Por Enric González *
Terre Haute no es un agujero
negro, aunque algunos jueguen con su nombre, Tierra Alta en
francés, y lo llamen Territable Hole (Terrible Agujero).
Es una plácida ciudad de Indiana, junto a la frontera con Illinois;
relativamente próspera, muy fría en invierno y tórrida
en verano, en la que viven 60.000 personas y cuyo mayor acontecimiento
solía ser el Covered Bridge Festival, un pequeño mercado
estival de artesanía como hay cientos en Estados Unidos. Se trata
de un lugar amable y poco interesante. Pero sobre Terre Haute se cierne
una tormenta de proporciones cósmicas, una tragedia histórica
envuelta en un carnaval grotesco. Timothy McVeigh, soldado y terrorista,
patriota y asesino, debe morir mañana en Terre Haute. Decenas de
miles de personas se agolparon en la ciudad; los más, para festejar
la exterminación del monstruo; algunos, para honrarlo como mártir.
Todos los desgarros y contradicciones de la sociedad estadounidense convergen
sobre Terre Haute, condenada a ser un agujero negro. Esta ciudad se convirtió
en un micropunto de infinita densidad que absorberá las luces y
las sombras del país más poderoso del planeta.
La bandera
Bill McVeigh es un hombre decente, cristiano, y nunca se ha quejado de
su suerte. Trabajó toda la vida en la empresa Harrison, que fabrica
radiadores para los coches de General Motors, y desde su jubilación
organiza bingos y competiciones de bowling para ancianos. Después
de separarse, vendió su casa y compró otra más pequeña
en Lockport, muy cerca de la fábrica, donde se instaló con
el pequeño Tim. Lockport está en el extremo noroeste del
estado de Nueva York, muy lejos de Manhattan y muy cerca de Buffalo y
de las cataratas del Niágara. Es una zona industrial habitada por
obreros blancos, lo que llaman white trash (basura blanca); un mundo de
horizontes estrechos e inviernos casi eternos.
Las notas de Tim eran correctas, algo inferiores a lo que le correspondía
por su elevada inteligencia. Se interesó por los ordenadores cuando
aún pocos lo hacían, se estrenó como pirata informático
cuando la palabra modem sólo era conocida por los técnicos,
le encantaban los animales y la naturaleza, y no se perdía un capítulo
de sus dos series favoritas, Star Trek II y La casa
de la pradera. Ambas reflejaban lo que debía ser el universo:
una comunidad de hombres libres y sinceros, dispuestos siempre a enfrentarse
al mal.
Las armas
Tim McVeigh no quiso estudiar, pero tampoco ingresar en la monotonía
de la fábrica de radiadores. Obtuvo una licencia de armas, practicó
hasta convertirse en un tirador excepcional y se empleó como guardia
de seguridad de alto nivel. Solía, por ejemplo, escoltar los cargamentos
de oro y billetes de la Reserva Federal de Buffalo. Las armas le gustaban
cada vez más y compraba la prensa especializada, y a través
de esta revista, como Soldier of Fortune, descubrió libros. El
que más le gustó se llamaba Cabalgar, disparar y decir la
verdad. El que más le impresionó fue Los diarios de Turner,
de Andrew MacDonald, seudónimo de William Pierce, líder
del Partido Nazi Americano.
Los diarios de Turner es la historia de un ciudadano que, agobiado por
las leyes coercitivas y la reglamentación contra las armas del
gobierno federal, coloca un camión-bomba ante el cuartel general
del FBI en Washington e inicia con ello una guerra de liberación.
Se trata de una obra de tintes racistas, muy antisemita y favorable a
Adolf Hitler, que hoy circula profusamente por Internet y se ha convertido
en la Biblia de los movimientos neonazis. Al joven McVeigh le fascinó
la posibilidad del caos en Estados Unidos, por una guerra civil o un desastre
nuclear. Sería el mejor ambiente para alguien como él, fuerte,
valiente, habituado a defenderse por sí mismo y a valerse con pocos
medios en plena naturaleza.
A falta de caos, optó por alistarse en el ejército. Le entusiasmaba
Rambo, y pensaba que la infantería iba a proporcionarle aventuras
y combates cuerpo a cuerpo. El 24 de mayo de 1988 vistió por primera
vez el uniforme y pronto hizo amigos. Los mejores se llamaban Terry Nichols,
al que apreciaba mucho pese a que consumía marihuana y anfetaminas
(McVeigh no fumaba, no bebía y no se drogaba), y Mike Fortier.
La guerra
El joven cabo llegó al desierto saudita a mediados de enero de
1991. Fue asignado a la torreta de un vehículo Bradley, un blindado
mixto de ataque y transporte de tropas, y ganó los galones de sargento
unos días antes de que comenzara la invasión de Kuwait.
