Por María
Moreno
Así como la literatura
nacional comienza con una violación en El matadero
y la llegada de Solís al Río de la Plata arranca con un
muerto el marinero Martín García, con cuyo nombre
se bautizó la isla, la historia del poder en la Argentina
incluye un afano: la huida del virrey Sobremonte con las arcas
del tesoro. Si ese gesto es difícil de pensar como la inauguración
de una neurosis de destino, puede, en cambio, precisar el comienzo caprichoso
de una historia de la corrupción mejor dicho, una sucesión
de pequeñas y grandes historias que suena más fuerte
con la consolidación del Estado, en la década de 1880.
Para el ensayista Christian Ferrer, la corrupción argentina sería
estructural: Así como la espera de un mesías supone
un horizonte de apocalipsis, la obsesión por lo corrupto supone
un horizonte de pureza. Sólo que si ponemos en los platillos de
una balanza la legalidad y la ilegalidad, aquí la corrupción
está en el fiel. No puede haber ciudadano, ni centro de estudiantes,
ni institución que no tenga contacto con algo corrupto. Y la base
es la organización familiar, por eso la Argentina está recorrida
por una metáfora mafiosa. Hoy el horizonte de redención
se busca afuera del país, sacando un pasaporte extranjero.
Para el sociólogo Horacio González el tema corrupción
exige más vueltas filosóficas: La privatización
en los años de Menem se justificó como el intento de parar
la corrupción en el Estado. Luego se demostró que la corrupción
es pública y privada. Sin embargo, la corrupción es una
categoría que desde el punto de vista de la tradición pesimista
del hombre político acompaña toda la formulación
de su ser. La política es como la carne. La asociación política-carne
está muy presente en la tradición moral del pensamiento.
En la Argentina a menudo mueren las metáforas como en ese film
de Armando Bo en donde Isabel Sarli es violada en el camión de
un frigorífico. La carne es el símbolo onmipresente
de la Argentina: al grito de este aforismo solemne Alvaro Abós
se lanza a investigar los lugares donde ésta huele a podrido más
allá de que esté a punto de frescura como para ser lanzada
en una parrilla. En su libro Delitos ejemplares, historias de la corrupción
argentina, 1810-1997 hace el relato del tongo, fraude, coima y otras oscuridades
en manos del estado matarife. Allí consigna cómo Santiago
de Liniers, por dos veces reconquistador de Buenos Aires, instauró
junto a su hermano una fábrica de pastillas de carne y gelatinas
que abastecieron a los ejércitos reales y fueron consumidas en
buques de guerra, mercantes y hospitales sin pagar impuestos. La afrenta
fue también al equilibrio ecológico, ya que se acusó
a la empresa de infectar las aguas del Río de la Plata y afear
el paisaje. Abós envuelve a este poderoso anterior a la constitución
del estado argentino en una trama de espionaje, contrabando y traición,
tráfico de esclavos, quiebra fraudulenta y cohecho.
Los detractores de Bartolomé Mitre, registra Abós, lo acusaron
de hacer la vista gorda, o por lo menos de impericia, ante el enriquecimiento
de comerciantes proveedores del ejército durante la guerra que
la Triple Alianza sostuvo con el Paraguay. La carne mermó en el
frente, haciéndose esperar o llegó sustituida por otra de
peor calidad que la pactada, o podrida, y siempre a precio exorbitante
para el gobierno.
Durante la presidencia de Agustín P. Justo, el senador demócrata
progresista Lisandro de la Torre, cuya figura de fallido crítico
de Verlaine, terrateniente de Santa Fe, vendedor de remedios para la garrapata
entre agricultores yanquis, encendido orador y trágico suicida
inspiraron plumas tan variadas como las de David Viñas y Raúl
Larra, fue la voz cantante en la investigación de las maniobras
fraudulentas de los frigoríficos extranjeros durante tiempos en
que el país iba cimentando su condición colonial. La pureza
suele encarnarse en el final de De la Torre: un disparo en medio de un
cuarto en una casa alquilada (no poseer casa propia es un emblema de honradez
en la mitología popular), luego de escribir agradecimientos al
capataz de su quebrada estancia de Los Pinos, a sus amigos y correligionarios,
y de dejar 250 pesos para pagar su entierro.
Las supuestas ilegalidades de los políticos van de las complicidades
por impericia hasta la impotencia ante un estructura contaminante, y están
inscriptas en la memoria popular. Un ejemplo de estas estructuras es la
que impusieron en Avellaneda el caudillo Alberto Barceló y su guardaespaldas
Ruggerito, que incluía dádivas mafiosas, prostíbulos
y casas de juego en las narices de los presidentes Justo y Ortiz.
Otro ejemplo: en 1934 las hermanas María Antonia y María
Luisa Pereyra Iraola decidieron vender unos terrenos que tenían
junto al actual Círculo Militar. Dos intermediarios los ofrecieron
al Ministerio de Guerra por un peso y diez centavos el metro cuadrado,
aunque no valían más que veinte centavos. Primero
Baldasarre Torres y Casás los intermediarios venden
al estado las tierras de El Palomar, de las que ni siquiera eran dueños,
en dos millones quinientos mil pesos, escribe Abós. En
la escritura siguiente, compran a las hermanas Pereyra Iraola esas mismas
tierras por un millón quinientos mil pesos, y en la tercera escritura
levantan las hipotecas pendientes. Sin desembolsar nada, los gestores
obtuvieron una ganancia de un millón de pesos, una suma inmensa
entonces.
La investigación del desfalco al tesoro fue capitaneada por el
senador Benjamín Villafañe, del Partido Conservador. El
presidente Ortiz se dio por aludido por la acusación y ofreció
como garantía de inocencia una renuncia que no fue aceptada.
Otros chanchullos que hicieron sospechar que hombres portadores de bandas
presidenciales formaban partes de bandas de ilícitos y que recuerda
Emilio J. Corbière: Frondizi fue sometido a una comisión
investigadora por irregularidades en los contratos petroleros. Durante
el gobierno de Agustín P. Justo cuando vencieron los contratos
con las concesionarias que proveían electricidad a Buenos Aires
la CADE pagó en cheques a concejales oficiales de la Concordancia
integrada por conservadores, radicales antipersonalistas y socialistas
independientes, sólo que también coimearon a la oposición:
la Unión Cívica Radical. Con parte de la plata el partido
edificó la Casa Radical de Tucumán 1660, llamada desde entonces
La casa eléctrica.
El affaire de corrupción más simpático registrado
por Alvaro Abós en Delitos ejemplares es el de los niños
cantores que, mediante un par de pases mágicos de bolillas, hicieron
que en el sorteo de la Lotería Nacional del 4 de septiembre de
1942 saliera el número 31.025, que tuvo el premio mayor de 300.000
pesos. El Estado el presidente era Ramón Castillo sacó
su parte en calidad de impuestos. Y la convirtió en filantropía:
el 50 por ciento de la recaudación fue para el Patronato de Ciegos,
el 25 por ciento al Hospital de las Mercedes y el 25 por ciento al Hospital
de Alienadas.
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