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Desde siempre

El primer negociado argentino se hizo de jubón y tricornio. La tensión entre honestidad y tentación es vieja como el país y registra los nombres de próceres y políticos de dos siglos.

Liniers y familia, en un óleo de 1787, antes de beneficiar a su hermanito y contaminar el río.

Por María Moreno

Así como la literatura nacional comienza con una violación –en El matadero– y la llegada de Solís al Río de la Plata arranca con un muerto –el marinero Martín García, con cuyo nombre se bautizó la isla–, la historia del poder en la Argentina incluye un “afano”: la huida del virrey Sobremonte con las arcas del tesoro. Si ese gesto es difícil de pensar como la inauguración de una neurosis de destino, puede, en cambio, precisar el comienzo caprichoso de una historia de la corrupción –mejor dicho, una sucesión de pequeñas y grandes historias– que suena más fuerte con la consolidación del Estado, en la década de 1880.
Para el ensayista Christian Ferrer, la corrupción argentina sería estructural: “Así como la espera de un mesías supone un horizonte de apocalipsis, la obsesión por lo corrupto supone un horizonte de pureza. Sólo que si ponemos en los platillos de una balanza la legalidad y la ilegalidad, aquí la corrupción está en el fiel. No puede haber ciudadano, ni centro de estudiantes, ni institución que no tenga contacto con algo corrupto. Y la base es la organización familiar, por eso la Argentina está recorrida por una metáfora mafiosa. Hoy el horizonte de redención se busca afuera del país, sacando un pasaporte extranjero”.
Para el sociólogo Horacio González el tema “corrupción” exige más vueltas filosóficas: “La privatización en los años de Menem se justificó como el intento de parar la corrupción en el Estado. Luego se demostró que la corrupción es pública y privada. Sin embargo, la corrupción es una categoría que desde el punto de vista de la tradición pesimista del hombre político acompaña toda la formulación de su ser. La política es como la carne. La asociación política-carne está muy presente en la tradición moral del pensamiento”.
En la Argentina a menudo mueren las metáforas como en ese film de Armando Bo en donde Isabel Sarli es violada en el camión de un frigorífico. “La carne es el símbolo onmipresente de la Argentina”: al grito de este aforismo solemne Alvaro Abós se lanza a investigar los lugares donde ésta huele a podrido más allá de que esté a punto de frescura como para ser lanzada en una parrilla. En su libro Delitos ejemplares, historias de la corrupción argentina, 1810-1997 hace el relato del tongo, fraude, coima y otras oscuridades en manos del estado matarife. Allí consigna cómo Santiago de Liniers, por dos veces reconquistador de Buenos Aires, instauró junto a su hermano una fábrica de pastillas de carne y gelatinas que abastecieron a los ejércitos reales y fueron consumidas en buques de guerra, mercantes y hospitales sin pagar impuestos. La afrenta fue también al equilibrio ecológico, ya que se acusó a la empresa de infectar las aguas del Río de la Plata y afear el paisaje. Abós envuelve a este poderoso anterior a la constitución del estado argentino en una trama de “espionaje, contrabando y traición, tráfico de esclavos, quiebra fraudulenta y cohecho”.
Los detractores de Bartolomé Mitre, registra Abós, lo acusaron de hacer la vista gorda, o por lo menos de impericia, ante el enriquecimiento de comerciantes proveedores del ejército durante la guerra que la Triple Alianza sostuvo con el Paraguay. La carne mermó en el frente, haciéndose esperar o llegó sustituida por otra de peor calidad que la pactada, o podrida, y siempre a precio exorbitante para el gobierno.
Durante la presidencia de Agustín P. Justo, el senador demócrata progresista Lisandro de la Torre, cuya figura de fallido crítico de Verlaine, terrateniente de Santa Fe, vendedor de remedios para la garrapata entre agricultores yanquis, encendido orador y trágico suicida inspiraron plumas tan variadas como las de David Viñas y Raúl Larra, fue la voz cantante en la investigación de las maniobras fraudulentas de los frigoríficos extranjeros durante tiempos en que el país iba cimentando su condición colonial. La pureza suele encarnarse en el final de De la Torre: un disparo en medio de un cuarto en una casa alquilada (no poseer casa propia es un emblema de honradez en la mitología popular), luego de escribir agradecimientos al capataz de su quebrada estancia de Los Pinos, a sus amigos y correligionarios, y de dejar 250 pesos para pagar su entierro.
Las supuestas ilegalidades de los políticos van de las complicidades por impericia hasta la impotencia ante un estructura contaminante, y están inscriptas en la memoria popular. Un ejemplo de estas estructuras es la que impusieron en Avellaneda el caudillo Alberto Barceló y su guardaespaldas “Ruggerito”, que incluía dádivas mafiosas, prostíbulos y casas de juego en las narices de los presidentes Justo y Ortiz.
Otro ejemplo: en 1934 las hermanas María Antonia y María Luisa Pereyra Iraola decidieron vender unos terrenos que tenían junto al actual Círculo Militar. Dos intermediarios los ofrecieron al Ministerio de Guerra por un peso y diez centavos el metro cuadrado, aunque no valían más que veinte centavos. “Primero Baldasarre Torres y Casás –los intermediarios– venden al estado las tierras de El Palomar, de las que ni siquiera eran dueños, en dos millones quinientos mil pesos,” escribe Abós. “En la escritura siguiente, compran a las hermanas Pereyra Iraola esas mismas tierras por un millón quinientos mil pesos, y en la tercera escritura levantan las hipotecas pendientes. Sin desembolsar nada, los gestores obtuvieron una ganancia de un millón de pesos, una suma inmensa entonces.”
La investigación del desfalco al tesoro fue capitaneada por el senador Benjamín Villafañe, del Partido Conservador. El presidente Ortiz se dio por aludido por la acusación y ofreció como garantía de inocencia una renuncia que no fue aceptada.
Otros chanchullos que hicieron sospechar que hombres portadores de bandas presidenciales formaban partes de bandas de ilícitos y que recuerda Emilio J. Corbière: “Frondizi fue sometido a una comisión investigadora por irregularidades en los contratos petroleros. Durante el gobierno de Agustín P. Justo cuando vencieron los contratos con las concesionarias que proveían electricidad a Buenos Aires la CADE pagó en cheques a concejales oficiales de la Concordancia integrada por conservadores, radicales antipersonalistas y socialistas independientes, sólo que también coimearon a la oposición: la Unión Cívica Radical. Con parte de la plata el partido edificó la Casa Radical de Tucumán 1660, llamada desde entonces ‘La casa eléctrica’”.
El affaire de corrupción más simpático registrado por Alvaro Abós en Delitos ejemplares es el de los niños cantores que, mediante un par de pases mágicos de bolillas, hicieron que en el sorteo de la Lotería Nacional del 4 de septiembre de 1942 saliera el número 31.025, que tuvo el premio mayor de 300.000 pesos. El Estado –el presidente era Ramón Castillo– sacó su parte en calidad de impuestos. Y la convirtió en filantropía: el 50 por ciento de la recaudación fue para el Patronato de Ciegos, el 25 por ciento al Hospital de las Mercedes y el 25 por ciento al Hospital de Alienadas.

 

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