La batalla terrestre duró sólo cuatro días, pero
supuso una lección muy dura para el sargento McVeigh. Había
viajado a Arabia Saudita convencido de que Saddam Hussein era un matón
que abusaba de un país débil, Kuwait; una vez en acción,
entre el rugido de los blindados y los helicópteros Apache, sintió
que estaba del lado de los matones, en el bando equivocado. Aquello le
pareció una cacería de pavos, una carnicería
en la que las tropas iraquíes eran exterminadas sin posibilidad
de defenderse. También le indignó que sus mandos mintieran,
que dijeran a la prensa y al resto de la tropa que varios compañeros
suyos habían muerto durante un asalto de las fuerzas de Saddam,
cuando él sabía que había sido fuego amigo,
uno de los muchos errores a los que asistió; que negaran haber
matado a mujeres y ancianos, cuando él sabía que sí
lo habían hecho. ¿No estaban allí en nombre de la
verdad y la justicia? Acabó repartiendo alimentos entre sus enemigos
aunque estuviera prohibido.
Tim McVeigh fue uno de los primeros en regresar, porque sus mandos lo
recomendaron para el ingreso en las boinas verdes, la unidad más
selecta del ejército más poderoso del mundo. La posibilidad
lo ilusionaba, pese a sus dudas sobre la honorabilidad militar, y más
cuando, por primera y última vez en su vida, fue tratado como un
héroe. Los desconocidos lo saludaban, no lo dejaban pagar en los
restaurantes, las chicas se lo disputaban en los bares. Fue el mejor momento
de su vida.
La breve felicidad concluyó al fracasar en las pruebas de acceso
a los boinas verdes. A finales de 1991, con cuatro condecoraciones en
el pecho, presentó su renuncia y abandonó el ejército.
Waco
Tim McVeigh intentó volver al hogar del padre y a los turnos de
la seguridad privada, pero no pudo. Compró un coche y se dedicó
a lo que mejor conocía, las armas. Vagabundeó por todo el
país, de feria en feria, vendiendo ropa militar, libros de supervivencia
y camisetas. Las ferias de armamento, un acontecimiento típicamente
norteamericano en el que se comercia con armas blancas, fusiles de asalto
y material relativamente pesado, le permitieron conectarse con la red
de Patriotas, Milicias, Supervivientes y demás organizaciones de
un magma en que se mezclan nazis, libertarios y pirados, gente unida por
su desconfianza hacia Washington. Un hombre armado es un ciudadano;
un hombre desarmado es un súbdito, solía decir McVeigh.
Esa frase resume el sentimiento de una parte de la población estadounidense,
habituada a identificar el revólver y el fusil con la rebelión
que les permitió librarse del poder británico y, en definitiva,
con la libertad.
Ese magma humano, siempre tendiente a la paranoia, vivía en estado
de alerta desde que empezó a hablarse de nuevo orden mundial.
Puede parecer extraño, pero muchos estadounidenses creían
y creen que existe una conspiración entre Washington
y la ONU para crear un gobierno planetario que les arrebatará las
armas y, una vez estén indefensos, la libertad. El asalto del FBI
a una granja en Ruby Ridge, en el que un francotirador federal mató
a un niño, fue interpretado como la señal de que las hostilidades
entre los aspirantes a esclavos socialistas y los hombres libres,
por utilizar las palabras de McVeigh, habían comenzado.
Y entonces ocurrió Waco.
No es posible exagerar el trauma que provocó en la sociedad norteamericana
el brutal asalto de las fuerzas federales a la granja de Waco (Texas),
donde se había atrincherado la secta davídica de David Koresh.
Tim McVeigh fue uno más entre los miles que viajaron a Waco durante
los casi dos meses de asedio a la granja, para protestar contra la intrusión
de los federales. El 19 de abril de 1993, los agentes del Departamento
Federal de Tabaco, Alcohol y Armas atacaron frontalmente la granja, con
artefactos incendiarios, bombas de gas y ametralladoras. Más de
80 personas murieron, entre ellos mujeres y niños asfixiados por
el incendio. Bill Clinton tardó años en reconocer que aquello
había sido un grave error. McVeigh lloró. Los
políticos de Washington habían declarado la guerra a los
ciudadanos. Y juró venganza.
La venganza
No le costó convencer a Nichols y Fortier para que le ayudaran.
Ambos pensaban como él, aunque su obsesión fuera mucho menor.
McVeigh se fijó como objetivo el edificio Alfred P. Murrah de Oklahoma
City, porque albergaba numerosas oficinas federales y porque su fachada
de cristal parecía especialmente vulnerable a una explosión.
