
con plataforma móvil y forma de castillo medieval de hierros retorcidos
y con medidas discretas (20 x 26 metros) y una troupe de bailarines y
bailarinas que no bailan –se sabe– mejor que la patrona frente
a decenas de periodistas que han arribado desde todas partes para estar
aquí.
Madonna y su familia al completo llegaron aquí el pasado lunes
–aprovechando la ciudad vacía por un feriado religioso–
y desaparecieron en una niebla de rumores. Nadie sabía su paradero.
Tal vez en el hotel Arts, tal vez en una mansión de las afueras
perteneciente al ayuntamiento, tal vez en una casona de la cadena Relais
& Chateaux a doscientos cincuenta kilómetros de la ciudad,
tal vez en una finca del Maresme rodeada de palmeras y frente al mar.
Tal vez Madonna pidió que le abrieran a medianoche y en exclusiva
el Museo Picasso (años atrás Bruce Springsteen pidió
que le abrieran la disquería Virgin del Paseo de Gracia porque
tenía “síndrome de abstinencia de compacts”);
tal vez fue al teatro a ver Pura Pasión, en nuevo espectáculo
del gitano-fashion Joaquín Cortés, artista representado,
nada es casual, por el promotor que ha organizado sus únicos dos
conciertos españoles; tal vez, tal vez. Todo muy misterioso y educado
y muy lejos de los excesos de su anterior visita cuando hacía footing
por las Ramblas y sus guardaespaldas despachaban paparazzi a diestra y
siniestra. Está claro –hasta sus fans han captado el mensaje–
que Madonna es la misma, pero es otra. Practica yoga, huye del escándalo
y –a pesar suyo y para su pesar– sólo reincide en el
hecho de seguir siendo una pésima actriz de película y una
gran actriz de video-clip. Atrás han quedado sus días de
gordita para público adolescente o de ninfómana sónica
o, incluso, de abanderada multimillonaria de los pobres a la hora de volver
a intentar su consagración cinematográfica con la evitable
Evita. Aquí y ahora, Madonna es una artista de calibre que –para
bien o para mal– forma parte del mismo grupo que Bob Dylan y los
Rolling Stones. Es decir: una sobreviviente a todo y a todos, una triunfante
cucaracha musical que se ríe de todos los insecticidas de moda
porque la moda es ella. Y tiene efecto residual y los mata bien muertos.
Mientras tanto, el suplemento Tentaciones de El País le dedica
su tapa a un hipotético Museo Madonna donde se exhiben todas sus
diferentes etapas: la idea es buena. Madonna tiene más estilos
que Picasso. Y ya han aparecido las primeras fotos de “Madge”
a la salida de la prueba de sonido, dos discotecas anuncian dos exclusivas
fiestas para Madonna después del primer concierto (pero no garantizan
la presencia de la reina de la noche, aunque sí de su bajista y
de su corista de siempre, Niki Haris), las librerías ponen en la
vidriera la ya citada biografía fresca de Taraborrelli (que no
está mal, que se lee rápido y con gracia) y la discográfica
acaba de poner a la venta tres clásicos remasterizados –Madonna
(1982), Like a Virgin (1984) y True Blue (1982)– como arranque revisionista
de catálogo clásico. Pero eso es historia vieja y que suena
–como casi todo lo producido en los 80– más antiguo que
un disco de Buddy Holly. A la hora de la compra compulsiva y la euforia
consumista en vísperas de gran concierto gran conviene anotarse
con la reedición de Music –número uno en quince países
al ser editado el año pasado y sucesor del resurreccionante Ray
of Light– ahora en formato doble con un compact extra de remixes
y la versión española de “What It Feels Like for a
Girl”, ahora titulada “Lo que sienten las mujeres” y donde
se canta y se oye: “Seductora, pero nunca fácil/Misteriosamente
dura y frágil”.
A esta altura, poco y nada cuesta considerar a Madonna como la perfecta
encarnación del Sueño Americano convertido en Gran Novela
por episodios: la historia clásica de una chica humilde que se
convierte en dueña del mundo remezclada con la trama más
rara de alguien que empieza como chica material y muta a mujer espiritual.
En cualquier caso, hoy comienza un nuevo capítulo de la misma apasionante
historia de siempre.
Seguiremos informando.
EL
ENCUeNTRO CON CARLOS MENEM, EN SU NUEVA BIOGRAFIA
“Somos pecadores católicos”
Por R.F.
Ya se ha dicho: la vida de Madonna
puede leerse como un buena novela y la flamante biografía de J.
Randy Taraborrelli no es la excepción. Editada –está
claro– casi como souvenir del tour, aquí se encuentra todo
lo que uno quiere encontrar, sabe que va a encontrar. Y algunas cosas
más contadas con un curioso tono entre oficial y autorizado por
la Jefe y, por momentos, como secreteando en el baño a escondidas.
Así el lector se entera de que no es tan cierto esa leyenda urbana
de que Madonna comía de los tachos de la basura al llegar a Nueva
York, que Sean Penn le exigió que se hiciera el test del sida antes
de acostarse con ella por primera vez, que Jackie O se negó a recibirla
a la hora de su romance con John John Kennedy, que la relación
con Prince no funcionó porque él prefería el sexo
cósmico y ella los orgasmos múltiples, que años después
de su divorcio le pidió a Sean Penn (“Eres el único
al que he amado”) que le hiciera un hijo y que éste salió
corriendo, que come la ensalada con las manos, que sorprendió a
Michael Jackson mirándole las tetas y que le obligó a tocárselas
para “ver qué le parecían”. Jackson tocó
y salió, también, corriendo.
Madonna también sorprendió al entonces presidente y hoy
preso más famoso Carlos Saúl Menem. Pero no le pidió
nada. El libro de Taraborrelli dedica varias páginas –de hecho
las primeras de su libro como ejemplo claro de cómo esta chica
se las arregla para conseguir todo lo que se propone– al encuentro
a la hora de negociar el permiso para filmar Evita en Buenos Aires y disponer
del balcón de la Casa Rosada. Taraborrelli cuenta que Madonna se
informó a fondo sobre vida y obra del presidente (“Divorciado
y católico converso, ¿uh? Bueno, los dos tenemos algo en
común: somos pecadores católicos divorciados”, sonrió
la autora de Like A Virgin), que le impresionaron sus pies pequeños
y su cabello teñido, que le sorprendió lo poco auténticas
que parecían las antigüedades de la Quinta de Olivos.
Conversaron un rato, Menem no apartaba la vista de su escote y Madonna
decidió ponerle la nueva canción que había grabado
para el film: You Must Love Me. Menem la escuchó con los ojos cerrados,
las manos detrás de la nuca, balanceándose lentamente. Al
terminar la canción –cuenta Madonna- Menem estaba llorando.
“Es usted muy apuesto”, le dijo Madonna. Menem sonrió.
Después se pusieron a conversar nuestras pasiones: música,
política, misticismo y reencarnación. “Uno siempre
debe tener fe en las cosas que no pueden ser explicadas. Como Dios. Y
la certeza de que los milagros pueden ocurrir”, suspiró Menem.
“De acuerdo. Por eso quiero hacer esta película y salir a
ese balcón”, aprovechó Madonna. Menem la besó
en ambas mejillas, le deseó buena suerte en inglés y le
dijo “Todo es posible”. Tenía razón Menem: todo
es posible.
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