Y estableció la fecha del 19 de abril de 1995, el segundo aniversario
de Waco. La hora, las once de la mañana. ¿Y toda la
gente?, preguntó Frontier cuando conoció el plan.
Piensa en la gente como si fueran soldados imperiales en La guerra
de las galaxias, respondió McVeigh. Pueden ser individualmente
inocentes, pero son culpables porque trabajan para el Imperio del Mal.
McVeigh quería muchas víctimas. Era necesario. Equiparaba
la acción que iba a emprender con la bomba atómica lanzada
sobre Hiroshima, que mató a 200.000 personas, pero salvó
muchas más vidas porque acortó la guerra.
El 19 de abril de 1995, Tim McVeigh amaneció en su coche, como
de costumbre. Y solo, como de costumbre. A última hora había
decidido adelantar la hora de la venganza: debía producirse a las
nueve de la mañana. Se puso tapones en los oídos y su camiseta
preferida: en el pecho, bajo un dibujo de Abraham Lincoln, la frase Sic
semper tyrannis (Así siempre a los tiranos), gritada por
John Wilkes Booth al disparar contra el presidente vencedor de la guerra
civil. Se sentó al volante de una furgoneta amarilla alquilada
unos días antes, en la que, con ayuda de Nichols, había
cargado 3500 kilos de explosivos, y condujo hasta el edificio Murrah.
En el último semáforo encendió la primera mecha,
de cinco minutos. Al aparcar encendió la segunda, de dos minutos.
Salió de la furgoneta y caminó tranquilamente hacia la parte
de atrás de un edificio cercano, donde estaría a salvo.
A las 9.02, la furgoneta estalló. McVeigh recuerda que la explosión
lo despegó varios centímetros del suelo. No
llegó a ver el edificio destruido; caminó hasta un destartalado
automóvil que había comprado días antes por 250 dólares
y se alejó del lugar. Dejó a sus espaldas 167 muertos, 19
de ellos niños de una guardería instalada en el edificio.
La víctima 168 fue una enfermera que falleció mientras trataba
de socorrer a los más de 500 heridos. En la guerra del Golfo habían
muerto 148 soldados norteamericanos en combate. Oklahoma City fue, en
ese sentido y en otros, como el psicológico, peor que una guerra.
Algunos sobrevivientes se suicidaron después, incapaces de soportar
sus recuerdos.
El juicio
Tim McVeigh, que circulaba sin matrícula, fue detenido horas después
por un policía de tráfico y trasladado a una prisión
rural en Nobel County para una verificación rutinaria. El FBI,
mientras tanto, buscaba enemigos en el exterior. ¿Quizá
los iraquíes? ¿O los de Bin Laden? Sólo un hombre,
el agente especial Clinton van Zandt, de la Unidad de Ciencias del Comportamiento
de Quantico (Virginia), intuyó inmediatamente la verdad. Van Zandt
había sido jefe de los negociadores del FBI durante el asedio de
Waco, y cuando se le pidió un perfil de urgencia de los posibles
terroristas, comprendió que la clave estaba en la fecha. Hablamos
escribió de un hombre blanco, que actúa solo,
o con otra persona. Tiene veintitantos años, tiene experiencia
militar y es miembro marginal de alguna milicia. Está furioso por
lo que ocurrió en Ruby Ridge y en Waco.
El FBI tardó dos días en dar con McVeigh, retenido por errores
burocráticos en la celda de Nobel County. McVeigh reconoció
inmediatamente su culpabilidad a sus abogados, pero no aceptó confesar
ante la policía. Quería que se molestaran en buscar pruebas.
Espero ser condenado, y espero que se me imponga la pena de muerte,
le dijo al psiquiatra. En efecto, el 2 de junio de 1997, el jurado lo
encontró culpable, tras 23 horas de deliberación. Y se le
condenó a muerte. Se convirtió en uno de los primeros condenados
a una muerte por un delito federal, el de terrorismo en su caso, desde
1963. Terry Nichols recibió cadena perpetua. Mike Fortier hizo
un pacto con el fiscal y fue condenado a 14 años.
La espera
Tim McVeigh pasó dos años en la Supermax de Florence (Colorado),
la prisión más segura del país. Sus compañeros
de galería eran Ramzi Yousef, que cumple 240 años por el
atentado contra el World Trade Center de Nueva York en 1993, y Theodore
Kaczynksi, más conocido como Unabomber.
Quería esto desde el principio, explicó a los
autores de Terrorista americano. Mi objetivo era un suicidio asistido
por el Estado, y cuando ocurra, allá ustedes, hijos de puta. Mientras
tanto, me lavan la ropa, veo la tele todo el día y no pago facturas.
¿Se puede llamar tortura a esto?
McVeigh morirá habiendo conseguido, al menos en parte, sus objetivos
políticos. El propio Clinton van Zandt, el agente del FBI que trazó
el perfil del terrorista poco después del atentado, reconoce que
el gobierno federal ha cambiado su forma de actuar tras el horror de Oklahoma
City y trata de no avasallar a ciertos colectivos. Con Waco comenzó
una guerra, y Oklahoma City no sólo llevó esa guerra a nuevos
límites, sino que le dio una dirección distinta, dice
Van Zandt. En palabras de McVeigh: Cuando a un matón le rompen
la nariz, deja de atreverse con los débiles.
El fin
Casi 2000 periodistas y cámaras de todo el mundo se desplazaron
a Terre Haute. Todos los hoteles en 80 kilómetros a la redonda
están completos. El campo de golf estará abierto a
la prensa, afirma Bill Burdine, director del Holiday Inn, el mayor
hotel de la ciudad. El profesionalismo del hotelero es similar al que
exhiben otros establecimientos como Magdys, el restaurante más
reputado de Terre Haute: Hubiéramos preferido que la gente
viniera por otros motivos, pero estamos preparados para servir más
de mil cubiertos en una noche, dice Magdy Atwa, el dueño.
Las escuelas cerrarán, porque hay miedo. Se espera a docenas de
miles de manifestantes de Amnistía Internacional, la Coalición
Nacional contra la Pena de Muerte, la Unión Americana por las Libertades
Civiles y otras organizaciones similares, y a miembros de las Milicias
y de grupos de ultraderecha que ven a McVeigh como un héroe condenado
al martirio. Mark Hartman, el jefe de la policía de Indiana, afirma
que las fuerzas de seguridad estarán preparadas para cualquier
contingencia. Tim McVeigh, 33 años, tiene derecho a pronunciar
unas últimas palabras. Quiere recitar un poema de William Ernest
Hendely titulado Invicto, famoso por un verso: Soy el dueño
de mi destino, soy el capitán de mi alma.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
OPINION
Por Claudio Uriarte
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Daños colaterales
El caso de Timothy McVeigh, el terrorista americano que en 1995
causó 168 muertos con la voladura del edificio federal Alfred
Murrah en Oklahoma City, siempre reclamó poderosamente para
sí la clásica asociación freudiana de lo siniestro
como ambigüedad entre lo extraño y familiar. Después
de todo, el hombre que años después describiría
a la veintena de niños muertos en la guardería del
edificio como daños colaterales era un ex héroe
de la Guerra del Golfo. Y daños colaterales fue
el latiguillo persistentemente empleado por la OTAN en su campaña
de 1999 cada vez que su aviación y sus misiles impactaban
en blancos civiles, tanto más escandalosos por inofensivos,
en Yugoslavia y su provincia rebelde, Kosovo.
Pero la asociación va más allá de los antecedentes
militares de McVeigh: el hombre de Oklahoma es mucho más
que una versión magnificada del Taxi Driver de la película
de Scorsese. Juzgado en una primera impresión, McVeigh resulta
apenas otro ejemplar de lo que se denomina el lunatic fringe de
la política estadounidense, su borde lunático, limpiamente
separado del virtuoso mainstream (o corriente principal) por toda
una confusa mitología paranoica, ultranacionalista y xenofóbica
de acuerdo con la cual el gobierno federal había dejado de
representar a los norteamericanos, y preparaba una invasión
de las Naciones Unidas contra su territorio. Ante esta amenaza,
cualquier acción era legítima. Pero esa separación
entre el lunatic fringe y el mainstream empieza a parecer cada vez
más borrosa cuando se considera el clima político
reinante en Estados Unidos en la época del atentado. McVeigh
hizo volar el edificio en 1995, es decir al año siguiente
que una Revolución Conservadora encabezada por Newt Gingrich
tomara el dominio de la Cámara de Representantes en las elecciones
de noviembre de 1994, y depositara al ultraconservador y aislacionista
Jesse Helms al frente de la poderosa Comisión de Relaciones
Exteriores del Senado. La ideología de esa Revolución
era sugestivamente próxima a la de McVeigh: intensamente
anti-gobierno federal en lo interno, y mucho más intensamente
antiinternacionalista en lo externo, incluyendo en primer término
la demonización de Naciones Unidas. Helms decía que
el Departamento de Estado tenía demasiados desks
(u oficinas) dedicados a otras regiones y que, bajo él, la
Comisión del Senado se convertiría en el America
Desk. Lo escandaloso en McVeigh fueron los medios, el corolario
final de las ideas de Gingrich y Helms.
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